Memoria
La niña judía que fue salvada del Holocausto
por una mujer católica
Hélène Gutkowski nació en París en 1940. Hoy, en la Argentina, esta
socióloga recopila historias similares a la suya y las ha reunido en un libro
conmovedor.
Hélène Gutkowski fue entregada por sus padres para salvarla del horror de los nazis./F. De la Orden. |
25/08/2019 - 0:07
Arriba
de la mesa hay un álbum de fotos de esos que protegen las imágenes con un
vinilo adhesivo. Hélène lo levanta con cuidado, pasa las páginas y señala. Se
señala: enterito a cuadros, camiseta blanca de mangas largas, zapatitos
blancos. Su padre la tiene abrazada: el delantal de carnicero
impecable. Al otro lado, un joven muy flaco de pantalones cortos, su hermano
Hersz. La tristeza le roba la cara.
Hélène con Madame Bruno, la mujer católica que la cuidó y la mantuvo a salvo del Holocausto. |
“Esto es en el ‘46 –dice Hélène Gutkowski
en un castellano perfecto que no pierde ese dejo gutural, francés, de
su origen–. Es el momento en el que mi papá pudo recuperar su carnicería
que había perdido en el proceso de arianización de los
negocios judíos. Había sido ‘comprada’ por franceses de manera ilegal si uno
toma como referencia la ley antes de la invasión alemana. Estas ‘ventas’, que
hacían los comisarios gerentes, sólo eran legales a ojos del invasor y
de los franceses que se beneficiaban de la legislación nazi.” La carnicería
está pelada. En la foto se ve la persiana abierta, las columnas labradas, las
estanterías vacías. Arriba el cartel dice: M. Fontaine, el nombre
del “propietario” beneficiado por los alemanes luego de atestiguar que por sus
venas no corría sangre judía.
La
familia de Hélène fue la única de su edificio que se salvó de la gran
redada que hicieron los alemanes en 1942.
Esa
foto es un punto de referencia en la historia de Hélène. No hacía mucho que se
había reencontrado con su familia. Nacida en París en 1940, es una de las niñas
judías sobrevivientes de la Shoá gracias a que sus padres tomaron la
decisión más fuerte de sus vidas: dejarla al cuidado de una mujer católica,
en un pequeño pueblo francés, para no exponerla a los peligros de la
clandestinidad a los cuales ellos y su hijo de 11 años iban a exponerse al
intentar cruzar hacia la zona libre de Francia.
Hélène
tiene un objetivo: que experiencias como la de ella no queden en el olvido.
Para eso, en un trabajo titánico, entrevistó durante los últimos años a 29
niños y niñas que lograron sobrevivir a la Shoá en Francia y que hoy, ya
mayores, residen en la Argentina.
Los
primeros nueve testimonios están reunidos en el libro Querido país de
mi infancia, editado por Libros del Zorzal. Ahora, trabaja en el segundo
tomo, donde se enfrentará al desafío de contar el derrotero de 20 jóvenes más y
su propia historia.
“Yo no
sabía muy bien cómo había sido lo mío –cuenta–. Sabía que mis padres, en algún
momento de la Segunda Guerra, habían tenido que dejar su negocio y también el
departamento. No tenía las fechas, ni sabía por qué… Cuando me puse
a investigar encontré las listas de asistencia de la escuela a la que concurría
mi hermano, nueve años mayor que yo. En estas listas, veo que ingresó por
primera vez en el ‘37, salió en el ‘42, volvió a ingresar en el ‘44 y salió
definitivamente en el ‘45. Más claro que esto no puede ser: si él salió del
colegio en julio del '42 me confirma que nos fuimos de París por causa de la grande
rafle (gran redada), que tuvo lugar el 16 y 17 de julio de ese año.
Esa fue la fecha bisagra… Después tenía la duda de cuándo habíamos vuelto a
París. Yo pensaba que cuando terminó la Guerra, en mayo de 1945, pues no…
volvimos casi un año antes, porque la región de París fue liberada en agosto de
1944. Estos mismos documentos me lo confirman, porque mi hermano
vuelve a ingresar al colegio en octubre de 1944, quiere decir que salieron de
la casa que les sirvió como escondite cuando París fue liberada de la presencia
alemana...”
Así
funciona la memoria de Hélène: precisión en las fechas, en los lugares, en los
datos. Es que ese es su mayor desafío a la hora de enfrentarse a las historias
de los sobrevivientes. Pero también a su historia. Ella insiste en
aclarar que no quería contar su caso.Que ella era muy pequeña cuando le
tocó vivir la tragedia y por lo tanto no tenía recuerdos propios. Sí las
historias que se contaban en su casa y, una vez lanzada a la investigación, los
documentos y los testimonios que le ayudan a recomponer el pasado como si
fuera un rompecabezas con piezas de cristal: finas y frágiles.
