domingo, 30 de octubre de 2011

Una historia increible


Tuve la oportunidad de leer este libro y me conmovió profundamente. Lo recomiendo de todo corazón.
Este articulo se publico en la Revista La Nación y lo compartimos.

Domingo 30 de octubre de 2011 | Publicado en edición impresa
Historias de vida

El falsificador solidario

Con sólo 17 años, escondido en talleres clandestinos, Adolfo Kaminsky desafiaba el terror nazi y salvaba vidas con su capacidad para fraguar documentación. Un legado de valentía que su hija recogió en un libro de reciente aparición
Por Nathalie Kantt | LA NACION
PARIS.- Adolfo Kaminsky permanece en silencio. Su interlocutora le acaba de preguntar si tiene algún recuerdo en particular sobre aquellos años de la Segunda Guerra Mundial, que no haya sido incluido en el libro que escribió su hija Sarah. Reflexiona unos segundos y retoma: "Le voy a contar algo de lo que no me gusta hablar mucho". Rememora el encuentro que tuvo con una pareja durante esos tres meses pasados en el campo de concentración de Drancy, a unos 10 km al norte de París, donde eran llevados los franceses judíos antes de ser deportados a los campos de exterminio nazi en Alemania. Era 1943 y él tenía 17. "Era una pareja de unos 60 años, de una elegancia increíble. Iban de la mano. El hombre llevaba un tapado y un traje hecho a medida. Tenía una barba larga. Eran amables y educados. Muy cultos. Al día siguiente, cuando volví a verlos, la mujer tenía una mirada distinta. Detrás de ella vi llegar a su marido: lo habían rapado. Había perdido su barba. Había perdido su dignidad."
Baja la cabeza. La voz se le entrecorta. Está llorando. Levanta nuevamente la cabeza y susurra: "Por eso hoy yo llevo esta barba."
Adolfo Kaminsky nació en Buenos Aires (ver recuadro) y acaba de cumplir 86 años. La barba no es lo único que conserva de esa época. Su ojo derecho está totalmente ciego. "No existe, por eso no lo controlo y se va para el costado". El izquierdo está muy enfermo. Solían ser muy claros, incluso más que los de su hija Sarah. "Oscurecieron por los productos utilizados. Se corroyeron." Los productos que invoca Adolfo son esos que utilizó durante los casi 30 años que pasó falsificando documentos que salvaron miles de vidas. Sin ser remunerado, claro. Primero, con sólo 17 años, para la Resistencia Francesa, trabajando en una red que, calcula, salvó a más de 14.000 judíos. También proveyó de documentos falsos a los soldados franceses que, luego de la liberación de París, se arrojaban en paracaídas detrás de las líneas enemigas; a los sobrevivientes de los campos de concentración, que se embarcaron clandestinamente hacia Palestina entre 1946 y 1948, y al Frente de Liberación Nacional (FLN) durante la guerra de Argelia. "No hay racismo bueno y malo", resume.
Alec interrumpe la conversación. Tiene 9 años y necesita ayuda con sus deberes de matemáticas. Adolfo tiene dos hijos de un primer matrimonio con una sobreviviente del gueto de Varsovia. Son más grandes que su última y actual mujer, Leila, 30 años menor que él. Se conocieron a principios de los 70 en Argelia y diez años más tarde se mudaron a París (donde viven hoy) con sus tres hijos: Atahualpa, José y Sarah. Alec es hijo de Sarah, nieto de Adolfo y, en parte, la razón por la cual Sarah decidió escribir un libro sobre la vida de su padre. El falsificador se acaba de publicar en la Argentina (Editorial Capital Intelectual, con traducción de Alejo y Mateo Schapire), después de haber sido lanzado en Francia en 2009, y traducido al alemán y al italiano. Actualmente lo están traduciendo al hebreo. "De chicos nunca nos hablaba sobre su pasado. Pero escuchábamos las historias de los invitados que venían a casa. Cuando Alec nació, papá tenía 77 años. Me di cuenta de que más adelante mi hijo me preguntaría cosas sobre su abuelo y que yo no iba a poder responder. Así empezó todo", relata Sarah. Durante un año, se juntaron todos los martes y jueves al mediodía. Sarah hizo una lista de personas para contactar, aunque sólo la mitad estaba viva, y leyó mucho para entender el contexto de las historias de su padre. Adolfo iba y venía en el tiempo, se detenía en algún detalle y Sarah se perdía. Dos semanas después de haber empezado a escribir se detuvo. Estuvo bloqueada durante dos meses. Hasta que entendió que si escribía en tercera persona sería como relatar una necrológica. Por eso, el libro está redactado en primera persona del singular. Entre esos inicios y su primera publicación al francés pasaron cinco años. "Entré en las confidencias de mi padre. Tuve que salir de la típica relación padre-hija y construir una nueva, libre de prejuicios", confiesa.
En ese camino, descubrió que Adolfo, al igual que sus padres, Salomón y Anna, y sus hermanos Pablo, Angel y Pauline, no fue deportado a Alemania porque eran argentinos. Los padres, de origen ruso, se habían embarcado hacia Buenos Aires en los años 20. Volvieron a Francia a principios de los 30 y se instalaron en un pueblo de Normandía. "Yo me ocupaba de mis hermanos menores. Les construía juguetes. Siempre fui habilidoso para las manualidades y muy buen alumno. En la escuela, donde me pusieron a cargo de mi clase, tuve mi primer contacto con la imprenta, aunque eran nociones muy rudimentarias", cuenta Adolfo. En 1940, cuando lo echaron -por ser judío- de una fábrica tomada por los alemanes, entró como aprendiz en la tintorería de un ingeniero francés. Teñía los uniformes de la guerra de 1914 del caqui al marrón o azul marino, para volverlos ropa civil. Autodidacta y gran lector, allí realizó sus primeros experimentos químicos: la magia del color, las técnicas para teñir la lana. Sobre todo, la manera de borrar tintas aparentemente indelebles.
La familia entera fue arrestada por soldados alemanes en 1943. Desde el tren que los llevaba al campo de Drancy, su hermano Pablo arrojó cartas en las que pedía ayuda al cónsul de la Argentina. Tres meses después, la familia fue liberada. Pero dejar Drancy no fue fácil: "Allí descubrí a los judíos y su diversidad. Los amé, me amé a través de ellos, me sentí judío y eso fue algo que nunca más me abandonó. No me quería ir y dejarlos ahí. Pero fue mi padre quien me dijo que allí no le sería útil a nadie". La familia volvería a ser arrestada unos días más tarde, aunque sólo por 24 horas. A la salida, el padre escuchó a un grupo de personas, rodeadas por policías, que hablaban en una mezcla de español e yiddish propia de la Argentina: los acuerdos germano-argentinos se habían roto y estaban deteniendo a todos los argentinos. La familia de Adolfo se salvó por un error de comunicación entre los soldados franceses y los alemanes, pero enseguida entendió que debía separarse, no sin antes conseguir documentos falsos para todos. Su padre, Salomón, retomó el contacto con viejos amigos y concertó una cita con un hombre apodado Pingüino, a la que asistiría Adolfo por ser joven y menos sospechoso. Luego de esa reunión Adolfo Kaminsky pasó a llamarse Julián Adolfo Keller, mismo apellido que sus hermanos Angel y Pauline, y su padre se renombró Georges Vernet. En ese encuentro, además, Pingüino descubrió que Adolfo era tintorero y que, según él, las tintas indelebles no existían: todo podía ser borrado. Así comenzaría su larga carrera como falsificador.
"No tuve elección. Hice lo que debía. Tenía conocimientos incompletos, pero diversos. Aprendí solo", explica Adolfo. Con las nuevas tecnologías, ¿sería capaz de falsificar documentos hoy? "Es más difícil, pero todo es posible. Aunque no se puede construir una vida con papeles falsos", reflexiona.
Suena el timbre. Es un amigo de Adolfo que viene a visitarlo. Un hombre de unos 40 años que, frente a la emoción que sintió al ver un documental sobre su vida, decidió contactarlo hace más de 15 años. Desde entonces son amigos. La actual vida de Adolfo Kaminsky es más luminosa y menos solitaria que en el tiempo en que fue falsificador. Atrás quedaron aquellos cuartuchos ínfimos, de 15 m2, en las rue des Saints-Pères y rue Jacob -en el 7e arrondissement, hoy uno de los barrios más caros de París- que la red usaba como sedes de sus laboratorios químicos. Eligió vivir en París, en el cuarto piso de un departamento cerca de la Torre Eiffel. La casa está llena de libros y fotografías que Adolfo tomó durante varios años para intentar ganarse la vida: salvar miles de vidas no es un trabajo remunerado. Fue condecorado por las ciudades de Vire, Grenoble y París. A veces pasa por esas calles en las que antes vivía escondido día y noche. Esos laboratorios en los que se vivía una carrera contra el tiempo y contra la muerte: en momentos extremos, una hora de sueño significaba 30 personas muertas. "El recuerdo está siempre presente. Y siempre pesado. No es de vez en cuando que me acuerdo, sino de vez en cuando que me olvido. Mis pensamientos logran escapar por unos minutos de esa época de pesadilla. Pero forman parte de mi presente." Por suerte para Adolfo, su presente está hoy formado también por una gran familia con hijos y nietos que lo visitan todo el tiempo. Y que a veces lo llaman, también, cuando no logran quitar una mancha de una prenda.

