El Diario Clarín, en su edición digital, publicó este artículo
Tenía 11 años
Mundos íntimos. La niña judía que en la Segunda Guerra estuvo
escondida en una casa que los nazis usaban como cuartel
El mismo aire. Cuando comenzaron las deportaciones en
Budapest, fueron refugiados por una familia aristócrata en su importante casa
de campo. Al poco tiempo, allí también se asentó un batallón de las SS.
Valores. Marion destaca el coraje de la familia húngara católica que los alojó, arriesgándose a ser fusilada si la descubrían. Foto: Néstor García. |
Marion
Eppinger
Corría el año 1944 y los nazis ya casi perdían la guerra.
Pero aun camino a la derrota, en marzo de ese año, las tropas alemanas
ingresaron a Hungría, mi país, con el plan de completar lo que llamaban la
solución final. Traducido a lengua humana o inhumana ese plan consistía pura y
simplemente en la aniquilación total de la comunidad judía en Europa.
Cuando en Budapest empezaron las deportaciones masivas hacia
Auschwitz y otros campos de exterminio, mis padres tomaron la sabia decisión de
escapar, llevándome a mí –para entonces una nena de 11 años– y a mi hermano de
9. Mi papá consiguió un pasaporte falsificado a nombre de un tal señor
Sipos, supuesto jugador de fútbol yugoslavo, con la idea de cruzar la
frontera y escondernos los cuatro en algún lugar de Eslovaquia.
La fuga no fue fácil y apenas tocamos la frontera sentimos
la proximidad de la muerte. Estábamos los cuatro sentados en un vagón de tren.
Mi papá tenía facha de cualquier cosa menos de jugador de fútbol. Para colmo,
tenía la calva llena de gotas de transpiración originadas no por el calor sino
por el miedo. El guardia fronterizo alemán se quedó media hora afuera con el
pasaporte en la mano mirándolo del derecho y el revés y escrutándolo con ojos
de felino. Pasado ese tiempo se acercó en silencio y, con pocas
palabras, dijo que podíamos seguir.
El proyecto inicial de mis padres era alojarnos en un
hotelito de provincia manteniendo una falsa identidad. Pero eso no fue posible.
A los pocos días unos oficiales nazis alojados en el hotel sospecharon de
nosotros. Nos quisieron hacer hablar, simulaban que eran húngaros y judíos, nos
provocaban ostensiblemente mientras yo agarraba fuerte a mi hermanito del brazo
para que no abriera la boca.
Mi padre no dudó en buscar otra solución. Se le ocurrió
entonces llamar a unos amigos que eran húngaros católicos –Maria y Gustav
Mariassy–, vivían allá y provenían de una extracción social muy distinta a la
nuestra. Eran terratenientes acaudalados y residían en un caserón que parecía
un castillo. Era un edificio del siglo XVII, muy grande y ubicado en el centro
de una propiedad agroforestal.
Nosotros éramos una familia de clase media
judía, industrial y urbana. Lo cierto es que ante la urgencia de la situación,
el padre de esa familia, que incluía a su mujer y a cinco chicos, no dudó en
invitarnos a vivir en un cuarto al fondo aun sabiendo el riesgo que
corrían. Ellos eran antinazis por principios éticos y humanitarios aunque
no eran militantes de ningún partido. Al ofrecernos un lugar, fueron muy
generosos con nosotros en un momento verdaderamente crítico. Por esa razón mi
familia está y estará eternamente agradecida. Era gente de primera,
con una nobleza interior pocas veces vista.
En la casa también vivía una institutriz inglesa –nosotros
la llamábamos la miss– y un guardabosques. La vida era muy
organizada. Jugábamos con los chicos, hacíamos una especie de escuela con la
institutriz, vestíamos traje marinero azul a rayas durante la semana y los
domingos otro traje de marinero pero blanco. Podíamos salir, nadie sospechaba
todavía de nosotros. Para el vecindario éramos una familia húngara y católica, amiga
de los patrones.
Pero muy pronto la diversión se acabó en medio del contexto
bélico. Primero avanzó el frente ruso hasta el lugar donde estábamos y los
soviéticos dudaron de nosotros llegando a pensar que la familia que nos
había alojado era nazi. Mi padre intercedió contando la historia de
cómo habíamos sido salvados por los aristócratas que nos habían dado
alojamiento aun sabiendo que éramos judíos.
