La extraordinaria vida de Ronnie: tiene 100 años,
es argentino y combatió contra Hitler
Un encuentro casual con el Príncipe de Gales cuando era adolescente determinó su futuro. Y a los 24 años se alistó como aviador de la Marina inglesa para luchar en la Segunda Guerra
Un vaso con agua tónica y limón. Un futuro rey. Un caballo de polo al galope en Hurlingham y un chico de 14 años que encuentra, probablemente sin saberlo todavía, su destino de aviador, que lo llevará a la guerra de todas las guerras. Esto que podría ser la sinópsis de una ficción hollywoodense es apenas un párrafo trascendental en la vida de película -pero real- de Ronald David Scott.
Scott, primer hijo argentino de un ex combatiente escocés y una enfermera inglesa, tenía 14 años en 1931 cuando por casualidad conoció al Príncipie de Gales, el futuro Rey Eduardo VIII, que había llegado de visita a la Argentina por segunda vez. Fue en el club Hurlingham, adonde llevaron al británico para jugar al polo. El adolescente de entonces aparece en la sonrisa del anciano de hoy, a punto de cumplir 101 años, pero lúcido y fuerte y activo como un joven de 70.
Si como decía el poeta bohemio Rainer María Rilke la patria del hombre es la infancia, aquel encuentro lo transformó para siempre. Ronald miraba el encuentro de polo junto a su tío cuando Edward Albert Christian George Andrew Patrick David, el nombre secular del futuro Rey, se le acercó con su caballo. "¿Serías tan amable de conseguirme un agua tónica?", le pidió.
"Yo era un pibe y le dije 'cómo no señor'. Fui a buscar el agua y me pregunté si le gustaría con limón, y pedí que le pusieran limón. Y cuando vuelvo viene otra vez al galope, muy simpático, y le digo: 'Señor, acá lo tiene con limón, espero que le guste'. Y él me dijo: 'Muchas gracias, prefiero con limón'. Era un tipo muy canchero", recuerda Scott, con la misma sonrisa aclarada por sus ojos celestes de aquel tiempo.
Al otro día de aquel encuentro casual, a Ronald le llegó una carta especial de la Embajada británica. Lo invitaban a conocer el Eagle, el primer portaaviones que amarraba en la historia de Buenos Aires, y en el cual había llegado Eduardo. Para "Ronnie" fue tan impactante esa visita como para un chico de esta época puede ser la experiencia Disney. Pero había mucho más que fascinación.
Ronald quedó atrapado con el buque y con los aviones. En su cabeza se produjo eso que se llama serendipia, un hallazgo valioso que se forma de manera accidental. Y once años más tarde , en 1942, cuando todavía no había cumplido los 25 pero seguía encandilado por la experiencia de los 14, y la Segunda Guerra llevaba casi tres años, se alistó como voluntario en la Marina británica para combatir contra las tropas alemanas de Adolf Hitler.
El padre de Ronnie, ex combatiente en la guerra de los Boers en Sudáfrica, se había instalado en Buenos Aires, donde fue referí de rugby y excelente pescador, y murió en 1925. Su madre, presa del asma, agonizaba en 1942 al cuidado de su hermana. En el impulso por salir de este rincón del sur a salvo de las bombas para luchar contra el nazismo a riesgo de morir en el intento, también empujaba su identidad.
Scott recordó un poema de Thomas Macaulay, inspirado en la defensa mítica de Roma que hizo Horacio: ¿Qué mejor manera de morir puede tener un hombre, que la de enfrentarse a su terrible destino, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?
"Fui a la Embajada y me alisté. Sólo les puse como condición que yo quería ser piloto de avión de la Marina, porque tenía mejores aviones que la Fuerza Aérea", cuenta Ronnie, sentado en el sillón de su departamento con vista al Club Atlético San Isidro, donde juega a las bochas varias veces por semana.
Tras exámenes de rigor, que por supuesto pasó, ya que era un pequeño pero fortachón medio scrum de GEBA, Scott se subió al primer buque que zarpó con destino a Londres, y desde allí, poco después, lo enviaron a Canadá para formarse como aviador, porque los centros de entrenamiento en las islas británicas habían sido bombardeados.
