viernes, 7 de junio de 2013

Día del Periodista


Pensándolo bien

Veneno para periodistas

La primera vez que representé públicamente a este diario fue hace diez años, en los inicios del gobierno de Néstor Kirchner y en una sala del Centro Cultural General San Martín, adonde llegué temprano para dar una conferencia sobre el futuro del periodismo. Me encontré en la puerta a un viejo amigo con quien habíamos compartido cien batallas y varias redacciones. Venía en nombre de otra importante empresa mediática, y antes de meternos en el auditorio nos tomamos un café, nos contamos las cuitas personales y nos reímos con los malévolos chismes del ambiente. Hablamos, naturalmente, de otro amigo en común, a quien cada vez le iba mejor en la radio y en la televisión abierta. En realidad, ellos se frecuentaban más que yo, alguna vez se habían ido juntos de vacaciones y las familias se invitaban a los asados domingueros cada vez que podían.
Cuando nos tocó salir al ruedo, yo hablé a sala llena de los ilustres fantasmas literarios (Borges, Manucho) que todavía se pasean silenciosamente por esta redacción legendaria, y luego acerca de los desafíos del cuerpo profesional y el periodismo narrativo, que siempre puede salvar a los diarios de su derrota frente al avance de la prensa digital y gratuita. Mi amigo, a su turno, sacó un papel y recitó un prolijo resumen de las acciones y los objetivos que llevaba a cabo la compañía. Me di cuenta, con sorpresa, de que hablaba en nombre de los accionistas y se había convertido en un soldado de ellos. Su exposición, por eso mismo, desmejoraba en gran parte su talento creativo, que solía estar muy por encima del mero discurso gerencial. Para muchos de nosotros, el periodismo se ubicó siempre más cerca del arte que del negocio.
Cuando aconteció la 125 y nació la campaña por la ley de medios y la guerra santa contra el "monopolio", mi amigo emigró hacia las costas kirchneristas sin avisarnos. Fue un movimiento más bien brusco, y no tuve nada que reprocharle. Cada quien tiene sus convicciones. Yo no me moví del andén de siempre, ese lugar apasionante donde velábamos las armas del oficio y practicábamos el escepticismo profesional. Pero él tomó el tren de la victoria y, completamente enamorado, se alejó de nosotros. No volví a verlo hasta cuatro años más tarde, cuando nos chocamos accidentalmente a la salida de una velada del Mozarteum y nos saludamos con cauteloso afecto.
Antes de todo este doloroso entresijo, los dos solíamos vernos en los cumpleaños de nuestro amigo en común, pero ahora esas reuniones ya no eran tan populosas y los elencos habían variado. El drama se desencadenó en forma rápida y simultánea. El periodista audiovisual que se había mantenido indiferente al kirchnerismo cayó de pronto en desgracia y fue nominado como enemigo del Estado por el aparato de propaganda del Gobierno: todos los días tomaban sus comentarios radiales o televisivos, los editaban de manera aviesa y los insertaban en informes manipulados en los que se lo equiparaba con Menem, Massera y Videla. Los panelistas estatales se dedicaban a despellejarlo vivo y a estigmatizarlo como un payaso y como un gorila neoliberal destituyente. Un plateísta barbudo, que veía todos los días Canal 7, lo insultaba domingo por medio en la cancha de River, hasta que una tarde maldita los dos se fueron a las manos y el asunto casi terminó en una desgracia. Un taxista enajenado, que había militado borrosamente en alguna organización de los 70, lo esperaba a la salida del canal y lo llenaba de gritos y afrentas. Recibía todos los días una amenaza de muerte por teléfono, y en la cola de la farmacia un televidente de Canal 7 lo escupió y le deseó un cáncer de huesos. "Está bien -me dijo una vez en Edelweiss- no espero que tenga un rapto de coraje y salga a defenderme por los medios. Pero aunque sea llamame, decime que estás angustiado, que a pesar de que sos kirchnerista no estás de acuerdo con esta canallada y tratá de consolarme. No te pido mucho." Aludía al silencio insolidario de su ex amigo íntimo.
Sospechamos, sin embargo, que el asunto podía encubrir algo peor que la cobardía o el desdén. Tal vez escondía la galvanizante idea de que nuestro amigo K justificaba completamente esos escraches siniestros que ordenaba la Jefatura de Gabinete. Tuve una breve y angustiosa confirmación cuando defendí a Mario Vargas Llosa y lo entrevisté en la Feria del Libro, y Aníbal Fernández escribió un artículo intentando demolerme para ganar puntos con Cristina. Casualmente, a la semana llamé a mi amigo kirchnerista para recomendarle a un fotógrafo que se había quedado sin trabajo, y después de los diálogos de rigor, me soltó con sarcasmo: "Vargas Llosa, Dios mío, qué estómago. Hasta Aníbal tuvo que salir a sablearte".
Un año más tarde, cuando una editorial nos acercó por un anticipo, intercambiamos e-mails, y en una posdata que no venía a cuento de nada, me escribió: "Ah, si querés un día te explico por qué no se pueden tener posiciones profesionalistas ni neutrales en estos tiempos". ¿Neutral?, pensé. Tengo ideología propia, pero a la vez creo en la praxis profesional: las ideas se articulan de buena fe y los datos rigurosos, beneficien a quien beneficien, se publican. Nada muy novedoso, lo de siempre. No le respondí.
