El Diario Clarín, en su edición digital, publicó este artículo, firmado por Enzo Maqueira
Memoria del horror
Una sobreviviente de Auschwitz: "El olor de la carne
quemada me daba ganas de comer"
Hanka Dziubas Grzmot, polaca de 88 años, recuerda su paso
por un campo de concentración, el hambre inhumano, la sensación
atroz frente a los hornos crematorios.
Hoy Hanka vive en Villa Crespo. Su historia de sobriviviente del Holocausto está reflejada en el libro "Hanka 753", de Alejandro Parisi. / Ariel Grinberg. |
Voy a contar todo, pero no voy a hablar de mi padre porque
me pongo a llorar”, dice Hanka Dziubas Grzmot. La advertencia llega tarde: sus
labios están por contar cómo fue que un soldado nazi se lo arrancó de las manos
cuando ella apenas tenía nueve años. Cómo fue que le pegaron. Cómo lo subieron
a un camión y nunca más lo volvió a ver.
Los ojos celestes, brillantes, limpios de Hanka se
humedecen. Sin embargo a Hanka le hace bien contar lo que le tocó vivir.
“¿Qué siento? –pregunta y mira a Alejandro Parisi, el hombre que escribió su
historia–. ¿Qué siento?”. Alejandro intenta ayudarla a encontrar las palabras.
“Yo ya lo sé –dice–, pero que lo diga ella”. “Me siento mejor –se apura en
contestar Hanka–, porque cuando nos pasó esto y por fin fuimos liberados,
juramos que no íbamos a olvidar a nuestros muertos”.
“
Como la mujer lloraba, con la bota pisó a la criatura en la
cabeza hasta que lo mató. La madre se puso a gritar y besaba la bota donde
estaba la sangre de su hijo. El soldado sacó la bayoneta y la mató.
Hanka
Parisi escribió Hanka 753 (Editorial
Sudamericana) después de un año y medio de visitar a esta polaca sobreviviente
del Holocausto que hoy tiene 88 años y vive en el barrio porteño de
Villa Crespo. El departamento queda a pocos metros de la avenida Corrientes.
Está decorado con decenas de retratos de sus hijos, sus nietos, su marido León.
Plantas que casi tocan el techo. Una mesa redonda donde una empleada atenta
acaba de servir café con leche y budín casero.
Mientras Hanka se deja sacar fotos, el hombre que narró su
historia dice que lo más difícil de todo fue ordenar la información. Es
que Hanka recuerda a borbotones, salta del campo de concentración de Auschwitz
a un tren con olor a carbón y a excrementos, usa un español atravesado que
no alcanza a disimular los horrores que le arrebataron la infancia.
“Un día, en el ghetto de Lodz, vinieron soldados alemanes a
decir que las madres vistieran a los chicos con su mejor ropa, porque los iban
a llevar a un lugar para cuidarlos. Una vecina mía, casada hacía poco tiempo,
tenía un chico de un año. Era su primer hijo. ¿Qué madre podía entregar a su
hijo? Pero un soldado alemán se lo sacó de los brazos. Como la mujer
lloraba, con la bota pisó a la criatura en la cabeza hasta que lo mató. La
madre se puso a gritar y besaba la bota donde estaba la sangre de su hijo. El
soldado sacó la bayoneta y la mató.”
El hecho es apenas uno de las cientos de aberraciones que
Parisi refleja en su novela, que completa su trilogía sobre el Holocausto.
“En mis dos libros anteriores había aprendido que había que dejar que los
sobrevivientes contaran lo que tenían ganas y no lo que yo quería que contaran.
Una vez que terminé con las entrevistas a Hanka y organicé la información,
tardé dos meses y medio en escribir la historia. Cada determinada cantidad de
hojas le pasaba el borrador a ella. Luego lo leyó dos veces más. El
pacto fue que yo iba a respetar su memoria, y que si había algo que no le
gustaba, me lo tenía que decir. Por suerte eso no pasó. El equipo fue: ella
lo vivió, yo lo escribí.”
“
¨Por qué el mundo cayó en esa locura? ¿Por qué? Eran ganas
de matarnos y nada más. Cuando esos treinta y tres países se reunieron, la
respuesta fue que los judíos éramos ladrones y sucios. Hasta hoy no entiendo
tanto odio.
Hanka
"Ustedes conocen la historia? No, ¿qué van a saber!
–dice Hanka y hace un gesto con la mano–. Antes de la guerra, (el presidente
estadonidense) Roosevelt juntó a treinta y tres países para buscar una forma de
ayudar a los judíos, que ya eran perseguidos. Había pasado la Kristallnacht, la
noche de los cristales rotos, ¿Y qué hicieron? Nada”.
La Kristallnacht fue el primer signo de que los nazis
preparaban un plan macabro contra la comunidad judía. Ejecutado por seguidores
y fuerzas parapoliciales de Hitler, ocurrió entre el 9 y el 10 de noviembre de
1938 y dejó centenares de muertos, sinagogas quemadas, negocios saqueados y
treinta mil judíos prisioneros en los campos de concentración. “¿Por
qué el mundo cayó en esa locura? ¿Por qué? –Hanka mira hacia un punto fijo en
el ventanal del living–. Eran ganas de matarnos y nada más. Cuando esos treinta
y tres países se reunieron, la respuesta fue que los judíos éramos ladrones y
sucios. Hasta el día de hoy no entiendo por qué tanto odio”.
–Porque el mundo es así –dice Parisi.
