salomon feldberg
Superó los experimentos nazis. "El que vive en el ayer, muere"
A
los 12 años, la vida de Salomón Feldberg cambió para siempre cuando los
nazis invadieron Polonia, el 1º de septiembre de 1939. Fue sometido a
los experimentos que los nazis realizaron en niños con el virus de la
hepatitis. Pasó por los campos de concentración de Auschwitz y
Sachsenhausen. Logró llegar al fin de la guerra gracias a la ayuda de un
grupo de prisioneros políticos. A algunos los volvió a ver. A los 83
años, reside en Buenos Aires, donde se casó, tuvo hijos y nietos.
Primero, los alemanes expropiaron la fábrica de calzado de su padre, luego su casa y, dos años después, los obligaron a dejar la ciudad y trasladarse a un gueto, en una cantera cercana a su pueblo, Bendzin. Ya sabían cuál iba a ser su destino, pero no cuándo. La hora les llegó el 23 de junio de 1943 y Feldberg lo recuerda 67 años más tarde. Este es su relato:
“El viaje fue corto. El tren paró en Birkenau, nos obligaron a bajar y separaron a las mujeres de los hombres. Tenía a mi madre y mi primita casi enfrente. Nos mirábamos a los ojos. En eso, aparecieron los camiones y los SS las empujaron hacia adentro. Me saludó con la mano y sentí que se había terminado el mundo. Estaba solo.
’Dieciocho niños y el padre de uno fuimos caminando hasta Auschwitz, donde dejamos la ropa, nos cortaron el pelo y tatuaron el brazo. Lo hacía un griego que nos dijo: ‘Son tan chiquitos, les voy a hacer numeritos pequeñitos’. Todavía no se había terminado el mundo, alguien nos iba a ayudar.
’Un día fuimos a la Oficina Política. De allí, sólo podías salvarte de casualidad. Pero ahí, firmamos un papel de traslado a otro campo. Tomamos un tren y nos dieron comida. Bajamos en Oranienburg, cerca de Berlín, y caminamos trece kilómetros hasta Sachsenhausen, donde nos entregaron en la comandancia del campo.
’Venía de vivir dos días como un ser humano y, de golpe, otra vez me asignaban un número: el 69.999. Nos llevaron hasta el hospital, nos metieron en el bloque 2, habitación 51. Cuando vimos el lugar, no entendíamos nada. ¿Qué es esto? ¿El paraíso? Teníamos un cuarto con camas de metal, sábanas, almohadas, colchones de paja, un ropero y un tacho para hacer de noche.
’El jefe del bloque, Bruno Leuschner, un preso político alemán, y Karspar Fromm, el encargado de repartir la comida, nos tomaron bajo su custodia y protección. Al día siguiente, aparecieron los dos médicos SS junto con dos presos: uno noruego, Sven Oftedal y uno ruso, Nicolai Romenenco. Estábamos encerrados en la pieza con un cartel que decía: ‘Cuarentena, no entrar’. Nos dijeron: ‘Mañana tienen que estar en ayunas’. Nos sacaron sangre.
’A las siete semanas, nos hicieron limpiar bien y apareció Heinz Baumkötter junto con Rudolf Horstmann (los jefes médicos de las SS), Oftedal, Bruno Meyer (otro preso político) y un oficial, y nos dijo: ‘Soy profesor de Medicina, los voy a cuidar mucho. No tengan miedo’. Estábamos temblando. Tontos no éramos. Nos revisó, miró las planillas y nos mandó a hacer otros estudios. Nos asignaron trabajos y sacaron la cuarentena.
’Pasaron dos meses y un día nos ordenan: ‘Mañana ni un vaso de agua’. Al día siguiente, apareció el doctor Arnold Dohmen, con otros dos médicos alemanes, Oftedal y Meyer, en nuestra habitación. Agarraron la mesa, pusieron un hule y empezó a sacar instrumentos, jeringas y ampollas rústicas. Los otros se pusieron delantales de hule y guantes. En eso, se les cayó un poquito de líquido al suelo y empezaron a gritar: ‘Traigan inmediatamente desinfectante’.