LA RELACION CON LA ARGENTINA

Anna, la madre de Adolfo, había huido con su familia de los pogroms en la región rusa del Cáucaso, y se había instalado en París. Allí conoció a Salomón, también ruso. Cuando los bolcheviques tomaron el poder en la URSS y el gobierno francés ordenó la expulsión de todos los rusos considerados rojos, se embarcaron hacia la Argentina. Era 1917. La travesía duró más de un mes y en ese barco murió el primero de sus hijos, Michel, de seis meses. Adolfo nació en Buenos Aires en 1925, poco después de Pablo y dos años antes que Angel. Vivían en una casa chorizo, aproximadamente al 1000 de Ecuador, y su padre era sastre. "Era una calle de tierra y un barrio poblado de inmigrantes y nativos. Las viviendas eran muy pequeñas y no contaban con cocina propia, así que la cocina común, instalada en un jardín interno que compartían todas las casas, era para nosotros un lugar de encuentro. Fue una infancia de libertad bajo un cielo siempre azul", recuerda Adolfo. En 1929 sus padres decidieron volver a Francia, para que su madre Anna se reencontrara con su abuela. Pero los papeles de residencia tardaron en llegar y tuvieron que pasar dos años en Turquía antes de instalarse en el pueblo de Vire, en Normandía, al noroeste de Francia. En 1943 fueron detenidos por los soldados alemanes y llevados a un campo de concentración en Drancy. Fueron liberados tres meses más tarde por ser argentinos.
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