Pero como parte de los vaivenes caprichosos de toda guerra,
el frente ruso se vio obligado a retroceder y entró a nuestro pueblo un
batallón alemán importante, varios de cuyos integrantes ocuparon toda la planta
baja del caserón en el que vivíamos. Fue entonces que nuestros amigos le
pidieron al guardabosques que nos llevara ocultos durante la noche a la cima de
un monte, el Ostra, a vivir en unas casas precarias de barro y piedra
junto a unos campesinos que trabajaban para ellos.
Ahí estuvimos viviendo en condiciones muy primitivas durante
dos o tres semanas. La casa era en realidad un rancho con piso de tierra, dos
piezas y una letrina que estaba afuera. Sentarse en esa letrina congelada
resultaba una tortura. Estábamos en pleno invierno y la temperatura era de
veinte grados bajo cero. La casa tenía ventanas chicas y hasta la mitad estaba
cubierta de nieve. En una pieza dormía el matrimonio de campesinos, en la otra
vivía una hija con el marido y un bebé cuyo colchoncito colgaba del techo en
una hamaquita. Cuando el bebé lloraba ellos tiraban de una soga para hamacarlo.
El resto consistía en una cocina donde dormíamos los cuatro. El ambiente ahí
era irrespirable. Ocurre que en esos tiempos lo único que se comía era cerdo.
Lo faenaban, y luego cocinaban la piel para extraer la grasa que se utilizaba
en la cocina, como es costumbre en esa parte de Europa. Eso hacía irrespirable
el ambiente.
Por si fuera poco, días después llegaron al lugar
unos ocho o nueve guerrilleros antifascistas –los famosos partisanos–
que también se alojaron en ese rancho que a esa altura parecía un refugio de
montaña. O sea que a la noche dormíamos todos juntos –el pastor, su mujer, la
pareja con el bebé, y nosotros cuatro con los guerrilleros– sobre el suelo de
paja. Mi papá, muy celoso, se ocupaba de que mi mamá no durmiera demasiado
cerca de los partisanos. Fue algo gracioso en medio de la tragedia.
Todas las mañanas mi madre calentaba agua y nos paraba
desnuditos en una palangana para bañarnos. Luego nos vestía y nos mandaba a la
nieve con unas papas para cocinar haciendo fuego con unas ramitas. Era una especie
de entretenimiento. En eso estábamos cuando llegó al lugar una patrulla
alemana, dos de cuyos integrantes fueron matados de inmediato por los
guerrilleros. La situación se complicó de pronto para todos los que estábamos
ahí.
Los partisanos se fueron llevándose ropa y alimentos y nosotros sabíamos
que después de eso vendría la tropa alemana para buscar y vengar a sus
soldados. Mis padres mandaron la noticia a nuestros amigos –los que nos
alojaron inicialmente– quienes de inmediato se ocuparon de nosotros enviando al
guardabosques que nos llevó de regreso al caserón para entonces ocupado, en
toda la planta baja y el hall de entrada, por una especie de cuartel que
primero fue de la Wehrmacht –fuerzas armadas unificadas de la Alemania nazi– y
luego de las SS, es decir, el cuerpo de combate y terror creado por
Hitler. Ahí empezó para nosotros la etapa clandestina y de miedo
constante.
Entramos a la casa sigilosamente y nos escondimos arriba.
Por suerte los alemanes nunca investigaron bien el lugar donde nos guarecíamos.
Es más, los sirvientes y cocineros que cocinaban para ellos también se ocupaban
de mandar comida todos los días para los doce que vivíamos arriba. El 15 de
enero de 1945, cumpleaños de uno de los hijos de la familia que nos hospedaba,
subió el cocinero de abajo con una torta de cinco pisos. Cuando hizo entrega de
la torta aprovechó para informarnos en secreto que mi hermanito hacía ruido
correteando y podría levantar sospechas de las SS. Fue un buen gesto de su
parte. De ese modo mostró y demostró que sabiendo quiénes éramos estaba
de nuestro lado.
Su advertencia convenció a mis padres de que realmente
estábamos en peligro. Como para confirmarlo, en esos días apareció en el piso
de arriba un oficial alemán de alto rango, uniformado, diciendo que ellos
necesitaban una habitación más. El hombre recorrió todos los cuartos y nosotros
temblábamos. En el último cuarto estaban la institutriz inglesa y el señor de
la casa. El alemán lo encaró, casi agarrándolo del cuello, y le preguntó si
sabía que había un premio muy grande para denunciar judíos. El hombre respondió
en voz baja que sí, que estaba informado al respecto. De inmediato el oficial
le preguntó si también sabía que cuando ellos encontraban a judíos los
mataban y mataban también a quienes los habían escondido. El aire se
cortaba con un cuchillo. Mi amiga, una de las hijas de la casa, todavía tiembla
cuando lo recuerda.
