Engaño criminal: el nazi holandés que prometió proteger a
los judíos, les robó sus bienes y los mandó a las cámaras de gas
No sólo se salvó de la condena: huyó a la Argentina, se hizo
amigo de Juan y Eva Perón y colaboró con sus servicios secretos
Por Alfredo Serra 21 de enero de 2018
Especial para Infobae
Si nos fueran dados la maravilla y la crueldad del Aleph,
ese punto que según el cuento de Borges está en un escalón de una desvencijada
casa de la calle Garay, y contiene todos los puntos, seres y objetos del
universo –hasta cada grano de arena de cada desierto–, podríamos, en el espacio
dedicado al Mal Absoluto, aterrarnos con Hitler, los nazis, su
Tercer Reich y su plan de La Solución Final: el exterminio de todos los judíos
de Europa, y más tarde, del entero mundo.
El diabólico proyecto llevó a su desiderátum las
proverbiales eficacia y eficiencia alemanas. Los judíos eran capturados,
despojados de todos sus bienes, enviados a los campos de exterminio, y después
de hacerlos trabajar hasta la extenuación con poca comida y mucho látigo,
asesinados en las cámaras de gas y convertidos sus cuerpos en materia prima
rentable: carne, grasa, huesos, oro de los dientes postizos…
No alcanzarían los nueve círculos de Dante, de su Divina
Comedia, para el castigo eterno de los creadores y ejecutores de esa
maquinaria.
Sin embargo, believe it or not, un
personaje fue aún peor que el peor de esa factoría de degradación, dolor y
muerte.
Su nombre: Andreas Riphagen. Su
sobrenombre: Dries. Su nacionalidad: Holandés, nacido en Amsterdam
el 7 de septiembre de 1909.
Undécimo hijo de padre alcohólico y de madre muerta antes de
los cinco años de Andreas, fue un adolescente difícil, un díscolo cadete de la
marina, un inmigrante ilegal en los Estados Unidos aprendiendo, entre otros
oficios, el de matón a sueldo, y eligiendo como ídolo y modelo a Al
Capone…
Y de vuelta en Holanda, a sus 18 años, antisemita,
proxeneta, ladrón de autos y de joyas(sus pasiones…), estricto personaje de
los bajos fondos, vio un nuevo amanecer cuando, en 1940, las hordas nazis
ocuparon su país.
No tardó en jurar fidelidad al invasor y –a fuerza de
delaciones y otras canalladas–, entrar en la temible y elitista SD
(Sicherheitsdienst), servicio de seguridad alemán que operaba como apoyo de las
SS, la más feroz de las fuerzas de choque del nazismo.
Pero aún faltaba la última –o penúltima– vuelta de tuerca…
Durante la requisa de una casa cuya familia escondía a
Esther Schaap, judía, cuyo marido ya había sido deportado, Riphagen descubrió
que la mujer ocultaba en su pelo una bolsita con diamantes. Un
mínimo y dudoso reaseguro de las familias judías como vaga esperanza de eludir
su muerte y comprar su fuga al mundo todavía libre… Diamantes, anillos,
collares, relojes, muchos de valor más sentimental que material, y frágiles
esperanzas… Y en ese instante, ante la bolsita y algunos diamantes que cayeron
al suelo, los ojos de Riphagen brillaron más que esas piedras.
Educado y casi dulce ante el terror y el temblor de la
mujer, le dijo "Yo puedo ayudarla".
Fue su Sésamo, ábrete… El principio de un negocio que
superaba en crueldad y cinismo a la habitual rutina de la Solución Final
ordenada por Hitler y urdida por Adolf Eichman contra el pueblo judío.
