Karsten Troyke (Foto: Lihue Althabe)
Karsten Troyke (Foto: Lihue Althabe)
En el hall de un hotel de la Avenida Corrientes, tres hombres conversan en un acento lleno de erres y jotas. Para muchos,—como el muchacho que está en la recepción y los señala cuando le preguntamos por Karsten Troyke—, es alemán. Eso parece al primer golpe de oído. Sin embargo se trata de un idioma que, aunque proviene del alemán, tiene influencias del hebreo. Ídish —o yiddish, incluso también judeoalemán— es el nombre de esta lengua milenaria que pertenece a las comunidades judías asquenazíes. Entre las emigraciones al continente americano, la fundición con las lenguas locales de Europa y principalmente el Holocausto, la población que habla ídish se redujo notablemente. De los 13 millones que había en 1930, para 2005 sólo quedaban 3 millones. Acá en Argentina, son varios que la hablan. Legado de sus bisabuelos judíos, en su mayoría.
"¿Karsten Troyke?" y enseguida, al escuchar su nombre, extiende su mano con una sonrisa espontánea. Tiene 58 años, un poco de resfrío por tanto aire acondicionado, camisa negra despendrendida, remera también negra debajo, cabello despeinado, voz grave y un andar liviano. Su extranjeridad se nota, aunque no tanto. Nació en Berlín del lado oriental, del lado comunista y se dedica a cantar canciones típicas judías en ídish e investigar sobre todo ese universo que parece desaparecer día a día. Aunque no para él, porque más investiga, más material encuentra. Discos, libros, cartas. Es un trabajo de varias décadas. Su pasión.
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"Él es, ¿cómo decir?, la dirección de la cultura judía en Berlín. Pero más que un cantante, es un investigador folclorista y antropólogo", comenta Abraham Lichtenbaum —traductor ocasional—, director de la Fundación IWO, conocida también como la biblioteca de la AMIA. Está a su lado, en la mesa —el tercero es el actor Sergio Lerer—, y mientras Troyke aprovecha para subir unos minutos a su habitación y prepararse, conversa con nosotros. "Si yo hubiese estado en la oficina aquel día del 18 de julio de 1994 diez menos diez y no diez y media no estaría acá", dice sobre el atentado donde murieron 85 personas: el mayor ataque contra objetivos judíos desde la Segunda Guerra Mundial. La estadía del alemán en Argentina no tiene que ver con eso. Aunque en algún punto sí.
Llegó como parte de la delegación de Atlas del comunismo, una propuesta proveniente de Alemania para el FIBA. La puesta en escena, los textos y la dirección de esta obra de teatro la lleva adelante la argentina Lola Arias. Se hicieron sólo tres funciones; y la última es hoy a las 20:30 en el Teatro San Martín. Troyke investiga mucho la vida de estos antiguos comunistas que forman parte del elenco, como por ejemplo la actriz Salomea Genin, de quien es amiga hace treinta años. "La obra habla de la esperanza que era para nosotros el comunismo y también la desilusión. Sin embargo, algunos actores añoran y les gustaría tener al menos un poquito de comunismo", comenta.
Karsten Troyke (Foto: Lihue Althabe)
Karsten Troyke (Foto: Lihue Althabe)
Una vez que se supo que Karsten Troyke llegaría a la Argentina, la colectividad judía se entusiasmó mucho y rápidamente organizaron una reunión más bien íntima para que el artista tocara sus canciones. Una peña en la casa de Judith Elker, esa fue la idea original, pero como la noticia se expandió y se expandió, se sumaron casi 300 personas. Entonces tuvieron que alquilar un salón y montar un show. Impredecible es la pequeña masividad. Ahora, doce horas después, Lichtenbaum recuerda la emoción que generó este alemán la noche anterior entre un público que "cantó y se enganchó con prácticamente todos los temas". Cuando reaparece Troyke, cuenta que se demoró un poco más porque, recién, un hombre lo frenó y le mostró su celular. En el aparato, se reproducía un video de su show.
—¿Cómo fue crecer en la República Democrática Alemana y vivir la caída del Muro de Berlín?—No fue como una cárcel pero empezamos a notar que se tendía a vivir así. En un momento entendí que había demasiadas cosas prohibidas. Yo tenía treinta años cuando cayó el muro. De los 20 hasta ese momento estuve en Berlín Oriental buscando quién me podía enseñar canciones viejas. Estaba todo perdido, no había nada conservado. Cuando cayó el muro y viajé a Australia, a Israel, a Estados Unidos, se me abrió un mundo diferente. Y también empezó a aparecer todo ese material que permanecía guardado y perdido. Los escritores soviéticos hablaban de la Guerra Patria, es decir, de la Segunda Guerra Mundial, e ignoraron toda la cultural vital de antes del Holocausto.