El dueño de casa se animó a preguntarle al oficial por qué
hacían eso a lo cual el nazi respondió diciendo que los judíos eran el origen
de todos los males del mundo y que también debían ser matados los niños porque
cuando fueran grandes serían como sus padres. En ese momento el SS sacó del
morral una granada y se la puso en las manos al hijo mayor de la familia.
¿Sabés que es esto?, le preguntó de manera sarcástica. Es una granada. Puede
explotar todo el caserón en pocos segundos. Se hizo un silencio de muerte y el
hombre dio media vuelta y se fue. Milagrosamente no pasó nada. Lo del oficial
fue evidentemente una bravuconada sádica que, por suerte, terminó
ahí.
La guerra poco a poco estaba llegando a su fin. El ejército
ruso se acercaba. A fines de enero de 1945 los soviéticos llegaron al lugar y
los alemanes ordenaron la evacuación de todos sus efectivos. Mi madre nos
ordenó recoger nuestras pertenencias. Podíamos por fin salir a la calle donde
nos esperaba un carro tirado por caballos.
¿Pero cómo?, pregunté yo. ¿Y
si nos ven? No te preocupes –dijo mi madre–. Ahora son ellos los que
tendrán que esconderse. No tienen tiempo ya de ocuparse de nosotros.
En el próximo pueblo nos alojamos en la casa de amigos de
nuestros salvadores y unos días después vimos ingresar los tanques con los
soldados rusos. Los oficiales, igual que los alemanes en su momento, se
instalaron en la casa que ocupábamos sin pedir permiso. Pero esta vez
éramos amigos. Me sentaban en sus rodillas y con los ojos llorosos
mostraban fotos de su familia así como las cicatrices, las heridas de bala, los
pies congelados, y sus muñones, donde antes había dedos o brazos. Yo, a los 11
años, miraba con fascinación este mundo de adultos rudos y sentimentales y
percibía los recuerdos de sus propios niños que yo les evocaba.
Así fue que emprendimos el viaje hacia Budapest por los
bosques nevados, sobre un suelo congelado, todos envueltos en mantas y llevando
colchones en el carro. Yo esperaba el regreso a Budapest con una gran ansiedad.
Recordaba a esa ciudad llena de árboles y luz. Pensé que me reencontraría con
amigos y familiares. El fin de la guerra era una gran ilusión para mí.
Pero lo que encontré fue horrible y muy diferente a lo
esperado. La ciudad estaba en ruinas. Al llegar a la estación de tren en las
afueras lo primero que vi fueron montañas de tierra, escombros, basura y una
mujer con el pelo rapado y un pañuelo en la cabeza empujando una carretilla con
sus escasos bienes. Todo parecía una ruina gris y polvorienta. Las calles
estaban llenas de soldados rusos.
Después de mucho andar llegamos a nuestro departamento donde
nos encontramos con algunos miembros de la familia que habían sobrevivido al
Holocausto. Luego de los besos y los abrazos yo me senté en un rincón y me puse
a llorar. Mi mamá se acercó y me preguntó ¿qué te pasa? ¿justo ahora te
ponés a llorar? Yo no encontraba palabras para explicarle que para mí
era el llanto final, una descarga, el paso de la frialdad inicial a la
sensación de que ahora podía llorar, portarme mal, sentirme libre después de
tanto horror, tanta muerte y ocultamiento.
Y aquí estoy ahora setenta y tres años después. Tras el paso
del tiempo supe que a nuestros héroes salvadores los stalinistas les
hicieron pagar caro sus orígenes aristocráticos. Vivieron los 45 años
siguientes sometidos a malos tratos, trabajando en minas de carbón y en otras
ocupaciones perniciosas para su salud. Hoy sus descendientes, con los que sigo
en contacto, aún muestran la misma nobleza y bondad que tuvo su familia durante
la Guerra.
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Marion Eppinger nació en Budapest, Hungría, hace
84 años y se instaló en la Argentina en 1947, cuando tenía catorce. Ya adulta,
se casó y tuvo tres hijos. Es oncohematóloga, es decir, médica especializada en
el diagnóstico, tratamiento y prevención de los distintos tipos de cáncer en la
sangre. Se ha destacado también como una refinada coleccionista de arte
argentino y universal. Además es activa participante de Generaciones de la
Shoá, reconocida entidad dedicada a mantener viva la memoria sobre lo ocurrido
en el Holocausto bajo el imperio del nazismo en Alemania y otros países. Con
ese objetivo, suele brindar charlas en escuelas y universidades, colabora con
publicaciones y organiza exposiciones alusivas.