Ante el estupor y la desconfianza de Esther, que le preguntó
cómo y por qué quería y podía ayudarla a escapar del tiro en la nuca, el rito
aplicado a quienes escondían bienes, Riphagen inventó una historia conmovedora:
–Trabajo con los nazis, pero estuve casado con una judía… ¡y no pude salvarla! Eso me decidió a ayudarla. Y no sólo a usted…
La trampa fue de alta, altísima perversión. Anticipo
de la célebre estafa urdida por el italiano Carlo Ponzi (1882–1949):
la pirámide financiera de estrepitoso final que imitó con igual destino el
norteamericano Bernard Madoff, hoy de 79 años, y condenado a un
siglo y medio de cárcel…
La incauta y luego desdichada Esther Schaap, previo pago de
unos pocos diamantes, lograría protección y casa hasta el fin de la guerra, y
debía presentarle a Riphagen, para el mismo fin, otras familias judías que,
siempre con previo pago, estarían a salvo y bajo techo… en casas vacías y
amuebladas ya incautadas por los nazis, y cuyos habitantes sufrían o habían
muerto en los campos cuyo mayor y más atroz modelo fue Auschwitz.
Para que el negocio pareciera aún más serio y
confiable, Riphagen se hacía fotografiar con las familias protegidas, y
les entregaba recibos por los valores entregados… que les serían devueltos al
acabar la pesadilla bélica. Y por si fuera poco, el espantoso
benefactor solía tomar el té con todos ellos…
Entretanto y usando lo contrario, la extorsión y la
amenaza de pena de muerte, logró que Bette Wery, una joven mujer que
militaba en la resistencia antinazi, entregara a sus compañeros a cambio de que
Riphagen no ordenara matar a su familia, refugiada en Polonia…
Ya cerca del fin de la guerra, Riphagen le puso el broche
trágico a su plan. Mientras en un banco de Luxemburgo sus cajas de seguridad
apenas podían contener tantas joyas y rollos de dinero, en un coupe de
foudre, un rayo, delató a todos sus judíos protegidos –tenía sus
nombres y sus fotos– y los mandó a morir en las cámaras de gas.
Y ante los primeros cañonazos aliados, huyó de modo
novelesco: abandonó Amsterdam oculto en el ataúd de un coche fúnebre, un ex
agente secreto, Frits Kerkhoven, lo ayudó a pasar a Bélgica, y en bicicleta por
una de las rattenlinien (las Rutas de las Ratas por la que muchos criminales
huyeron de Europa a Sudamérica), este doble Judas llegó a España.
Preso por no tener documentos, Kerkhoven vuelve a ayudarlo.
Le compra ropa, le consigue documentos falsos, y unos diamantes escondidos en
los tacos de sus zapatos completan la fuga: el siniestro Riphagen llega
–¡oh casualidad!– a la Argentina, no tarda en acercarse y ganar la amistad
de Juan y Eva Perón, y más aún: como tantos de los criminales de
guerra amparados bajo la bandera azul y blanca y el escudo peronista, fue
un factótum para organizar los servicios secretos del peronismo. Por
ejemplo, la siniestra Sección Especial, donde volvió a funcionar la
picana eléctrica creada por el execrable hijo del poeta fascista Leopoldo
Lugones, y donde verdugos como el comisario Cipriano Lombilla, y los oficiales
José González, José Faustino Amoresano y Salomón Wasserman molían a golpes
–eléctricos o de puño– a los contreras nombre genérico de todo
antiperonista. Golpes que, por supuesto, violaban las reglas
establecidas para ese deporte por John Douglas, noveno marqués de Queensberry y
padre de lord Alfred, amante, dicha y desdicha de Oscar Wilde.
Entre otros intelectuales, uno de los atormentados en la
Sección Especial fue el historiador Félix Luna.
Según una anécdota que ya es leyenda, Luna le
dijo a Perón:
– En su gobierno hay torturadores, general.
– Por favor, Luna, no macanee… ¿A quién torturaron?
– A mí, general.
En 1988 llegó al país un pedido internacional de captura
para Riphagen. Demasiado tarde. En 1977, a sus 63 años, murió de cáncer
en una clínica de Suiza.
