domingo, 2 de junio de 2019

Los narcisos de la Varsovia judía

El Diario La Nación, en su edición digital, publicó este artículo firmado por Ana Wajszczuk 


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Los narcisos de la Varsovia judía

Pasado y presente se entremezclan en una recorrida por el viejo gueto de la capital polaca, que recuerda los horrores del nazismo. En la imagen, Marek Edelman, el excombatiente judío más famoso, fallecido en 2009, arroja narcisos amarillos a los pies del Monumento a los Héroes del Gueto de Varsovia Crédito: Museo Polin

2 de junio de 2019  

VARSOVIA.- Plaza Grzybowski, 10 h. Es una mañana de fines de abril en Varsovia y camino hacia el sitio donde voy a unirme a los guías de Free Walkative para un tour por lo que llaman la "Varsovia judía". El aire es primaveral y por toda la ciudad florecen tulipanes. También narcisos amarillos, símbolo del abril más negro que vivió esta ciudad: hace 76 años, estas flores nacían entre las ruinas humeantes del gueto de Varsovia.

En abril de 1943 hacía calor y era Semana Santa, como hoy. Dentro del gueto, empezaba la insurrección de un puñado de adolescentes mal armados. Sabían que, mientras fuera de esos muros muchos de sus conciudadanos aún podían sobrevivir a la ocupación alemana, ellos solo tenían dos opciones: acabar en las cámaras de gas de Treblinka o morir luchando. Un mes después, la rebelión fue liquidada. Los nazis deportaron a los pocos sobrevivientes, todo lo que quedó fue una tierra baldía. Y entre las ruinas, narcisos amarillos.

La Grzybowski es una plaza triangular ceñida entre edificios a puro cristal y acero que reflejan el sol. Fue el centro del mundo judío polaco desde el siglo XVI. Allí desemboca la calle Prózna, la única que sobrevivió intacta al gueto. Uno de los significados de esa palabra es "vacía". Las asociaciones son inevitables: cada vez que visito Varsovia me da la sensación de que, pese a su belleza y su pujanza, la ciudad pertenece a un pasado trágico que nunca termina de pasar. A los veinte millones de metros cúbicos de escombros en que la convirtieron los nazis. A sus decenas de miles de muertos.

Martyna, nuestra guía, tiene 30 años y comienza hablando de la relación complicada entre polacos judíos y polacos católicos, que para 1939 -con un 10% de población de origen judío, más que cualquier otro país de Europa- era una porcelana antigua surcada por resquebrajaduras: un Estado de los más tolerantes del continente, pero donde la religión católica siempre fue la semilla de la identidad nacional.

"¿El aniversario del gueto? La mayoría no sabe cuándo fue. El 19 de abril hay personas que reparten narcisos amarillos de papel, pero entre los ciudadanos comunes no destaca mucho", me dirá Magda Walkiewicz, estudiante polaca de 25 años. Sin embargo, año tras año esta campaña, impulsada por el Museo de la Historia de los Judíos Polacos (Polin), se hace más visible, y muchos prenden de sus solapas estas escarapelas tal como hace 76 años los judíos tenían que coser en sus ropas la Estrella de David.

Sinagoga Nozyk, 10.30. "Esta es la única sinagoga que sobrevivió en Varsovia, no fue destruida porque los nazis la utilizaron como galpón de almacenamiento", dice Martyna. Hoy es un centro importante de la comunidad judía, que no es muy numerosa. "Prácticamente no existen hoy judíos en Polonia", sigue la guía. Algunos dirán que es porque no se identifican como tales, ya que están asimilados. Otros, que la mayoría de los pocos que quedaban prefirieron emigrar, después del exterminio nazi, los pogroms a sobrevivientes y las purgas del gobierno comunista en los años 60.

"El peligro no se fue con la guerra", dice Martyna. "En Polonia, se trata de inculcar que los católicos fuimos los santos en esta historia. No recuerdo a ninguno de mis profesores hablar sobre los pogroms". Ewa Glod, presidenta de la Sociedad Psicoanalítica Polaca, coincide: "Solo al recuperar la soberanía en 1989 comenzó la investigación sobre los ataques de polacos a judíos durante y después de la guerra. La escala era mayor de la que suponíamos. Para todos fue un shock tremendo. Pero la verdad rara vez no acarrea dolor".

Calle Waliców, 10.45. Doblamos por la calle Waliców y entramos al patio interno de uno de los edificios originales de aquella época, hoy casi en ruinas: el portón de chapas está abierto. No llega el sol. "Los nazis quisieron poner una frontera entre la comunidad judía y la polaca, y para eso promulgaron leyes desde el primer día: por ejemplo, ofrecer un kilo de azúcar a quien entregara a un judío, pero también la pena de muerte inmediata si, por ejemplo, se le ofrecía un vaso de agua. Algo que no sucedía en otros países ocupados. Por eso era tan difícil ayudar. Hacer entrar a alguien por un patio como este para esconderlo, con todos los ojos en las ventanas, era imposible".