–No, no –Hanka niega con la cabeza. La taza de café con
leche intacta entre sus manos.
–La humanidad es eso. En ese momento querían borrar del mapa
a los judíos.
–¿Pero por qué? ¿Qué daño les hicimos?
Tapa de "Hanka 753", novela de Alejandro Parisi basada en la vida de Hanka Dziubas Grzmot. |
Hanka dice que al principio nadie sabía muy bien qué pasaba.
Alejandro, que los judíos siempre se sintieron muy integrados a la sociedad
alemana, no así con los rusos, con quienes tenían más problemas: “Por eso la
sorpresa fue tan grande –explica–. La gente no creía lo que estaban haciendo
los nazis”.
Y Hanka recuerda: “Una noche, en un Año Nuevo,
dinamitaron un templo con la gente adentro. Quemaron todo: a los chicos, los
hombres, las mujeres, la Torá. Lo más sagrado que teníamos. El mundo recién
reaccionó cuando se vieron amenazados ellos. Rusia, Inglaterra y Estados
Unidos, recién en ese momento hicieron algo. Los bombardeos… ¡mamma
mía! No me quiero ni acordar. La tierra temblaba”.
En uno de esos bombardeos casi pierde la vida. Había sido
obligada a trabajar en una fábrica a cambio de un pedazo de pan que tenía que
repartir con sus dos hermanas. “Las mismas bombas de los aliados, que la
tenían que liberar, estuvieron a punto de matarla –cuenta Alejandro–.
Todavía tiene la esquirla de una bomba en la espalda”.
¿Cómo era la vida de la familia Dziubas antes de que los
nazis –y también los polacos que los apoyaban– se ensañaran con ellos? Mordejai
había enviudado y no había querido volver a casarse para no exponer a sus hijos
a una madrastra que quizás no los tratara como se merecían. Eran siete hermanos,
tres varones y cuatro mujeres.
El padre de Hanka trabajaba duro para que no faltara la
comida y mucho menos la educación. Su deseo era que sus hijos estudiaran y
tuvieran una vida próspera. Pero un día los expulsaron de su casa y los
confinaron al ghetto. Uno de sus hijos decidió escapar porque sabía que en
cualquier momento iban a llevárselo. Otro salió a visitar a una novia y nunca
más se supo de él. El tercero también desapareció.
Del hambre todavía se acuerda esta sobreviviente y dice que
es lo peor que lo tocó sufrir. Peor, incluso, que esperar su turno desnuda
frente a los hornos. "El olor a carne quemada me daba ganas de
comer".
Los ojos de Hanka se humedecen: “Un día mi papá volvía
del trabajo y justo pasó por un instituto de alemanes. Lo agarraron, lo
desnudaron, le cortaron media barba y el pelo, pusieron música y lo hicieron
bailar para ellos. Después de un rato lo tiraron a la calle. Era pleno
invierno. Se tuvo que vestir en la calle. Cuando llegó a casa llamó de abajo y
le pidió a mi hermana que le bajara un gorro. Mi otra hermana me dijo que me
fuera a dormir. ‘¿Y papá?’, pregunté. ‘Lo vas a ver mañana’, me contestaron.
Ellas me protegían para que yo no tuviera miedo. Cuando se lo llevaron,
mis hermanas me decían que ya iba a volver, que había ido a buscar comida”.
Alejandro dice que una de las cosas más difíciles de
escribir la novela fue la búsqueda de esa nena de nueve años que Hanka no pudo
ser, y de ese padre que todavía hoy extraña. “Fue difícil no tener protagonismo
como narrador, sino ser el instrumento de su memoria. Transmitir eso que ella
misma transmite. Yo no quería opinar sobre el Holocausto. Quería concentrarme
en esa historia que habla de un montón de teorías que se construyeron después,
una de diez millones de historias que muestran todo lo que después se dijo, se
justificó, sobre el nazismo. La presión de Hanka era ‘cuente sólo lo que le
pasó y vio’”.
Esta mujer que hoy luce un vestido oscuro y un living limpio
y ordenado, una cadenita dorada y una fuerza arrolladora, se animó a contar
después de muchos años de silencio. Su marido León, en cambio, fue
pionero en eso de entender que el relato de aquel horror era indispensable para
mantener encendida la llama de la memoria. La muerte de León llevó a Hanka a
tomar la decisión de continuar con su legado.
Del hambre todavía se acuerda esta sobreviviente y dice
que es lo peor que le tocó sufrir. Peor, incluso, que esperar su turno desnuda,
junto a cientos de mujeres, treinta y seis horas frente a los hornos: “El olor
a carne quemada me daba ganas de comer”. Dice también que ya no les
importaba vivir o morir, que querían terminar con el sufrimiento.
“
Los chicos del ghetto estaba atrapados en un sótano. No
tenían comida, luz ni aire. Cuando los alemanes llegaron para dinamitarlos, con
su propia sangre escribieron en la pared: No nos olviden. Y no los vamos a
olvidar.
Hanka
Las migas del budín sobre la mesa, bocinas que llegan desde
la avenida, un café con leche que Hanka dejó sin tocar. Setenta y dos
años después del fin de aquel infierno, el último recuerdo de esta mañana en
Villa Crespo será para los chicos del ghetto que resistieron hasta que no
pudieron más: “Estaban atrapados en un sótano. No tenían comida, luz ni
aire. Cuando los alemanes llegaron para dinamitarlos, con su propia sangre
escribieron en la pared: ‘No nos olviden’. Y no los vamos a olvidar”.