Post scriptum. Un día de 1953 la Sección Especial –o tres
de sus esbirros, por lo menos– llegó a mi casa. Fui testigo lúcido, no un
niñito bobo: tenía 14 años y cursaba el tercer ciclo del secundario. Por leer
"de corrido" a los cuatro años se acortó mi ciclo primario… Los
hombres se parecían a los burdos y amenazantes dioses que Borges describe en su
brillante pieza Ragnarök, de su deslumbrante libro El
Hacedor. Cito: "El lugar era la Facultad de Filosofía y Letras (…)
Elegíamos autoridades (…) Bruscamente nos aturdió un clamor de manifestación o
de murga. Alaridos humanos y animales llegaban desde el Bajo. Una voz gritó:
¡Ahí vienen! Y después ¡Los Dioses! ¡Los Dioses! Cuatro o cinco sujetos
salieron de la turba y ocuparon la tarima del Aula Magna. Uno sostenía una rama
(…) Otro extendía una mano que era una garra (…) Todo empezó por la sospecha
(tal vez exagerada) de que los Dioses no sabían hablar (…) Frente muy bajas,
dentaduras amarillas, bigotes ralos de mulato o de chino y belfos bestiales
publicaban la degeneración de la estirpe olímpica. Sus prendas no correspondían
a una pobreza decorosa y decente sino al lujo malevo de los garitos y de los lupanares
del Bajo. En un ojal sangraba un clavel; en un saco ajustado se adivinaba el
bulto de una daga. Bruscamente sentimos que jugaban su última carta, que eran
taimados, ignorantes y crueles como viejos animales de presa y que, si nos
dejábamos ganar por el miedo o la lástima, acabarían por destruirnos.
Sacamos los pesados revólveres ( de pronto hubo revólveres en el sueño) y alegremente dimos muerte a los dioses".
Sacamos los pesados revólveres ( de pronto hubo revólveres en el sueño) y alegremente dimos muerte a los dioses".
Hombres como esos preguntaron por mi abuelo Justo, obrero
ferroviario, y le dijeron que el gobierno peronista sufría muchas amenazas y
conspiraciones, y que por eso recurrían a vecinos antiguos y respetables: para
que delataran cualquier reunión o cosa rara que descubrieran en el barrio
(Núñez, para más datos). Mi abuelo no necesitó que de pronto hubiera revólveres
en el sueño. Entró a su pieza, sacó de su caja de cedro el Orbea de cinco tiros
que trajo desde Aragón en su atadito de inmigrante, y apenas vieron relucir su
caño cromado… ¡los dioses huyeron como ratas!
Por estas y muchas cosas ni siquiera vale la pena
preguntarse porqué ese gobierno protegió a criminales nazis. O porqué fueron
sus amigos y guardaespaldas otros atroces alemanes y croatas. O porqué fueron
protegidos por el peronismo y vivieron a sus anchas nazis como Adolf Eichmann,
Walter Kutschmann, Edward Roschmann y hasta estuvieron de paso, y con
documentos legales entregados por el peronismo, monstruos como Klaus Barbie y
Josef Mengele. O porqué, en mis primeros años de periodismo, colegas que me
doblaban en edad se reían cuando yo, o algún otro joven, mencionaban ese primer
e histórico encuentro de Perón y Eva en el verano del 44, Luna Park, festival
para lograr fondos de ayuda a las víctimas del terremoto de San Juan. Recuerdo
las exactas palabras de uno de ellos, que acompañó a Perón en casi todo su
periplo madrileño:
–Pibe, ésa es la estampita… Perón y Eva se conocieron antes en la embajada alemana en Buenos Aires. Tenían mucho que ver con esa gente. Negocios, ¿sabés?…
–Pibe, ésa es la estampita… Perón y Eva se conocieron antes en la embajada alemana en Buenos Aires. Tenían mucho que ver con esa gente. Negocios, ¿sabés?…