Una niña escondida
Hélène
cuenta que su padre, al igual que la mayoría de los polacos judíos que habían
migrado a Francia en los años treinta, no dudó en alistarse como voluntario
para combatir en la Segunda Guerra en defensa de su nueva patria. Esos soldados
volvieron a casa luego de la capitulación del 24 de junio de 1940. “Demostraron
no ser cobardes, ya que quisieron luchar por Francia”, remarca Hélène, quien llegó
a la Argentina en 1961, trabajó como docente en la Alianza Francesa y luego
se graduó de socióloga.
La
Gran Redada de 1942 es el punto de inflexión de su historia. Hasta entonces las
razias apuntaban a los hombres de entre 18 y 45 años, fuertes. La excusa: la
necesidad de mano de obra, sobre todo en el campo, para abastecer de comida a
las tropas alemanas. Por eso, su papá se había ocultado en la casa de
un carnicero amigo, en Vellepinte, un pueblo pequeño a 20 kilómetros de
París. En esos días fatídicos de julio, la cosa cambió: los alemanes deportaban
de manera indiscriminada a hombres, mujeres y niños. Tenían los datos de dónde
vivían las familias judías. Las habían obligado a empadronarse y a portar una
estrella de David amarilla cosida a la ropa. Por eso, en la noche del 16 al 17
de julio fueron edificio por edificio, departamento por departamento,
llevándose por la fuerza a todos.
Hélène con sus padres y Marie Alice Dregrémont, la mujer que dio refugio al resto de la familia. |
Hélène,
apenas con dos años, junto a su madre y su hermano, hicieron silencio. Los recuerdos
familiares hablaban de que su hermano le tapó la boca para que no
emitiera sonido. Los gendarmes golpearon la puerta. La madre –en un gesto
increíble– decidió no abrir. La tensión de la espera. Los pasos que se alejan.
Hélène
no reconoció a sus padres cuando volvieron por ella. Recién al tocar un lunar
en cara de su padre pudo recordar.
“Ese
fue el primer milagro de nuestra salvación… Fuimos la única familia de ese
edificio que se salvó”, dice Hélène, y todavía hoy los ojos se le cristalizan
por la emoción.
Cuando
las cosas se tranquilizaron un poco, su madre se dio cuenta de que ya no podían
quedarse en París. Agarró a sus hijos y viajó a buscar a su marido.
Ahí, en Vellepinte, la familia reunida tomó la decisión de escapar cruzando la
línea que dividía a Francia entre el territorio dominado por los nazis y la
Francia libre. El viaje y el cruce no eran fáciles. La documentación los
delataba. También el acentoyiddish imposible de ocultar detrás de
un francés recién aprendido. Llevar a la niña con ellos era exponerla y
exponerse. Entonces la decisión: Hélène quedaría allí al cuidado de una
mujer católica.
“Ellos
tomaron la misma decisión que tomaron 60 mil familias judías de Francia: dejar
a sus hijos en manos de familias católicas o protestantes. Es el acto de amor
más sublime: visualizar lo que puede pasar y hacer tripa corazón, desprenderse
de un niño a pesar de todo el dolor y la incertidumbre que puede
provocar semejante decisión de parte de una madre o de un padre... Es como la
leyenda bíblica en la que dos mujeres se disputan la maternidad de un niño y el
Rey Salomón decide cortarlo a la mitad. La verdadera madre prefirió
entregarlo... Yo no sé si sería capaz de hacerlo. Admiro cada vez más a mis
padres y a esas personas que han tomado esa decisión.”
¿Conocían
a la familia que se quedó con usted?
Supongo
que no... A lo mejor el carnicero amigo de mi padre los conocía. Durante mucho
tiempo pensé que se trataba de una familia. Pero ahora hablo de Madame
Bruno, porque no me consta que haya habido un hombre. A lo mejor era
una mujer joven, su marido en la guerra: ya fuera en el frente o preso. Es
a este tipo de familias a las que se apuntaba desde las organizaciones judías
para que se quedaran con los chicos. A esas mujeres cuyo esposo estaba en el
frente o preso o muerto y ya no recibían el ingreso del sueldo de éste, les
venía muy bien aceptar cuidar un niño judío ya que recibían un pago mensual que
seguramente les ayudaba en parte a mantener también su hogar.
¿Quién
les pagaba?
Cuando
el trato era directo, como en el caso de mis padres, seguramente dejaron ellos
dinero. Hay familias que lo hicieron sin cobrar, por ejemplo el caso de Maurice
Ajzensztejn.
Hélène con su papá Joseph y su hermano Hersz en la carnicería recuperada. |
Hélène
refiere al testimonio que se cuenta en el capítulo tres de su libro. En 1940,
la familia de Maurice había llegado a Niort desde Sedan empujada por el Éxodo
ordenado por las autoridades.Lograron establecerse y prosperar.
