domingo, 20 de octubre de 2013

Barbara Ledermann Rodbell

Domingo 13 de octubre de 2013 | Publicado en edición impresa Revista La Nación
Heroínas de verdad

Me atreví a vivir

Por la amenaza nazi huyó de Berlín a Amsterdam, donde perdió a toda su familia; allí conoció a Ana Frank y aprendió a ser una sobreviviente
Por   | LA NACION
  
Lo perdoné. Con el tiempo pude perdonarlo." La voz parece quebrarse cuando habla de su padre, pero no, Barbara Ledermann Rodbell hace el esfuerzo por mantener un mismo tono ante la imposibilidad de esconder la mirada, que se nubla frente al dolor que le produce la historia que la tuvo como protagonista. "Me atreví a vivir", dice hoy, a los 87 años, con las manos entrelazadas en uno de los salones del Centro Ana Frank en Buenos Aires. De fondo, imágenes en blanco y negro dan testimonio de una época, de un relato que Ana hizo carne en su diario y que Barbara supo conocer: los horrores del nazismo.
Fue en Amsterdam, en la capital holandesa, que los Ledermann conocieron a los Frank. Fueron vecinos en los tiempos en que ambas familias huían del poder de Hitler y su campaña de exterminio. "Los alemanes todavía no habían invadido Holanda", recuerda Barbara, de cara a la imagen en la que se ven seis chicas (Hannah Goslar, Ana Frank, Dolly Citroen, Hannah Toby, Barbara y Susanna -Sanne- Ledermann) en el patio de una casa. De las seis, sólo Barbara y su prima Dolly Revistasobrevivieron a la guerra. Las otras sonrisas fueron robadas, "pero no olvidadas".
En la mesa, un té. Una cucharita da vueltas y la voz de Barbara arremete sin culpa una confesión: "Mi instinto me llevó a vivir".
Creció en una familia acomodada de Berlín. Mucamas, cocineras, salones de juegos, una casa cargada de arte, de música. Su padre era un importante abogado; su madre tocaba el piano maravillosamente. Los Ledermann llevaban una vida integrada a la sociedad no judía hasta que Hitler tomó el poder. En 1933 viajaron a Holanda para visitar a sus abuelos. Allí alertaron a su padre de los peligros que acechaban en Alemania. Franz Ledermann decidió abandonar Berlín e instalarse en Amsterdam, en el barrio Merwedeplein.
"Empezar de cero, eso tuvimos que hacer. Para mi papá fue muy difícil, porque él vivía apegado a la ley, se negaba a imaginar hasta dónde podrían llegar las cosas. Tuvo que volver a estudiar, y lo hizo en un idioma distinto del suyo. Trabajaba mucho para mantenernos, iba a la Universidad. La vida fue muy dura con él."
¿En su casa se hablaba de política?
No mucho. Mi primo, que era periodista, hablaba. Y mi padre no creía demasiado lo que él contaba. Sabía que las cosas no eran buenas para el pueblo judío, pero jamás imaginó lo que ocurría.
Y usted, ¿cuándo tomó conciencia real de lo que estaba sucediendo?
Cuando conocí a Manfred.
En septiembre de 1941, Barbara cumplió 16 años. A esa edad se la consideraba una persona independiente y debió buscar su propia protección. Su padre le consiguió un trabajo en un centro de formación para evitar que fuera enviada a un campo de trabajo. Allí conoció a Manfred, un joven de izquierda políticamente activo que se convirtió en su primer novio. "Él me explicó cómo eran realmente las cosas. Mi padre no lo entendía, de hecho estaba convencido de que mi relación con él ponía en peligro a la familia."
Pronto Barbara se unió a la célula de resistencia que había formado Manfred junto a jóvenes judíos. "Mi apariencia aria me ayudó a moverme con mayor libertad." Así fue como pasó a la clandestinidad. "Me fui de casa en 1942. Usaba una identificación falsa y ayudaba como podía a los refugiados en escondites."
Barbara Ledermann pasó a ser Barbara Waarts, se mudó al lado ario de la ciudad y se atrevió a vivir a pesar de la guerra, "del miedo, del hambre, de las prohibiciones. A pesar de todo, Manfred y yo nos enamoramos".
Con la ayuda de unos amigos se unió al ballet alemán. Allí trabajó hasta que la directora descubrió que era judía. "No me delató. Simplemente me dijo que no iba a poder participar más." En esos tiempos, aprovechaba las ventajas de ser una artista para mover gente de un escondite a otro. "Como miembro del ballet tenía documentos que me permitían viajar y estar en la calle después del toque de queda."
De esa manera, se movía. "Cada vez que me paraban para pedirme los papeles, yo sonreía con mis labios pintados y sacaba provecho de mi cabellera rubia y mis ojos claros. En aquellos tiempos uno no medía los riesgos, actuabas, sobrevivías."