’Escuchamos que Oftedal le decía a Meyer: ‘Experimentos’. Dohmen nos fue seleccionado de a dos y nos inyectó esa sustancia por vía intravenosa, por sondas gástricas y rectales, y a un par les hizo una punción en el hígado. A mí, me tocó intramuscular. Limpiaron todo y desaparecieron.
’Al día siguiente, nos levantamos con ganas de vomitar, nos sentíamos mal. Apareció Oftendal, con el ruso y otro médico alemán, nos revisó, mandó a pedir remedios a la farmacia y le dijo a Zegarski que se encargara de suministrárnoslos. Luego, lo remplazó el noruego Per Roth, que nos cuidaba como si fuéramos sus propios chicos. Nos pusimos amarillos, estuvimos ocho días sin trabajar, enfermos.
’No sabíamos qué nos iba a pasar al día siguiente pero estábamos en una habitación seca y casi calefaccionada. La esperanza era vivir. Uno de los chicos hizo un calendario judío. Rezábamos, sin importar si éramos creyentes o no. Todos los viernes, nos poníamos con la cara al Oriente, algunos orábamos y otros, nada. Dos meses más tarde, nos ordenaron que no comiéramos ni tomáramos agua. Ahora, sabíamos lo que pasaba y pensamos que era el final.
’A la mañana, apareció Dohmen y se llevó a los dos chicos que les habían hecho la punción al Bloque 1, a la sala de operaciones. A nosotros, sólo nos revisó. Después, los trajeron de vuelta doloridos, todos vendados. Lentamente, se fueron recuperando.
’Se acercaba 1945 y Dohmen no volvió más. Ya estábamos bien, trabajábamos. En enero, vino un enfermero para atender a un grupo de personas y nos dijo que había llegado un transporte de Auschwitz. Le armamos una lista para que se fijara si encontraba a algún conocido. A los tres días, me trajo una carta de mi papá. Nos encontramos. Esos seis días fueron el paraíso, la esperanza. Pero había muy poco tiempo, porque estaba de tránsito y se iba para Buchenwald. Había que enfermarlo, que pensaran que tenía tifoidea, y se quedara. El ruso llamó al de la farmacia: ‘Que levante fiebre, pero fuerte’. Le hizo inyecciones de leche: 39 grados. No lo podíamos presentar. El día que se iba, lo trajeron y le metieron bencina: 43 grados. Una locura. Lo llevaron y le había bajado. Nos separamos y me dijo: ‘Me voy tranquilo, vas a sobrevivir, espero verte de nuevo. Sé con quién estás y lo que hacen por vos’. Cuando se estaba marchando, formaron el transporte y doblaron justo al lado del muro, a la entrada del hospital. Yo estaba parado atrás de la reja cerrada y miraba cómo iba retrocediendo en la fila, para quedar al final. Fue el último que subió. Nos despedimos y no nos vimos nunca más.
’Sobrevivió a la guerra y falleció por una gangrena luego de que le explotara una mina mientras se bañaba en un lago. No fue un accidente, se lo buscó. Ni mi madre ni mi padre se fueron nunca. Están desaparecidos, están ahí. ¿Dónde? No lo sé.
’Cuando llegó el tiempo de la disolución del campo, el miedo era atroz ya que a otras víctimas de experimentos los mataban porque se enfermaban mucho. Para abril de 1945, se sabía que se venía el ejército soviético y nos obligaron a formar grupos. Cada jefe de bloque tenía que armar uno de 500 a 800 personas para la marcha.
’Oftedal y Roth consiguieron, junto con Meyer, dividirnos de a tres en grupos distintos, porque si nos quedábamos juntos nos mataban. Se dieron cuenta de que así podíamos sobrevivir.
’Después de la guerra, un médico me dio una orden para hacerme una radiografía, porque transpiraba muchísimo, tosía. Tenía miedo de que fuera tuberculosis. No había nada. Cuando volví, me dijo: ‘Esto es cíclico. Si podés, salí de Alemania, éste es un cementerio, tratá de no vivir acá. ¿Tenés familiares que te pueden llamar? Era el salvador porque, al mes, llegó una carta de la Argentina de un primo de mi papá. Me vine en 1947, con una visa paraguaya. En 1953, conocí a mi mujer, al año siguiente nos casamos y luego nacieron nuestros dos hijos. Formé una familia y me inserté en la comunidad judía argentina, pero no me junté con los otros sobrevivientes.