—¿Y cómo empieza su relación el ídish?—Mi padre era judío pero no hablaba ídish. En algún momento me interesó y empecé buscando material en ídish. Yo estaba relacionado con el teatro y quise traer a escena algo de lo judío. Me pregunté qué era lo específicamente ídish y encontré viejas canciones. Armé una especie de vodevil, de kabaret donde se oía música de viejos discos, actores haciendo sketch y hombres contando chistes. Yo me eduqué con esa gente y con ese material. En realidad yo quería ser cantante y componer mis propias canciones. Tenía alrededor de diez canciones que las cantaba y metía, cada tanto, alguna canción en ídish. Nadie me preguntaba por mis canciones. Todos me pedían las viejas canciones ídish. Y así empecé a cantar, pero también a investigar mucho.
—¿Aprendió el ídish desde chico?—No, lo aprendí de las viejas grabaciones y de los amigos de la familia. El ídish era como el francés de Edith Piaf. Me sonaba. Era cultura musical. Así como con Piaf aprendí francés y con los cantantes americanos aprendí el inglés.
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"Cantar en ídish me gustaba, pero mucho no lo quería porque nadie se hace rico con ese tipo de canciones", bromea. La charla comienza a zigzaguear sobre diferentes temas. Cuando habla del tango, no puede evitar cantar. Un ritmo piazzoliano marca con sus pies golpeando el piso y sus manos la mesa. Levanta el mentón, entrecierra los ojos y se larga a cantar. "Me gusta el tango porque es una cultura cotidiana y no del olimpo", dice.
Más que una entrevista, la escena es una conversación, una charla. Lichtenbaum dice que "es un misterio cómo llegó el tango allá", y sostiene una teoría: "El bandoneón es un instrumento alemán. Seguramente un marinero alemán que necesitaba dinero tuvo que empeñarlo y alguien de aquí aprendió rápido a usarlo".
De pronto aparece Salomea Genin que toma una naranja de la mesa con frutas del bufet del hotel y se suma a la conversación. Saluda y nos da, a mí y al fotógrafo, un beso en la cabeza. Cuando Lichtenbaum le traduce la pregunta, cómo ve el trabajo de Troyke, vuelve a sonreír. "Fantástica, su tarea es fantástica", dice. "Ella recolectó canciones en ídish de su madre y hace treinta años me las dio. Ahí comenzó nuestra amistad", comenta Troyke y cruzan una mirada cómplice y cariñosa.
Karsten Troyke (Foto: Lihue Althabe)
Karsten Troyke (Foto: Lihue Althabe)
—¿Y cómo estuvo anoche el concierto?—Oh, ¡muy bien! Para mí fue como mi casa, porque la gente participó muchísimo.
—Es su primera vez en Argentina, ¿cómo la vio?—Además de Berlín, viví también en París, y la verdadera fusión la veo acá. En algunas personas veo que son autóctonas, también veo españoles e italianos. Eso me asombró. El multiculturalismo…. No quise ir a recorrer lugares típicos. Me gusta lo cotidiano, los detalles. ¿Qué es lo típicamente argentino? Vos, él, todo.
—¿Vive su trabajo como una responsabilidad, como una lucha contra el tiempo?—Yo soy un hombre relajado. Quiero ser moderno, pero tengo la responsabilidad de lo clásico. Sí, puede ser, muchas veces lo veo como una lucha contra el tiempo, aunque te diría que no es una lucha. Tal vez en el futuro haya menos y sea todo más difícil. Aunque hay una generación que toma la posta del ídish.
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En los minutos que Troyke subió a su habitación del hotel, Lichtenbaum se refirió a ese espectáculo y lo definió como algo muy conmovedor donde cantaron varias personas, todo gratamente improvisado. Cuando lo halaga y destaca el profesionalismo "de un gran artista", Troyke, que ya está aquí con nosotros, capta perfectamente lo que dice en español y se burla: abre los ojos grandes y hace un gesto con las manos, como diciendo: "Uy, sí, el artista", y se echa a reír.
Sobre el final —porque todas las conversaciones tienen un final— le pedimos una canción a capella. Al principio intenta negarse. Su resfrío se ha vuelto una molestia. Un alemán envuelto en este calor sofocante no puede salir ileso. Luego concede unos minutos. Lo hace de muy buena gana, como si cantara entre amigos. La cámara le apunta, él toma el control del juego y se lanza hacia la canción como si se zambullera en una piscina rebalsada en agua fresca. Algo más de un minuto y concluye con una sonrisa, idéntica a la primera, cuando nos saludó. Entonces aplaudimos.