Tras pasar ocho meses lejos de casa, Barbara recibió la llamada de su padre. Querían verla. La extrañaban. "Manfred me dijo que no lo hiciera, que no fuera a verlos, que era muy peligroso. Pero yo tenía que hacerlo. De alguna manera quería convencer a mi padre que era hora de esconderse."
Ya en el gueto y con la estrella amarilla cosida en el pecho, recibió la noticia de que iba a ocurrir una redada en la zona. "Les rogué que se escondieran, que por lo menos pusieran a Sanne (su hermana tres años menor) en el doble placard que había en la casa. Fue inútil."
¿Por qué cree que su papá se negó a esconderse?
Mi papá nunca hubiera hecho nada en contra de la ley aunque ésta fuera criminal.
¿Y su mamá?
Creo que ella, que era quince años menor que él, sabía más acerca de la situación, pero lo acompañaba, lo apoyaba. Quizá mi padre empezó a sospechar lo que ocurría, pero no sabía qué hacer o sentía que nada podía hacer.
"Todos los judíos tienen que prepararse -eso escuchó en los altavoces-. No están permitidos gentiles en la calle." Barbara ya estaba afuera sin sospechar que ése iba a ser el último día que vería a su familia.
Un sorbo al té y los ojos vuelven a nublarse. "Ese fue el último día."
¿Cómo logró escabullirse?
Todos los canales de Amsterdam estaban cerrados. Es muy fácil cercar un barrio. Después de recorrer dos o tres puentes, llegué a uno en el que estaba de guardia un soldado alemán. Me preguntó qué me pasaba. Le dije, en alemán, que quería ir con mi madre, que estaba del otro lado. Y me dejó pasar. Era libre. Llegué a la casa de Manfred. Allí la gente seguía con su vida, como si no pasara nada del otro lado.
¿Qué supo de su familia?
Después de la razia fueron trasladados al campo de Westerbork. Mientras estuvieron allí les podía mandar paquetes, intercambiamos cartas. No me las enviaban directamente a mí, porque yo estaba escondida, pero le enviaban la corresponden-cia a un tío mío. Después fueron trasladados a Auschwitz.
La cucharita se detiene y confirma el final anunciado: "Entraron en la cámara de gas el 19 de noviembre de 1943".
De aquel final se enteró entre tres y seis meses después de finalizada la guerra. "Esperaba los trenes que volvían de los campos. Preguntaba por ellos. Pero nadie me daba una respuesta certera. Hasta que me dijeron que murieron apenas llegaron a Auschwitz." Siempre tuve la esperanza de que hubieran sobrevivido, al menos Sanne."
En esos meses de espera después de la guerra, en las estaciones de tren se encontró con Otto Frank, el papá de Ana, con quien siguió en contacto hasta su muerte en 1980. "Él ya sabía que sus hijas y su esposa habían muerto. Lloramos mucho. También me contó que iba a hacer un libro con los escritos que había dejado Ana en el cuaderno de tapas rojas que tenía en el ático." De la primera edición de El diario de Ana Frank tiene un ejemplar. "Me lo dio Otto. No está en muy buenas condiciones, pero lo tengo."
¿Qué pasó con Manfred?
Iba a casarme con él. Nos amábamos. Pero hubo una frase que lo cambió todo. En aquel entonces yo no dejaba de culparme por el destino de mi familia. Me decía a mí misma que tendría que haberlos ayudado, insistido, haberme llevado a mi hermana. O haberme quedado con ellos. Manfred me decía todo el tiempo que decidí vivir, que si me quedaba con ellos estaría muerta, que en realidad fue mi padre el que mató a mi familia. No pude perdonar que haya dicho eso. No pude. Así que nos separamos.
Y usted, ¿se perdonó?
Con el tiempo comprendí que todo lo que hice fue sobrevivir. Me atreví a vivir. Me enojé con mi padre, pero también llegué a comprenderlo y a perdonarlo.
En noviembre de 1947 se mudó a Nueva York. Tenía 22 años cuando cruzó el océano dispuesta a rearmar su vida. Trabajó como bailarina y más tarde se unió al Ringling Brothers Circus. Luego se instaló en Baltimore, donde conoció a Martin Rodbell (en 1994, ganó el premio Nobel de Medicina). Se casaron en 1950 y tuvieron cuatro hijos: "Dos por mí y dos por mi hermana", confiesa.
Los pisos de madera del Centro Ana Frank rechinan ante sus pisadas. Se detiene. Un placard sirve de puerta. Barbara lo atraviesa y se sumerge en la recreación de la casa donde Ana y otras siete personas estuvieron escondidas. Toca las paredes. Se detiene en cada foto, en cada póster que muestra las caras de las estrellas de Hollywood de aquella época. "Sólo me decidí a vivir", insiste, con la mirada perdida en el tiempo..