’Un sabio dijo: ‘No hay que vivir en el ayer, sino en el presente y proyectarse al futuro’. El que vive en el ayer muere. El que entró a un campo de concentración no salió nunca más. Sentir eso no se puede evitar. Se pueden comprar pastillas para dormir, pero no hay ninguna para no soñar”.
El reencuentro con su salvador
Luego de la guerra los once sobrevivientes de los experimentos nazis se dispersaron por el mundo: Salomón Feldberg vino a la Argentina, otro a Perú, dos a los Estados Unidos, uno se quedó en Alemania y el resto a Israel. Sólo en 1994 volvió a verse personalmente con algunos de ellos durante un viaje que hizo a Tel Aviv. A Per Roth, su salvador, lo reencontró en 1990 cuando comenzó a escribirle e intercambiaron cartas, fotografías de sus familias, saludos para las fiestas. La posibilidad de volver a verse en persona se dio en 1995, cuando fue invitado por las autoridades del campo para conmemorar el 50 aniversario de su liberación en manos del ejército soviético, el 2 de mayo de 1945. Fue la primera vez que Feldberg retornó a Alemania después de la guerra, a pesar de que había realizado varios viajes a Europa por placer. Esta vez, había una razón más importante: estarían su amigo y salvador y otros tres compañeros después de tantos años. “No tenía nada que hacer en Alemania o Polonia, pero tenía que verlo a Per Roth”, afirma. La emoción fue instantánea ya que apenas traspasó la puerta del campo de Sachsenhausen lo vio a lo lejos conversando junto a su mujer y a otro grupo de noruegos que también habían sobrevivido a los nazis. Lo reconoció al instante por las fotos que le había enviado a lo largo de esos años. Se acercó lentamente con su esposa para sorprenderlo y le tocó la espalda. “Se dio vuelta y gritó: ‘Sálomon’. Ese Sálomon me quedó para toda mi vida. Ese fue el premio. Fue lo máximo. Fue nuevamente un redentor. Mi redentor”, concluye Feldberg.
Por Hernán Dobry
Primero, los alemanes expropiaron la fábrica de calzado de su padre, luego su casa y, dos años después, los obligaron a dejar la ciudad y trasladarse a un gueto, en una cantera cercana a su pueblo, Bendzin. Ya sabían cuál iba a ser su destino, pero no cuándo. La hora les llegó el 23 de junio de 1943 y Feldberg lo recuerda 67 años más tarde. Este es su relato:
“El viaje fue corto. El tren paró en Birkenau, nos obligaron a bajar y separaron a las mujeres de los hombres. Tenía a mi madre y mi primita casi enfrente. Nos mirábamos a los ojos. En eso, aparecieron los camiones y los SS las empujaron hacia adentro. Me saludó con la mano y sentí que se había terminado el mundo. Estaba solo.
’Dieciocho niños y el padre de uno fuimos caminando hasta Auschwitz, donde dejamos la ropa, nos cortaron el pelo y tatuaron el brazo. Lo hacía un griego que nos dijo: ‘Son tan chiquitos, les voy a hacer numeritos pequeñitos’. Todavía no se había terminado el mundo, alguien nos iba a ayudar.
’Un día fuimos a la Oficina Política. De allí, sólo podías salvarte de casualidad. Pero ahí, firmamos un papel de traslado a otro campo. Tomamos un tren y nos dieron comida. Bajamos en Oranienburg, cerca de Berlín, y caminamos trece kilómetros hasta Sachsenhausen, donde nos entregaron en la comandancia del campo.
’Venía de vivir dos días como un ser humano y, de golpe, otra vez me asignaban un número: el 69.999. Nos llevaron hasta el hospital, nos metieron en el bloque 2, habitación 51. Cuando vimos el lugar, no entendíamos nada. ¿Qué es esto? ¿El paraíso? Teníamos un cuarto con camas de metal, sábanas, almohadas, colchones de paja, un ropero y un tacho para hacer de noche.
