Raíces
Mundos íntimos. Viajé al pueblo de mi bisabuela a
encontrar un mundo perdido: toda su familia fue fusilada por los nazis
Lituania, lejana pero "conocida". Esta sensación
tuvo la autora en la zona donde habían vivido sus parientes. No queda nadie -en
la Segunda Guerra mataron a casi todos los judíos- pero percibió que algo la
aferraba a ese lugar.
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Búsqueda. En Lituania le dieron un libro con los nombres de la gente del pueblo. Allí hallaron muchos datos valiosos. Foto: Alfredo Martínez |
Maishiagala hasta hace unas semanas era blanco y negro, o
sepia. No podía imaginármela de otra manera. La había visto en algunas fotos
viejas. Pero poco a poco fue tomando color. Parece una pintura realista del
siglo XIX. Las casas son casi iguales a cómo eran antes: de madera con techos a
dos aguas que previenen las montañas de nieve que se acumulan en los inviernos
lituanos. Algunas están pintadas de amarillos, celestes o azules que contrastan
con el paisaje verde. La mayoría de las pocas casas tiene al costado, o en la
entrada, una huerta, o varias.
Según me contaron, pareciera que nada cambió,
sólo que ya no quedan judíos. La mayoría va a la iglesia del pueblo –la única–
donde asisten no más de 200 personas. En la puerta los recibe una estatua del
Papa Juan Pablo II que no mide más de un metro; Lituania es uno de los países
bálticos que profesa mayoritariamente el catolicismo a diferencia de Letonia o
Estonia que se abocaron a la rama luterana. Afuera, árboles y más verde.
El 26 de septiembre de 1941 Maishiagala desapareció casi por
completo. Los nazis obligaron a caminar a todos los habitantes –1767, casi
todos judíos- hasta llegar a Rieses, una aldea cercana donde tuvieron que cavar
su propia fosa previo a ser fusilados y cremados. Desde ese día perdimos todo
rastro de mi familia hasta este viaje. Ochenta y cinco años después de
que mi bisabuela se escapara de la crisis y el antisemitismo, volvimos.
A Maishagala viajamos mi tía abuela Celia, sus hijas, mi
mamá, su hermano, mis primos y yo. Sin saber si fue casualidad o destino,
llegamos al monumento que les hicieron a los fusilados a 76 años de aquella
jornada trágica. Justo el 26 de septiembre de 2017.
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Lituania. Malena (segunda izq.) en el monumento que conmemora a las víctimas de los nazis. |
***
Los primeros días de 1909 fueron los más fríos en mucho
tiempo. Pocos se animaban a salir de sus casas. El cielo, una inmensa nube que
lo cubría por completo. Todo era gris, como el humo que salía de las chimeneas
de los hogares, único calor para soportar las heladas.
Ese invierno, una noticia coloreó los blancos, negros y
grises para la familia Lip. El 13 de enero nació Sonie, hija de Uscher Lip y
Esther Zisblat, una pareja de judíos que vivía en Kolky, hoy parte de Ucrania.
Europa entraba en la primera crisis del siglo. No sólo el
negocio de la familia Lip no iba bien sino que la salud de Uscher y de su hijo
mayor estaba en riesgo: se habían contagiado de tifus y no faltaba
mucho para que los matara. Fue ahí que –tiempo después y por necesidad de
su madre– Sonie, partió a otro pueblo, al igual que sus hermanos.
Con diez años se subió a un tren por primera vez, sola. Del
otro lado de la frontera, en Maishiagala, la esperaba Shlomo: el hermano mayor.
Él se haría cargo de Sonie por el resto de sus años en Lituania (que unos años
después, en medio de las fronteras cambiantes, fue parte de Polonia). Y llegó
luego la crisis de la economía mundial. Los que pudieron, se fueron del pueblo.
En 1932 Sonie pisó el barco La Florida y
arribó un mes después al puerto de Buenos Aires. Desembarcó en el Hotel
de los Inmigrantes donde se encontró con su novio Lipman –había
llegado dos años antes desde Lituania– y se casaron ahí mismo.
Juntos se instalaron en el barrio de La Paternal donde criaron a sus hijos nacidos en Argentina, Celia y Osvaldo (mi tía abuela y mi abuelo materno).
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Sonie. El pasaporte polaco de la bisabuela (su pueblo lituano perteneció un tiempo a Polonia). |
Juntos se instalaron en el barrio de La Paternal donde criaron a sus hijos nacidos en Argentina, Celia y Osvaldo (mi tía abuela y mi abuelo materno).
