¿Debemos ser perfectos?
Entre sus frases Mario Benedetti explicó de manera perfecta: "La perfección es una pulida colección de errores". Tal cual. Lo que llamamos políticamente correcto como "experiencia" no es más que la sistemática acumulación de nuestros fracasos.
Expertos en caídas y rodeados por las tentaciones de lo cotidiano, podríamos creer que autoimponerse una serie de limitaciones sería una de las formas de lograr la perfección. Limitaciones tales como recluirse en solitud ante la falta de virtudes éticas de la sociedad, ayunar antes de caer en la voracidad, elegir una vida de castidad ante el temor a la promiscuidad o abandonar todo bien material antes de transformarlo en idolatría.
A lo largo de los siglos diversas tendencias religiosas lo han propuesto como un modo de alcanzar cierto nivel de pureza espiritual y perfeccionamiento de la conducta. Cerrar puertas, auto seclusión social, fanatismo en la observancia, rigurosidad ideológica y prohibición incluso de lo permitido. Quizá así lograr la esperada perfección. La aceptación divina. La santidad.
Pero acaso, tal como escribe en su best seller Harold Kushner: ¿Debemos ser perfectos? En la búsqueda de la perfección solo encontramos soledad. Buscando la cima de la montaña, se pierde de vista el valle donde se vive. Shakespeare decía: "Procurando lo mejor, estropeamos a menudo lo que está bien". Queriendo buscar más, terminamos olvidando lo importante de lo bueno que teníamos.
Maimónides (1135-1204), uno de los más reconocidos halajistas y filósofos de la tradición judía, y renombrado físico y pensador de nivel internacional, nos enseña que no hay un solo modelo virtuoso para la vida, sino dos, a los que llama respectivamente el camino del santo y el del sabio.
El santo es una persona de extremos. Maimónides lo define como el extremo de la buena conducta (Guía de los Perplejos III, 52). El santo es aquel que como ejemplo "abandona la arrogancia de manera extrema y se transforma en extremadamente humilde" (Leyes sobre las Ideas 1:5).
Mientras que el sabio es un personaje completamente distinto. El sabio es aquel que comprende del peligro de los extremos. El sabio persigue el camino del balance, el del equilibrio, el de la senda de la moderación. Como ejemplo, abandona el extremo de la cobardía, por un lado, y el de ser temerario y librar todas las batallas, por otro, y aprende el camino del coraje. Abandona tanto el ser miserable como el entregar todo lo que tiene, para alcanzar la senda de la generosidad. Comprende que a menudo los extremos se asemejan: en el extremo de la autohumillación se encuentra aquel en que su yo no ocupa ningún lugar y, en su extremo opuesto, el soberbio que cree que su yo ocupa todos los lugares. Por eso descubre en la humildad y el orgullo el punto de una vida con más equilibrio. El sabio conoce del peligro de lo mucho o de lo muy poco, del exceso y de lo que falta.
No son solo dos tipos de persona, sino dos formas de comprender la dimensión moral de la vida. ¿Es el objetivo alcanzar una vida de perfección personal en el desarrollo de las más altas virtudes? ¿O lo es generar vínculos y relaciones más decentes, justas, y comprometidas en la construcción de una sociedad más compasiva, inclusiva, creativa y amorosa?
A primera vista, la respuesta podría involucrar ambas opciones. Pero allí es donde Maimónides nos enseña que no podemos tomar ambos caminos. Un santo puede entregar todos sus bienes a los pobres. Pero ¿quién se ocuparía entonces de su familia? Un santo podría negarse a combatir cualquier guerra por ser un hombre entregado a la paz. Pero, ¿qué sería de su país y su gente si lo necesitara? Un santo podría perdonar todos los crímenes cometidos contra él. Pero ¿qué sería entonces de la justicia y la ley?
Los santos son personas muy virtuosas. Pero no se puede construir una sociedad con santos. En su extremismo ideológico, en la convicción de estar dotados de algún halo de iluminación conceptual, dotados para ser la vara de lo correcto e inspirados por una única verdad, abandonan definitivamente todo interés en ser parte de una sociedad, solo buscando el provecho del enaltecimiento de su propio ser individual.
Sin embargo, para el proyecto de familia, de grupo humano, de sociedad o de nación, necesitamos más sabios y menos santos. Más sabiduría, que implica más equilibrio, más balance y debate, más moderación y diálogo franco, más puntos de unión y de acuerdo, más puntos medios, más sentido común. Y así de manera común entregarles más sentido a los días, y a la vida.
Me dijo una vez un sabio amigo mío: "La vida es como una fiesta, hay que salir de ella sin sed pero no borracho". El punto exacto. Disfrutar y amar la vida. Pero disfrutar, crecer y amar bien. Sentir plenitud en el alma, y perfeccionamiento del espíritu en el buen uso del tiempo y los momentos. Aprender a vivir más alto, descubriendo el punto exacto, el del equilibrio.
Dijo Franz Kafka: "A partir de cierto punto ya no hay retorno. Es ese el punto que hay que alcanzar". El punto a alcanzar no es el del extremo, sino ese lugar adonde queremos llegar, para no volver. Ese es el punto de equilibrio, el que entrega más armonía y mucha más paz.
El autor es rabino de la Comunidad Amijai. Presidente de la Asamblea Rabínica Latinoamericana del Movimiento Masorti.