Los registros de los "Justos entre las Naciones" del Instituto Yad Vashem de Israel consignan que más de 6500 personas arriesgaron sus vidas para salvar a sus compatriotas judíos. Polonia es el país con más casos. Muchos otros, en cambio, se aprovecharon de la situación. "Todo el tiempo oímos que los polacos fuimos culpables, hasta se nos mete en el mismo saco que a los alemanes", dice Katarzyna Bizón, profesora de español que vive en un suburbio de Varsovia. "Es muy injusto y doloroso. Ayudar en aquellas circunstancias era heroísmo; no ayudar, simplemente miedo".

Katarzyna está de acuerdo con la "ley antidifamatoria" que impulsó Ley y Justicia (PiS), el partido en el poder desde 2015. La norma tipificaba penalmente el uso de la expresión "campos de concentración polacos" (en vez de "campos de concentración nazis en suelo polaco") y cualquier intento de acusar a la nación de complicidad con los crímenes del Tercer Reich: Polonia no firmó acuerdos con los ocupantes ni colaboró, como Francia o Hungría, en la deportación de sus ciudadanos judíos.

La ley, hoy vigente con enmiendas, "causó más entredichos, ira y desacuerdos de lo que el PiS se imaginaba", me dirá Slawomir Grünberg, un cineasta polaco de origen judío que vive en Estados Unidos y se ocupa de estos temas en sus documentales. "Nadie tratará de aplicarla, ciertamente. Pero sí impone una censura mental ante lo que pueda sonar 'antipolaco'. Limita el trabajo de historiadores y artistas".

Puente sobre la calle Chlodna, 11.15. De camino a la calle Chlodna, pasamos por calles que reconozco y me parecen de un barrio íntimo, construido en mi mente. Me siento como la protagonista de la obra de teatro El cartógrafo, obsesionada por asignarle su historia a cada calle del gueto: Krochmalna, detrás del orfanato de niños judíos; Ogrodowa, donde vivió parte de mi familia cuando pertenecía al "lado ario"; Nowolipie, donde malvivía la mano de obra esclava del gueto, como el señor Grinszpan, cuya historia su hija me contó para mi libro Chicos de Varsovia.

En Polonia, hoy la mayoría de la población es "étnicamente" polaca. ¿Existe antisemitismo? Quienes se oponen al gobierno denuncian un clima de laissez faire ante los grupos xenófobos y nacionalistas, y cuestionan a la Iglesia Católica polaca, su principal apoyo. Para los oficialistas, en cambio, no existe antisemitismo sino "propaganda antipolaca" en la prensa extranjera. Si en algo coinciden, es que la sociedad, al menos en cuanto a la política, está hoy radicalmente dividida.

El puente sobre la calle Chlodna unía la parte sur (el "pequeño gueto") con la parte más poblada, al norte. Por debajo pasaba el tranvía y los polacos no judíos. "Era el único lugar donde las dos comunidades se veían", dice la guía. Desde 2011 cruzan la calle dos tirantes de metal que por la noche se iluminan y proyectan la forma del puente, como un fantasma que llega desde el pasado con su advertencia.

Prisión de Pawiak, 11.40. Nos detenemos frente a lo que fue la cárcel de Pawiak, hoy un museo. Durante la ocupación nazi aquí fueron encerradas, torturadas y asesinadas cerca de cien mil personas, en su mayoría polacos católicos miembros de la Resistencia y sus familiares.

"El plan de Hitler era reducir a la servidumbre a los polacos, y para eso necesitaban exterminar a su intelligentsia: políticos, sacerdotes, profesores", cuenta Martyna. Frente a la entrada, señala la réplica en bronce de un árbol que estaba en ese mismo sitio, donde los familiares de los presos políticos colgaban placas a modo de lápidas con los nombres de sus seres queridos sin tumba, parte de los casi dos millones de polacos "étnicos" que murieron durante la Segunda Guerra. "Somos un país sin élite", me dirá Pawel Stawowczyk, un traductor varsoviano de 61 años. "Cuando en 1944 llegaron las tropas soviéticas, también empezaron a exterminar a las élites, esta vez por la lucha de clases. El clima político de hoy sigue siendo producto de aquellos hechos".

Museo Polin, 12. A las puertas del Museo, el más nuevo de Varsovia, un edificio imponente de vidrio y piedra, y frente al Monumento a los Héroes del Gueto (a cuyos pies se marchitan varios ramos de narcisos amarillos) termina el tour por la "Varsovia judía". Como despedida, Martyna señala la estatua en honor de Jan Karski, un miembro de la Resistencia que entró al gueto para comprobar con sus propios ojos el horror y llegó hasta Roosevelt con su informe. A los pies de la estatua, un grupo de chiquitos de no más de cuatro o cinco años escuchan a su maestra. "Estos son niños polacos en visita al Museo para conocer la historia de sus compatriotas judíos. Es algo que no sucedía en mis años de estudiante. Las cosas por suerte están cambiando", dice Martyna. Y el mediodía de primavera en Varsovia parece más diáfano.