’El jefe del bloque, Bruno Leuschner, un preso político alemán, y Karspar Fromm, el encargado de repartir la comida, nos tomaron bajo su custodia y protección. Al día siguiente, aparecieron los dos médicos SS junto con dos presos: uno noruego, Sven Oftedal y uno ruso, Nicolai Romenenco. Estábamos encerrados en la pieza con un cartel que decía: ‘Cuarentena, no entrar’. Nos dijeron: ‘Mañana tienen que estar en ayunas’. Nos sacaron sangre.
’A las siete semanas, nos hicieron limpiar bien y apareció Heinz Baumkötter junto con Rudolf Horstmann (los jefes médicos de las SS), Oftedal, Bruno Meyer (otro preso político) y un oficial, y nos dijo: ‘Soy profesor de Medicina, los voy a cuidar mucho. No tengan miedo’. Estábamos temblando. Tontos no éramos. Nos revisó, miró las planillas y nos mandó a hacer otros estudios. Nos asignaron trabajos y sacaron la cuarentena.
’Pasaron dos meses y un día nos ordenan: ‘Mañana ni un vaso de agua’. Al día siguiente, apareció el doctor Arnold Dohmen, con otros dos médicos alemanes, Oftedal y Meyer, en nuestra habitación. Agarraron la mesa, pusieron un hule y empezó a sacar instrumentos, jeringas y ampollas rústicas. Los otros se pusieron delantales de hule y guantes. En eso, se les cayó un poquito de líquido al suelo y empezaron a gritar: ‘Traigan inmediatamente desinfectante’.
’Escuchamos que Oftedal le decía a Meyer: ‘Experimentos’. Dohmen nos fue seleccionado de a dos y nos inyectó esa sustancia por vía intravenosa, por sondas gástricas y rectales, y a un par les hizo una punción en el hígado. A mí, me tocó intramuscular. Limpiaron todo y desaparecieron.
’Al día siguiente, nos levantamos con ganas de vomitar, nos sentíamos mal. Apareció Oftendal, con el ruso y otro médico alemán, nos revisó, mandó a pedir remedios a la farmacia y le dijo a Zegarski que se encargara de suministrárnoslos. Luego, lo remplazó el noruego Per Roth, que nos cuidaba como si fuéramos sus propios chicos. Nos pusimos amarillos, estuvimos ocho días sin trabajar, enfermos.
’No sabíamos qué nos iba a pasar al día siguiente pero estábamos en una habitación seca y casi calefaccionada. La esperanza era vivir. Uno de los chicos hizo un calendario judío. Rezábamos, sin importar si éramos creyentes o no. Todos los viernes, nos poníamos con la cara al Oriente, algunos orábamos y otros, nada. Dos meses más tarde, nos ordenaron que no comiéramos ni tomáramos agua. Ahora, sabíamos lo que pasaba y pensamos que era el final.
’A la mañana, apareció Dohmen y se llevó a los dos chicos que les habían hecho la punción al Bloque 1, a la sala de operaciones. A nosotros, sólo nos revisó. Después, los trajeron de vuelta doloridos, todos vendados. Lentamente, se fueron recuperando.
’Se acercaba 1945 y Dohmen no volvió más. Ya estábamos bien, trabajábamos. En enero, vino un enfermero para atender a un grupo de personas y nos dijo que había llegado un transporte de Auschwitz. Le armamos una lista para que se fijara si encontraba a algún conocido. A los tres días, me trajo una carta de mi papá. Nos encontramos. Esos seis días fueron el paraíso, la esperanza. Pero había muy poco tiempo, porque estaba de tránsito y se iba para Buchenwald. Había que enfermarlo, que pensaran que tenía tifoidea, y se quedara. El ruso llamó al de la farmacia: ‘Que levante fiebre, pero fuerte’. Le hizo inyecciones de leche: 39 grados. No lo podíamos presentar. El día que se iba, lo trajeron y le metieron bencina: 43 grados. Una locura. Lo llevaron y le había bajado. Nos separamos y me dijo: ‘Me voy tranquilo, vas a sobrevivir, espero verte de nuevo. Sé con quién estás y lo que hacen por vos’. Cuando se estaba marchando, formaron el transporte y doblaron justo al lado del muro, a la entrada del hospital. Yo estaba parado atrás de la reja cerrada y miraba cómo iba retrocediendo en la fila, para quedar al final. Fue el último que subió. Nos despedimos y no nos vimos nunca más.