***
La mañana antes de ir a Rieses pasé por el Registro Nacional
de Personas en Vilna. La guía, Regina, de unos sesenta años, fue clave para
rearmar nuestra historia familiar. Primero me ayudó con las traducciones: buscó
los posibles datos que podrían acercarnos a nuestros familiares desaparecidos
durante la Segunda Guerra. No teníamos mucha información: ninguno de la familia
de mi bisabuela había nacido en Lituania y, después de 1918 cada uno de sus
ocho hermanos se dispersaron por distintos pueblos.
Lo único que tenía eran las cartas en idish (la lengua de
los judíos de Europa del Este) que guardó mi tía, escritas entre 1930 y
1940, de Lituania a Buenos Aires. Regina sabía leer en idish. Descubrió que
todas las cartas estaban firmadas por tres iniciales S.C.L. Buscamos, sin
esperanza, en las computadoras del registro de habitantes de Maishiagala
nombres que pudieran contener estas tres letras. Encontramos a la persona
buscada. Y no fue la única: el árbol genealógico que había quedado parado en el
tiempo se empezó a completar.
Las cartas las conservó Celia. Sonie se las dejó
como legado y ella las cuidó como si fueran oro. Las tiene guardadas
en folios separados, en carpetas anchas. Cuando fui a su casa, antes de viajar,
para investigar un poco lo que teníamos de nuestros familiares, me las mostró.
Agarré la primera que vi. Era amarilla, la tinta de pluma, palabras
borroneadas. Para mi tía eran las lágrimas de Sonie cuando las releía para
acordarse de sus hermanos que nunca más pudo ver. Y el olor: parecido al de los
libros viejos que uno guarda en el fondo de las bibliotecas por años. Olor a
historia.
***
Esa tarde, después de haber ido a ver la fosa de los
fusilamientos, fuimos a visitar a Fannia, 96 años. Iba a ser nuestra guía, pero
unos días antes de viajar nos llamó para avisarnos que había tenido un
accidente y, por eso, nos acompañaría Regina. Entramos a su departamento
empapelado en fotos que seguro tendrían más de 100 años. Generaciones
anteriores a ella cubrían las paredes.
Apenas apareció Fannia no pude dejar de mirarla. Tiene la
piel suave y con muy pocas arrugas. Pero sólo algunas resaltan sobre su tez
trigueña. Y sus ojos: celestes y brillosos. Ahí es donde se refleja todo su
pasado: la fuerza y valentía con la que vivió los años más dolorosos de su vida
hasta poder llegar a ser quien es hoy. Fannia es la única sobreviviente
del fusilamiento, una de las seis chicas que escaparon, la que sabe mejor
que nadie la historia antisemita en Lituania.
Mi familia y yo nos sentamos a escuchar como ella y mi tía
Celia hablaban en idish. Parecían conocerse desde años y en sus miradas existía
complicidad casi de amigas. Yo no hablo idish, pero me gustaba imaginar lo que
se decían una a la otra entre carcajadas que sólo ellas entendían. Comprendí
que las unía una historia en común, un pasado similar porque pocos son los que
quedan, saben la historia completa y tienen ganas de contarla.
***
Luego de la casa de Fannia debíamos retirar los resultados
de las búsquedas que habíamos hecho esa mañana. Volvimos al registro y nos
recibió una señora con todos los documentos –antiquísimos pero muy bien
conservados– que nos dirían si se había encontrado a alguien de nuestra
familia. Nos dieron un libro de tapa dura con más de 500 páginas con
los nombres de los habitantes de todos los pueblos lituanos, desde antes del
1900. No nos fue difícil: en la M de Maishiagala, alguno de los 1767 fusilados
tenía que tener las tres iniciales que descifró Regina. Pertenecían al hermano
de Sonie.
Sentí en el cuerpo un poco de nervios. Sin siquiera
conocerlos creía que me estaban hablando de alguien cercano a mí. A
medida que Regina nos iba leyendo datos del libro y otros papeles en lituano
–Regina hablaba, además de idish, inglés, ruso, polaco, lituano y cada tanto
tiraba palabras sueltas en español– me imaginé a cada uno de mis tíos
bisabuelos y primos lejanos, poniéndoles cara y personalidad –Shlomo no fue al
único que encontramos aquel día–. Salimos y reconstruí en mi cabeza una historia
que jamás pensé que me iba a tocar armar.
***
Por algún motivo que desconozco, y a pesar de que mi mamá y
Sonie tuvieron un vínculo muy fuerte –casi como el de cualquier abuela con un
nieto–, mi mamá no le preguntó lo suficiente para poder transmitirme la
historia completa. Eso hubiese sido lo lógico. No creo que haya sido falta de
interés, sabía lo general: que Sonie vino de Europa por la crisis. Supongo que
fue una generación a la que intentaron desvincular del pasado. Sufrieron mucho.