"Hitler para mí era realmente un horror. Este tipo, que había sido un cabo en la Primera Guerra, era un demagogo. Ya había entrado en Polonia y estaba haciendo un desastre", explica Scott en clave geopolítica.
Ronnie fue uno de los 5.000 voluntarios argentinos que participó de la Segunda Guerra, entre los que hubo 390 pilotos. Catorce de ellos, los últimos sobrevivientes, voluntarios que combatieron para las fuerzas armadas inglesa, estadounidense y francesa, serán homenajeados el 6 de septiembre en la Cámara de Diputados.
En Canadá estuvo seis meses, volvió a Europa como oficial de la Marina y se incorporó al Escudrón 794, para enfrentar a la Luftwaffe, la fuerza aérea nazi. Participó de misiones de reconocimiento, entrenamiento y prácticas de tiro. Voló aviones Tiger Moth, Blackburn Sea Skua, Miles Master y el Supermarine Spitfire.
"Estuve tres meses controlando un área ligeramente al sur del Támesis, de cinco kilómetros de ancho, y la batería de costa me hablaba y me avisaba sobre los aviones que venían. Yo tenía un mapa rectangular con fichas magnéticas, iba marcando y si entraban en mi sector tenía que avisar a la policía, hospitales, home guard, y por tres meses no me tocó nada. Una día que me fui a Wembley por un trámite pasaron siete por encima. Los alemanes eran muy puntuales para bombardear, lo hacían a la mañana, al mediodía y a la noche", relata.
Sin embargo, no llegó a participar de ningún enfrentamiento porque un entredicho con un superior lo alejó de la posibilidad. Fue por defender a una compañera de la Marina. "El hombre, holandés de nacimiento, maltrataba mucho a la chica y yo no lo soporté", cuenta Ronnie.
—¿Y qué hizo?
—Lo miré de arriba abajo a este muchacho y él me preguntó "qué le pasa". Y yo le respondí en español: "Sos un poco grande para ser tan turro". Y tuve que explicarle lo que quería decir turro (ríe a carcajadas). Y entonces me encontró la vuelta y me sacó de la sección de cazas y fui a parar a un aeródromo de instrucción.
Durante sus cuatro años de vida y guerra en Inglaterra, Scott recuerda con particular nitidez, de la misma forma que llevaba tatuado el encuentro con Eduardo, un discurso de Winston Churchill que presenció en vivo en la Cámara de los Comunes. "Era un hombre brillante, gracias a él, el Reino Unido levantó el ánimo tras la Primera Guerra. Aquello de 'pelearemos donde sea, en los potreros, en la zanja, en la calle, donde sea y nunca nos rendirermos'. Fue increible", se emociona Scott, padre de dos hijos que se fueron hace mucho a Australia y Malta, y abuelo de tres nietos, dos mujeres y un varón, que ya pasaron los 30.
Cuando Alemania capituló, el 8 de mayo de 1945, Ronnie Scott estaba descargando mercadería de un tren en Belfast, Irlanda, junto a los hombres de su tropa. Hacía calor y los muchachos le pidieron a él, que era su superior, que les dejara tomar unas cervezas en un bar frente a la estación.
Ronald a su vez solicitó el permiso de un oficial de policía que aún hoy, más de 70 años después, recuerda al detalle. Uniforme negro, botones de plata, sombrero negro, cara de malo, postura rígida. El policía irlandés aceptó pero, en un guiño, le dijo a Scott que entonces él debería acompañarlo con unos tragos. En ese momento en que ambos hombres brindaban, durante la noche británica, sonó una sirena en toda la ciudad. Era la señal de que los mariscales Keitel y Zhúkov habían firmado la capitulación en Berlin.
"La gente salía por las ventanas, por cualquier lado, gritaba de alegría", describe Ronnie, y agrega, sin poder disimular los gestos de picardía: "Todo el mundo lo primero que hacía era chaparse con alguien, ¡había que besar a las chicas!".
