miércoles, 12 de marzo de 2014

Gurruchaga entre Izmir y Sefarad Por Carlos Szwarcer. Segunda parte.


El periodista e investigador Carlos Szwarcer, nos ha cedido gentilmente este artículo que fue publicado en la revista cultural Raíces Nº 62, Sefarad Editores, Madrid, España, correspondiente a marzo de 2005.

A continuación la segunda parte.

La calle Gurruchaga de ayer

Esta calle del corazón geográfico de Buenos Aires fue denominada durante el último cuarto del siglo XIX: 46 A, Segurola, Segunda Serrano y finalmente, por ordenanza del año 1887 y hasta la actualidad, Gurruchaga; recibe su nombre en recuerdo de Francisco de Gurruchaga (1766-1846), jurisconsulto, organizador de la primera escuadra argentina y diputado.

Escenario de las transformaciones iniciales del barrio y uno de sus ejes principales en el desarrollo del mismo, esta calle cumplió un papel sustancial: como partícipe del núcleo fundacional –sobre ella y sus proximidades se instalaron la Fábrica Nacional de Calzado (1888), la Iglesia San Bernardo, cuya primitiva capilla fue habilitada en 1896, la curtiembre La Federal (1901), una plaza– y en una segunda etapa, como hito de una gran diversidad cultural que devino en una dinámica y respetuosa relación entre criollos e inmigrantes; entre estos últimos los llegados del Mediterráneo Oriental le dieron al lugar características particulares, convirtiéndolo en epicentro judeo-español. 

Como hemos dicho, a los primeros pobladores se le agregaron tempranamente los judíos asquenazíes y a comienzos del siglo xx fueron apareciendo sus hermanos de religión, los sefaradíes: “El té con limón, el cortado en vaso o la grapa se consumían a la espera de los ‘varenikes’ del mediodía. La nostalgia de Varsovia quedaba así, un poco más disipada. Si Corrientes (ex Triunvirato), era la calle que nucleaba a los ashkenazíes, Gurruchaga se hizo famosa porque en ella asentó sus lares la inmigración sefaradí de habla castellana...” quedando transformada “en un colorido sainete de Vacarezza”(5). 

En verdad, la armonía entre las distintas colectividades fue un hecho común recordado por muchos testimonios que confirman el buen trato entre ellas. Compartían algunos momentos del día en comedores y patios, cumpleaños e inclusive fiestas religiosas; así los judíos invitaban a sus mesas a vecinos cristianos y viceversa (6). No era extraña pues la presencia de sefaradíes en casamientos, bautismos o comuniones ni la de “gentiles” en los Berit-Milá, Bar-Mitzvá o durante la lectura de la Ketubá. Los niños correteaban y jugaban por las veredas y los adolescentes se reunían y compartían aventuras, sin importarles demasiado a los padres del vecindario la condición social o la fe religiosa de los amigos de sus hijos. Reafirmando esta relación amistosa un descendiente de un pionero sefaradí recuerda que su abuelo, conspicuo integrante de dicha comunidad villacrespense, en los primeros años del siglo pasado se acercaba periódicamente hasta la Iglesia San Bernardo para encontrarse con el párroco, con el que cambiaban opiniones sobre versículos del Antiguo Testamento, en un franco y ameno diálogo entre diferentes credos. 

A pesar de la gran cantidad de testimonios en sintonía con la percepción de un pasado ideal, con sobrados visos de realidad, sería absurdo suponer que las relaciones sociales se dieran en un permanente “lecho de rosas”. De hecho, algunas actitudes de recelo, desconfianza, prejuicio o discriminación aparecieron esporádicamente entre las distintas comunidades del barrio; representaban resabios de substratos culturales apegados a diversos imaginarios colectivos, pero esos casos aislados no llegaron a tener entidad suficiente como para inquietar lo que pareció ser una regla general, moralmente aún más elevada que la tolerancia: la aceptación del otro, del diferente. 

Las primeras ceremonias religiosas sefaradíes se realizaron en un incómodo altillo, hasta que en 1914 fundaron el primer templo sefaradí del barrio en una sala del inquilinato de Gurruchaga Nº 421: el “Kahal Kadosh y Talmud Torá La Hermandad Sefaradí”, lo que favoreció la concentración de los nuevos contingentes de iguales tradiciones. Asimismo, a fines de esa década, se compraron a pocos metros, sobre la calle transversal, Camargo, terrenos que a posteriori servirían para la construcción del Gran Templo Sefaradí y de un dispensario.