’Sobrevivió a la guerra y falleció por una gangrena luego de que le explotara una mina mientras se bañaba en un lago. No fue un accidente, se lo buscó. Ni mi madre ni mi padre se fueron nunca. Están desaparecidos, están ahí. ¿Dónde? No lo sé.
’Cuando llegó el tiempo de la disolución del campo, el miedo era atroz ya que a otras víctimas de experimentos los mataban porque se enfermaban mucho. Para abril de 1945, se sabía que se venía el ejército soviético y nos obligaron a formar grupos. Cada jefe de bloque tenía que armar uno de 500 a 800 personas para la marcha.
’Oftedal y Roth consiguieron, junto con Meyer, dividirnos de a tres en grupos distintos, porque si nos quedábamos juntos nos mataban. Se dieron cuenta de que así podíamos sobrevivir.
’Después de la guerra, un médico me dio una orden para hacerme una radiografía, porque transpiraba muchísimo, tosía. Tenía miedo de que fuera tuberculosis. No había nada. Cuando volví, me dijo: ‘Esto es cíclico. Si podés, salí de Alemania, éste es un cementerio, tratá de no vivir acá. ¿Tenés familiares que te pueden llamar? Era el salvador porque, al mes, llegó una carta de la Argentina de un primo de mi papá. Me vine en 1947, con una visa paraguaya. En 1953, conocí a mi mujer, al año siguiente nos casamos y luego nacieron nuestros dos hijos. Formé una familia y me inserté en la comunidad judía argentina, pero no me junté con los otros sobrevivientes.
’Un sabio dijo: ‘No hay que vivir en el ayer, sino en el presente y proyectarse al futuro’. El que vive en el ayer muere. El que entró a un campo de concentración no salió nunca más. Sentir eso no se puede evitar. Se pueden comprar pastillas para dormir, pero no hay ninguna para no soñar”.
El reencuentro con su salvador
Luego de la guerra los once sobrevivientes de los experimentos nazis se dispersaron por el mundo: Salomón Feldberg vino a la Argentina, otro a Perú, dos a los Estados Unidos, uno se quedó en Alemania y el resto a Israel. Sólo en 1994 volvió a verse personalmente con algunos de ellos durante un viaje que hizo a Tel Aviv. A Per Roth, su salvador, lo reencontró en 1990 cuando comenzó a escribirle e intercambiaron cartas, fotografías de sus familias, saludos para las fiestas. La posibilidad de volver a verse en persona se dio en 1995, cuando fue invitado por las autoridades del campo para conmemorar el 50 aniversario de su liberación en manos del ejército soviético, el 2 de mayo de 1945. Fue la primera vez que Feldberg retornó a Alemania después de la guerra, a pesar de que había realizado varios viajes a Europa por placer. Esta vez, había una razón más importante: estarían su amigo y salvador y otros tres compañeros después de tantos años. “No tenía nada que hacer en Alemania o Polonia, pero tenía que verlo a Per Roth”, afirma. La emoción fue instantánea ya que apenas traspasó la puerta del campo de Sachsenhausen lo vio a lo lejos conversando junto a su mujer y a otro grupo de noruegos que también habían sobrevivido a los nazis. Lo reconoció al instante por las fotos que le había enviado a lo largo de esos años. Se acercó lentamente con su esposa para sorprenderlo y le tocó la espalda. “Se dio vuelta y gritó: ‘Sálomon’. Ese Sálomon me quedó para toda mi vida. Ese fue el premio. Fue lo máximo. Fue nuevamente un redentor. Mi redentor”, concluye Feldberg.
Por Hernán Dobry
Fuente: Diario Perfil 3/10/2010