En la navidad de 1946, Scott finalmente regresó a la Argentina. Nunca lo tentó quedarse a vivir en Inglaterra y continuar la carrera militar. No le interesaba andar moviéndose por el mundo de acuerdo al antojo de sus superiores, había viajado para vencer a Hitler y eso estaba resuelto. Ahora añoraba volver a sus pagos.
"Yo siempre pensé que iba a regresar a Argentina. Faltaba Japón, por lo que siguió hasta septiembre la guerra. Te digo una cosa: analizando mis años no creo que en ese período de los 40, conmigo a los 25, tuviéramos una sociedad que no conocíamos reos. Era lindo vivir acá, volver. Supe de entrada, cuando jugaba al rugby y miraba a mi alrededor, que teníamos una comunidad de gente buena. No necesariamente rica, pero gente de buen nivel, educada, ¿qué más querés?", explica sobre su regreso al sur.
En su vida después de la Guerra, Ronnie conoció a su esposa, tuvo a sus hijos, intentó trabajar como gerente de una compañía inglesa pero no lo soportó. "Necesitaba ver el aire", explica en quizás el único indicio de cierto estrés postraumático.
Entonces se convirtió en piloto comercial de Aeroposta, una línea aérea fundada en 1920, y que constituyó una de las cuatro compañías que en 1950, durante el primer gobierno de Perón, se fusionaron para conformar la primera línea aérea de bandera, Aerolíneas Argentinas.
Poco antes de partir hacia Irlanda, cuando ya se intuía el ocaso esperado de la Guerra, Ronnie sintió el aliento de la muerte demasiado cerca. "Estaba volando en un entrenamiento de tiro aire-aire a cinco kilómetros de la costa, sobre el mar, y se me plantaron los motores, así que el avión empezó a caer libremente", relata.
—Y llamo a la torre, "mayday, mayday". La piba del control dice no escucho bien, y pregunta si hay otro piloto que entendiera qué estaba pasando. Yo había dicho "mayday, i am ditching", el equivalente a decir "me voy al agua" y sale otro piloto en la radio y dice "no sé, está bitching", puteando. ¡Y yo me iba para abajo, desde mil metros de altura!
Un guardacosta ubicado en un faro cercano lo salvó porque vio el avión caer y llamó a las lanchas ligeras que la Fuerza Aérea Real tenía alrededor de toda la isla. Ronnie volaba -o mejor dicho, caía- junto a un artillero, ubicado detrás suyo.
—Calculé que había olas y traté de apoyarme sobre la espalda de una de estas para caer mejor. Al artillero le dije 'abrí la tapa del suelo que tenés entre los pies y en el momento que peguemos tenela abierta, entonces el agua va a subir' y el agua subió y lo sacó limpio, él ya estaba volando al día siguiente.
—¿Y usted?
—En mi caso no pude hacer nada, caímos y nos arrastramos con la bajada de la ola. Cuando me recuperé del golpe tengía la cabeza entre los pedales del avión y estaba abajo del agua, glup glup (ríe Scott, con gestos de irse hacia las profundidades del océano y de la muerte). Me había dado un golpe por acá, en la cabeza, el agua estaba helada, en tres grados. Habré tenido unos segundos de la conmoción del golpe, después tragué agua y pude salir a la superficie. Tenía el salvavidas puesto.
Ronnie, que con vitalidad juvenil anda en bicicleta todos los días, come frutas, bebe una copa de vino cada mediodía de su vida y aún hace deportes, no manifiesta estupor cuando piensa en aquella jornada de 1944, a sus 27 años, en la que todo pudo haber terminado.
Como una secuencia de fotos hablada, Scott enumera los pantallazos de su vida lejos de la nostalgia. Recuerda aquellos segundos que pudieron haber sido los últimos, cuando se iba de pique al agua, sin la épica de los últimos instantes y también todo lo que pasó después en su vida. Así que finalmente responde la pregunta: "¿Qué se siente estar tan cerca de la muerte? Viene bien como experiencia".