Movimiento, variedad, aromas, voces y melodías convirtieron a Gurruchaga en un remedo pintoresco de una calleja de Esmirna. Los relatos de sus antiguos moradores la evocan como “peatonal, una feria, un mercado persa” donde “la gente iba de aquí para allá”, “en paz, sin odios”. Fue paso ineludible de los vendedores ambulantes que acaparaban sus veredas con sus “tavás” y “pailones” (7) desbordantes de comidas típicas (baclavá, kadaif, reshas, mulupitas, boios, burekitas, sham malí) (8), canastas con semillas de girasol o zapallo, almendras saladas o los braseros para asar las castañas, todo ello como parte de un exótico paisaje para quien fuera ajeno al barrio. El vendedor de yogurt casero zigzagueaba con su bandejón entre el gentío camino a su clientela de los inquilinatos, cruzándose con el zapatero remendón que cargaba su caja de herramientas sobre la espalda. Los cuénteniks –vendedores domiciliarios a plazos–llevaban medio encorvados sus mercancías (bultos de ropa, sábanas, colchones y los más variados enseres) y los carros tirados por caballos arrimaban sus ruedas de madera a los cordones para ofrecer sandías y melones. Viejas y matronas seguían los movimientos desde las ventanas o sentadas en sus pequeños banquitos en la vereda, escudriñaban a sus “hiyos” que correteaban o jugaban al fútbol con una cáscara de  mandarina reseca y enroscada. En Gurruchaga se daba esta mezcolanza donde la exaltación de la vida adquiría su máxima expresión (9).

Entre los cafés que florecieron a la vera de su adoquinado se mencionan el Franco, el Oriente, el de Danón, pero el que dejó la más profunda de las huellas en la memoria colectiva fue el mágico y mítico Café y Bar Izmir, en el Nº 432. Este local abierto en los años ’30 fue el más popular por su ambiente, comidas y festivas “nochadas” en los tiempos en que su anfitrión fuera Don Rafael “Alejandro” Alboger, sefaradí, oriundo de Izmir, quien lo regenteó durante su esplendor, desde 1940 hasta 1965, cuando fallece; a partir de entonces permanecieron al frente del mismo sus yernos, hasta fines de esa  década.
Los habitués, varones sefaradíes-izmirlíes, en su mayoría, se entretenían allí jugando a las cartas (loba o pastra), el table (similar al backgamon), charlaban entre ellos y con griegos y armenios, tanto en djudezmo como en turco (idioma en común dentro del Imperio Otomano), todos ellos se solazaban en esta fascinante Babel –alquimia sorprendente vertida en las entrañas de Buenos Aires– al ritmo de la orquesta oriental y ante las sinuosas curvas de las odaliscas que danzaban al son de los chiftetellis (10), entre el humo del tabaco y de los shishes (11), el mezé (12)  y el rakí (13).

Mientras, en los zaguanes, patios y habitaciones de los inquilinatos existía otro universo: el familiar, en el que la imagen de Sefarad se hacía más evidente. En sus cuartos, patios y cocinas reinaban las “muyeres”. La doctora Eleonora Noga Alberti, musicóloga y estudiosa de la cultura sefaradí, nos comenta al respecto: “... como contrapartida (las mujeres sefaradíes) se reunían entre ellas y cantaban. Puede ser ese uno de los motivos por los que se conservó tan bien gran parte de la tradición. Cantaban entre ellas, en la cocina, al hacer las tareas hogareñas o para entretenerse... como los hombres salían y ellas estaban con los hijos, la mujer estaba más relacionada con ‘el romancero’; es la que mejor lo conservó, tanto las marroquíes, griegas o turcas... todas las mujeres tenían, a pesar de la imagen que a veces se hace de ellas, mucha vitalidad, una gran fuerza interior... En general el repertorio está muy ligado al ciclo de la vida, desde la parición –hay cantos para la mujer que ha dado a luz- hasta la muerte” (14).

Los dichos y refranes tan ligados también a Sefarad eran repetidos casi como un ritual, y referidos a las cosas más sencillas y cotidianas se conservaron con devoción. Pero no fue sencillo mantener el idioma medieval, que ya había recibido, además del hebreo, los aportes lingüísticos de cada región en la que estuvieron los sefaradíes. Por otra parte, el djudezmo, la lengua madre, poco alejado del castellano moderno hablado por la sociedad porteña, si bien tuvo inicialmente un importante carácter “integrador” con la vecindad, dentro de un contexto que poco lugar daba al aislamiento, las nuevas generaciones no lo fortalecieron, aunque no se perdería por completo. 