De una u otra manera, a pesar de que pudieron rehacer su vida lejos de donde la
soñaron, perdieron la identidad.
Durante el vuelo de ida a Lituania me la pasé hablando de la
historia de Sonie con mi mamá. Me parecía raro contársela yo a ella.
A pesar de la falta de información sobre su abuela, mi mamá
supo transmitirme de dónde vengo. Mis raíces. También mi papá y mis abuelos.
Para ellos, era muy importante, que supiera que mi DNI dice que soy
Schvartz y, en verdad, mi apellido original es Szwarc. Ellos fueron las
primeras generaciones que se encargaron de construir y consolidar la familia
que somos hoy, en Argentina.
El libro Ningún lugar adonde ir, de Jonas Mekas
–director y cineasta estadounidense, nacido en Lituania–, dice: “Mi propia
vida, mi pasado, mis raíces, mis ancestros, me resultaban completamente ajenos.
Ni siquiera sabía qué era lo que comía de chico. Si hoy alguien me pregunta qué
comen los lituanos no sabría qué responder.” Yo sí sé qué comen los lituanos:
borsch, latkes de papa –o la moderna papa rosti–, arenque marinado, varenikes,
entre tantos otros platos que varían entre papa y pescado, como suelen cocinar
mis abuelas y tías.
A diferencia de Jonas Mekas, nunca viví en Lituania. Pero
cuando llegué me sentí como en casa. Como si hubiese pisado ese suelo antes. En
otra vida. Los olores, la comida, la fisonomía de los que viven allá. Las
calles eran tal cual me las imaginaba, como en las películas de la Segunda
Guerra. Empedradas, algunas atravesadas por las vías de los tranvías, edificios
bajos de dos o tres pisos decorados por varios ventanales rectangulares. Que
todo sea tan familiar es raro: ajeno pero propio.
***
La fosa ya no es un pozo, es un monumento: filas de
piedras forman un rectángulo de cincuenta metros por dos. De fondo un
bosque verde soltando las primeras hojas del otoño. Por entre medio de las
ramas atraviesan los rayos de sol. El poquito calor que se siente en medio de
esos “montes” viene de ahí arriba.
Me besé la mano y la apoyé sobre la tierra. Como si
estuviese saludando a un familiar muy querido. Quiero decir conocido, pero en
realidad, no conocí a nadie.
Respiré hondo: quería sentir el olor del aire, puro y
fresco. Lleno de historia y recuerdos borrosos. Imaginé el fusilamiento 70 años
atrás. Adonde miraba, había fantasmas.
No me salió otra cosa más que llorar. Estaba hipnotizada con
todo lo que veía. La brisa sacudía los árboles mientras las hojas zigzagueaban
por el aire hasta que caer al suelo. Agarré la que cayó frente a mí: me sequé
las lágrimas y la apoyé en el centro del rectángulo, como si le estuviese
demostrando a mi bisabuela que pudimos hacer lo que nunca pudo: llorar
por la familia.
No soy religiosa, no creo que los muertos me escuchen, pero
sentí la necesidad de hablar para adentro y hacerles saber que vinimos y que no
nos olvidamos.
Antes de irme, besé la tierra y dejé una piedra, como
hacemos los judíos. Para nosotros, poner una piedra sobre una tumba es como llevar
flores a un cementerio. Es un tributo al muerto y deja en evidencia que alguien
estuvo de visita. Una flor se marchita con rapidez y eso para los judíos
simboliza la fragilidad del cuerpo. Por eso usamos piedras, la eternidad del
alma que queda, la perpetuidad.
Miré de nuevo, tal vez por última vez, todo lo que me
rodeaba y sentí una tranquilidad que no recuerdo haber sentido antes.
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Soy Malena Schvartz, nací en Buenos Aires, 1995.
Fanática de los libros. A veces, me siento en una maratón literaria para
intentar leerlos todos. También hincha fanática de Independiente y bochinista.
Mi familia: judía, una mezcla entre lituanos, polacos, alemanes. Mi interés por
el periodismo surgió después de haber hecho un viaje largo; entendí que era mi
oficio. Estudié en la escuela TEA y me recibí el año pasado. Mi primer trabajo
fue en Radio Jai (FM 96.3). Hice co-conducción y redacción en la web. Luego fui
productora en un programa futbolístico de entrevistas en CN23 “La Cocina del
Rojo” y en Radio Splendid en el programa “Campanas del infierno”. Cada tanto,
alguna nota freelance. No está mal cambiar las formas de comunicar, cada una es
muy especial y hay que saber apreciarlas.