Las
razias iban a terminar con todos los judíos. Los amigos le decían al padre de
Maurice que se fuera, que escapara con su familia. Pero él se negaba, decía que
él era francés, que no iban a hacerle nada. En octubre de 1942, a medianoche,
le tocaron la puerta. Dos hombres de negro le presentaron la orden de
arresto. La madre de Maurice alcanzó a salir al patio, gritó: “Salven a
mis hijos”.
Un
matrimonio de vecinos, Maxime y Edmée Rousseau, acudió en ayuda y se llevó a
Maurice y a su hermano. El padre de Maurice le entregó a Maxime Rousseau un
frasco con todas las joyas de su esposa para venderlas si era necesario. La
madre, golpeada por el impacto del terror, perdió la razón. Nunca más
pudo recuperarse. Los tíos fueron los que volvieron por los chicos en 1946.
“Fue
muy desgarrador para Maxime y Edmée, que ya habían hecho los primeros trámites
para adoptar a Maurice y Bernard, su hermano. También fue muy triste para los
chicos que los consideraban como sus verdaderos padres. Pero la ley estaba del
lado de la familia biológica y los chicos volvieron a vivir en Sedan. En cada
período de vacaciones, volvían a visitar a sus tonton y tata (tío
y tía en diminutivos afectuosos). Lo notable es que, cuando los chicos se
fueron con su tío biológico, Maxime le entregó el frasco de las joyas...
intacto.” Entre las historias familiares que recuerda Hélène, está la del día
que sus padres volvieron a Vellepinte para buscarla. Ella había pasado dos años
y un mes al cuidado de Madame Bruno, por lo que el rostro de sus familiares le
era totalmente ajeno. El llanto. La negación a querer volver con ellos.
Entonces, su padre le hizo acariciar un lunar que tenía en la cara y
eso desencadenó el recuerdo que había quedado guardado en la memoria
de esa niña que se había salvado de la barbarie.
El libro
“Somos
treinta sobrevivientes que, desde la lejana Argentina, dondenos hemos
establecido después de la Guerra o durante ella, hemos asumido el
compromiso, no sin temor ni vacilación, de volver juntos a nuestro pasado”,
dice la Introducción de Querido país de mi infancia (Libros
del Zorzal, 2019), y en la bajada de ese título queda sellada la firma de esa
primera persona del plural que Hélène utiliza para contarse: “Memorias
entrelazadas de niños que sobrevivieron en la Francia ocupada y emigraron a la
Argentina”.
¿Cuándo
se da esa emigración?
La
mayoría de ellos (Hélène señala la foto de los niños escondidos que ilustra la
tapa de su libro en la edición francesa) vinieron a la Argentina entre el ‘47 y
el ‘56, más o menos. En esa época, todavía los judíos no podíamos ingresar a la
Argentina. La mayoría lo logró clandestinamente, pasando por
Bolivia, por Paraguay, Uruguay. Otros llegaron durante la guerra.
¿Cómo
fue su caso?
El
caso mío y de mi familia fue distinto, no se planteó la idea de buscar un nuevo
país. Mis padres y mi hermano amaban Francia, a pesar de todo, y no se les
ocurrió emigrar nuevamente. Si yo vine a la Argentina es porque a los
20 años conocí a mi marido, que es el primo lejano de una prima mía. Fue a
Francia por trabajo y ahí nos conocimos y nos vinimos juntos a la Argentina en
1961.
¿Cómo
fue el trabajo para poder recopilar estas historias y llevarlas a un libro?
Me
apasiona la historia del pueblo judío. Este libro es el primero de los que he
hecho que trata de la época mía, del lugar en que viví, y de las circunstancias
que marcaron y sellaron mi devenir. Es apasionante lo que estoy haciendo; la
vida me llevó a hacerlo, no lo pensaba. Todos mis trabajos los hice con
grupos de gente mayor que han vivido las mismas circunstancias.
¿Cómo
es su método?
Nos
reunimos en mi casa; mi mesa de comedor nos recibe, nos reúne y nos nutre en
todo sentido. Armo el encuentro sobre un eje y los hago hablar. Todo el mundo
tiene derecho a opinar, a intervenir. Hay una empatía muy especial entre las
personas de un grupo así. Hay vivencias en común que se aprecian. Yo grabo.
Después saco lo esencial y lo vuelvo a traer a la mesa. Eso genera una nueva
discusión. Para este libro, somos treinta… ¡Eramos! Dos de mis compañeros se
fueron en julio y ocho más ya nos han dejado en distintos momentos de estos 10
años. Siento que el tiempo me corre, nos corre a todos, ya que somos
todas personas grandes. Para muchos de mis compañeros, este espacio no solo
los mantiene vivos, les levanta la autoestima, impide o alivia la depresión, Somos
ahora como una gran familia. Nos necesitamos.