La extraordinaria aventura y el astuto ardid de un
campeón de ciclismo que salvó de la muerte a 800 judíos
Benito Mussolini quiso convertirlo en un héroe fascista,
pero sufrió la misma humillación que Hitler frente al atleta negro Jesse Owens
Por Alfredo Serra 10
de febrero de 2018
Especial para Infobae
Gino Bartali y Benito Mussolini. El dictador italiano quiso seducir al campeón de ciclismo, quien se alejó del Duce y salvó a cientos de judíos |
Es común que la avalancha de turistas que atestan los
gloriosos museos de Florencia –el Renacimiento en
la cumbre de su esplendor– pase de largo por el modesto y casi ignorado frente
del dedicado al ciclista Gino Bartali (1914–2000: nacimiento, vida
y final en el florentino pueblo de Ponte a Ema).
Si alguien indaga, sabrá que Gino fue un
ciclista famoso apodado Il Ginettaccio (maillot del corredor
elegante), aunque no más grande que su mítico compatriota Fausto Coppi y que su rival francés
Jacques Anquetil, más allá de sus 91
victorias en carreras standard, sus tres Giros de Italia –1936,
37 y 47– y sus dos Tours de Francia –1938 y 1948–.
Por lo demás, su museo no exhibe piezas demasiado
excitantes: fotos familiares coronadas, en un rincón, por la bicicleta de
cuatro velocidades que montó, con ciertas modificaciones tecnológicas impuestas
por el tiempo, durante dos décadas: 1935 a 1954.
Llaman la atención, sí, los honores que lo ornaron: tres
medallas de oro italianas al Mérito Civil, y el diploma Justo entre
las Naciones… entregado por Israel.
Un enigma…
A priori, nada extraordinario. Difícil presumir y/o deducir
por qué. Sobre todo por el decurso de sus primeros años…
Nace el 18 de julio del 14 en Ponte a Ema, donde
transcurrirá toda su vida.
Hijo de granjeros pobres –no miserables–, a los 13 años su padre le encuentra empleo: un taller de bicicletas. El dueño, ante los méritos del aprendiz, le regala una y lo anima a entrenarse.
Desde entonces, el mundo deja de ser para Gino un
par de calles y las paredes del taller. Ancho pero no ajeno, ese mundo le regala cielo, montañas,
carreteras, fantásticos espacios abiertos como planetas desconocidos.
Ya es un ciclista, y lo será más aún…
En 1936, drama: su hermano Giulio, también
acólito de las dos ruedas, muere atropellado por un auto. Gino empieza a ganar carreras
locales y a urdir una familia: se casa con su vecina
Adriana Bani, y
les nacen Andrea y Luigi.
Pero la vida tal como Gino la conoce se
invierte. Era luz, es sombra. La sombra de Benito Mussolini, dictador patético y brutal, y
socio de Adolfo Hitler y el infierno que desatará sobre el
mundo.
Mussolini, que así como su atroz
patrón decidió que la raza blanca era superior a la negra y en los Juegos
Olímpicos de 1936 fue humillado por un negrito de Alabama nacido Jesse
Owens –¡cuatro medallas de oro!–, encarama su política en los triunfos
de Gino, elegido deportista emblema del fascismo.
Pero el ciclista perpetuo –sus piernas y las ruedas son ya
perfecta simbiosis, la misma cosa– desprecia la política, odia a Mussolini, y
sólo entrega su alma a la velocidad, a la Acción Católica –ostenta
su carnet–, y a la humilde Societá Sportiva Aquila, el club de
su pueblo.
Nada más pide. Nada más necesitan su cuerpo y su alma. Eso,
el perpetuo pedalear, el vasto cielo, los infinitos caminos…
La otra verdad
En 1938, el fantasmagórico proyecto de Hitler –el
exterminio de todos los judíos de Europa–, llega como orden perentoria hasta el
bunker de Il Duce.
El drenaje es lento al principio, y tsunami en 1943.
Gino mira. Gino piensa.
Y de pronto, sin despertar sospechas (está en la cumbre
profesional), duplica, triplica su entrenamiento. Casi no hay hora del día ni de la noche en que
no se lo vea, como un lobo solitario, cruzar comarca tras comarca…
Un domingo, antes de una carrera, los inspectores se disponen a revisar y pesar las bicicletas, sujetas de protocolo y reglamento. Gino interrumpe:
–Revisen, pero con cuidado. Cada tubo de mi máquina está
diseñado científicamente. Cualquier alteración puede perjudicarme…
Luego de bajarse de la bicicleta fue DT de San
Pelegrino, un pequeño equipo de ciclismo, comentarista de la RAI, asesor
técnico fabril, vendedor de bicicletas marca Gino Bartali, y
también vino chianti de la Toscana. Y recién
poco después de su muerte (5 de mayo de 2000, a sus 85 años), su hijo reveló el
enigma de una vida deportiva triunfal y de una noble alma en sombras.
Sí. Porque en aquellos años de horror fascista y de
alucinadas carreras a bordo de su bicicleta, Gino Bartali… ¡salvó a ochocientos
judíos de la deportación y la segura muerte en algunos de los infernales campos nazis!
De punta a punta por las carreteras de la Toscana y
la Umbría, las escarpadas montañas, los inmensos llanos, cada
tubo de su bicicleta, cada rincón posible, ocultaba documentos y pasaportes
–algunos, falsos– para los judíos refugiados en los conventos y monasterios…
Una red organizada por Giorgio Nissim, un
implacable antifascista apoyado por varios arzobispos en cuya imprenta se
preparaban los salvadores papeles que separaban la vida de la muerte.
Muerto Nissim, sus hijos encontraron en un
altillo el diario de su padre: un fiel testimonio de kilómetros recorridos,
rutas alternativas ante algún peligro imprevisto, inventario de cada pasaporte,
salvoconducto, carta con instrucciones… transportados por un correo
insospechable, perfecto, ideal: el campeón, el ídolo Gino Bartali, inconfundible
al pasar envuelto en un Ginettaccio con su nombre en el pecho
y la espalda…, y vitoreado por la soldadesca de Mussolini.
Muchas veces le preguntaron a Andrea, su
hijo, cómo fue posible que esa extraordinaria, cinematográfica historia, fuera callada por Gino durante tantos años, y que no se filtrara. La
respuesta fue siempre la misma:
–Mi padre era un católico ferviente. Nunca o casi nunca
nos habló de lo que hizo durante la guerra. Decía solamente que "en la
vida, esas cosas se hacen, y basta".
Un hombre de carne, hueso, sangre, y la materia de los
héroes.
En adelante, después de deslumbrarse en los museos de Florencia y la abrumadora belleza del Renacimiento, no estaría mal detenerse en el pequeño museo Gino Bartali, mirar cara a cara las
fotografías de ese hombre, y detenerse en el módico altar en que descansa su
bicicleta.
Que aún late…