Mientras sucedían todos estos surrealismos, el otro amigo se iba volviendo paulatinamente un antikirchnerista cabal e iba adoptando posiciones cada vez más drásticas, quizá sin darse cuenta de que le habían inoculado el veneno. Que de alguna manera habían triunfado. Antes de regresar a su patria, Soledad Gallego-Díaz, la extraordinaria corresponsal de El País de Madrid en Buenos Aires, una mujer valerosa y lúcida, la encarnación del profesionalismo en toda España, me dio un consejo entrañable: "Por favor, no te hagas previsible, que a ti nunca te gane el veneno".
Con mi amigo kirchnerista no volvimos a cruzarnos, cada cual siguió su camino. Pero de vez en cuando lo veía por televisión en una universidad, en la presentación de un ensayo o en una usina militante aceptando lo que ignotos profesores de comunicación social, intelectuales de la sociología y la filosofía, analfabetos periodísticos que jamás estuvieron en un cierre ni tuvieron que tomar decisiones en caliente sobre una información, denunciaban vehementemente sobre nuestro oficio. "¡Che, explicales que no saben nada, que están diciendo estupideces, contales la verdad!", le grité un día a la pantalla inconmovible.
La figura del periodista, bajo la nueva lógica del poder, ya era la gran cómplice de la antipatria. Y mi amigo, que pasó de soldado de los "grupos concentrados" a soldado del "movimiento popular y nacional", convalidó varias mentiras de cabotaje. Que hay, por ejemplo, sólo dos clases de periodistas: aquel que representa al pueblo (el Estado) y aquel que defiende a las corporaciones. Aceptó también que era justo e imprescindible que el Gobierno se apoderara de la fábrica de papel de diario y tuviera la potestad de estrangular con ese insumo la circulación, que se interviniera alegremente el Grupo Clarín, que la ley de medios se incumpliera y beneficiara sólo a la propaladora kirchnerista, que la pauta oficial castigara a los periodistas críticos y hasta que la Secretaría de Comercio presionara a los anunciantes privados para que abandonaran a los periódicos y los hundieran en la desesperación. Puso incluso la cara para afirmar que no existía el periodismo independiente, que por cierto él practicó con orgullo y brillantez durante décadas, y permitió que los energúmenos sostuvieran desde sus púlpitos que inexorablemente las empresas nos dictan a los articulistas lo que debemos pensar. El viejo axioma, según el cual las opiniones son libres y los hechos son sagrados, estalló en mil pedazos. Los hechos son relativos y depende de quiénes los cuentan y qué relato se hace de ellos. Y las opiniones son libres, pero hay castigo mediático y económico si no le gustan al que gobierna. El periodista como defensor del hombre común y fiscal del poder pasó de moda. Con el transcurrir de la "década ganada", algunos fiscales, envueltos en la militancia, se convirtieron en defensores oficiales de oficio y ganaron prestigio intelectual renegando de lo que creyeron a lo largo de toda su carrera.
Una semanas después, el antikirchnerista me llamó para explicarme cariñosamente que no había caído bien en su trinchera que yo hubiera reconocido la astucia de Zannini, la vocación social del peronismo, la infancia traumática de Cristina y la negligencia de los principales dirigentes opositores. No supe pelearme tampoco con él, para quien ya vivimos en una dictadura sin atenuantes. Lo quiero y lo comprendo. Si alguien escribe alguna vez la verdadera historia del periodismo, narrará el oprobio que esos colegas debieron atravesar durante estos años penosos: varias veces sus caras fueron lapidadas en afiches abiertamente fascistas que tapizaron la Plaza de Mayo y el microcentro, gracias a fondos del erario y por iniciativa de algunos miserables a sueldo.
Cuando aquella noche nos reencontramos por azar en el Mozarteum, mi amigo kirchnerista tuvo la precaución de no tocar ese tema urticante. Ambos estábamos con nuestras mujeres y amagamos con irnos a cenar juntos, pero decidimos dejarlo para otro día como si estuviéramos dejándolo para nunca jamás. Sé que algunos de sus nuevos compañeros sufren hoy, que los vientos provisoriamente cambiaron de dirección, parecidas injurias en la calle: amenazas, insultos, patoteadas, escupitajos. La Argentina es una sociedad caníbal, desmemoriada, muchas veces infame. Nosotros formamos parte de ella.
El drama condensado que relato en este Día del Periodista no les ocurrió a dos camaradas, sino a muchos otros que conozco personalmente y que me han contado durante todo este tiempo sus fervores y desventuras. No es una simple fábula sobre nuestro oficio del alma. Es un reflejo de todas las cosas que se fracturaron en nuestro país. Y acaso también, el testimonio de una sospecha desgarradora: la imposibilidad de volver a pegar tantos pedazos rotos de nuestra vida.
© LA NACION.

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