Quien más quien menos mantuvo, al menos parcialmente, las voces de sus antepasados.
Es preciso señalar aquí que ancianos sefaradíes del barrio y, lo que es más sugestivo, sus hijos y nietos, manifiestan una especial atracción por España. Sin desconocer o negar hechos traumáticos como, por ejemplo, los acaecidos en 1391 o 1492, la imagen idealizada de Sefarad, recurrente en los informantes, aparece como una suerte de etapa dorada o Paraíso Perdido en un tiempo remoto. El gusto por lo español se manifestó no solamente en los estilos o modismos con reminiscencias medievales sino en la atracción por el arte español contemporáneo. Numerosos sefaradíes escuchaban junto a vecinos españoles programas radiales de esta colectividad, cantaban y bailaban las canciones hispanas de moda, cantejondos, cuplés, etc. que traían los artistas peninsulares llegados a Buenos Aires. El idioma, seguramente, es una de las claves para entender la relación tan singular que une al sefaradí con lo español, es decir, a aquellos judíos que llevan también en su ser el habla de Cervantes. Ya el poeta Miguel de Unamuno aseguraba: “La sangre de mi espíritu es mi lengua, y mi patria es allí donde resuene soberano su verbo... ”(15). Además, es significativo que descendientes de los sefaradíes confiesen que al pisar por primera vez tierras españolas han sentido “algo difícil de expresar”..., “llegar a España es como volver a casa”. Estas experiencias tienen un fuerte contenido simbólico y de identidad. La idea del “retorno” a un lugar donde en realidad nunca se estuvo es parte de la maravillosa riqueza del patrimonio cultural intangible que nos ha llegado desde un tiempo tan lejano gracias al resguardo sistemático de la tradición y su transferencia generacional.

No cabe duda que a partir del exilio iniciado a fines del siglo xv los sefaradíes guardaron en sus corazones enormes “fragmentos” del espíritu español, atesorados como reliquias en sus nuevos hogares, y cada generación les sacó lustre rememorando una España ya inexistente, como si la hubieran conocido, como si hiciera un mes de la partida y no siglos. Pasaron cientos y cientos de calendarios y esos “fragmentos”, parte del complejo rompecabezas que constituye la esencia de esta comunidad, fueron protegidos, aun inconscientemente, lo más que se pudo de todo tiempo y lugar. Y si el sefaradí pudo vivir en condiciones favorables dentro del Imperio Otomano, establecerse en forma permanente en sus ciudades, incorporar términos regionales en su viejo  castellano, agregar otras exquisitas comidas a su cocina y sensuales músicas orientales en salones y bares, cinco siglos después parece casi un milagro que también perduraran tantos matices españoles –vía Mediterráneo Oriental– en las casas y habitaciones de los inquilinatos de la calle Gurruchaga. De los peculiares ámbitos construidos por los sefaradíes hispano-parlantes en tantos lugares donde vivieron, es menester no olvidar que había una vez... (y esto no es un cuento) una calle llamada Gurruchaga, la “sefaradí-izmirlí”, donde un doble espejo reflejaba la imagen de Turquía, la del Karatash (16) de Esmirna, y la de las aljamas españolas, lejano resplandor de la eterna Sefarad. 

Notas


5 Kamenszain, Tamara. “Los Barrios Judíos”, Revista Plural. Nº20-21-22. Buenos Aires. 1979.
6 Szwarcer, Carlos. “Hechizo Sefaradí”, Los Muestros Nº 54. Bruselas. Bélgica. 2004.
7 Recipientes (djudezmo).
8 Ver: Shaul, Moshe y otros. “El guizado sefardí”, Rechetas de Komidas Sefardis. Ed. Iber Caja.1995.
9 Szwarcer, Carlos. “El Café Izmir”, Todo es Historia Nº 422, Setiembre de 2002, Buenos Aires.
10 Música rítmica y sensual (bailada en el Mediterráneo Oriental).
11 Trozos de hígado o carne de cordero, al plato o en sándwich, asado al carbón.
12 Especie de aperitivo servido en pequeños platos: huevo jaminado (duro), queso blanco de cabra, aceitunas, pescado frito, pepino, etc.
13 Anís seco. A veces se le agregaban gotas de agua, quedando de aspecto lechoso, o cenizas de       cigarros, para hacerlo de sabor más fuerte.
14 Fragmento de una entrevista del autor a la Dra. Eleonora Noga Alberti. Buenos Aires. Enero de 2003.
15 Unamuno, Miguel de. Fragmento del poema “La Sangre de mi Espíritu”.
16 Barrio judío de la ciudad de Esmirna.

Carlos Szwarcer
Publicado en: Raíces Nº 62. Año XIX. Marzo de 2005. Sefarad Editores. Madrid, España.