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La asombrosa historia del criminal nazi que acabó bajo el
bisturí de estudiantes de medicina paraguayos
Eduard Roschmann, alias Federico Wegener, vivió en Argentina
y murió en Paraguay después de una larga fuga y con un periodista pisándole los
talones. El tercer capítulo de los nazis que se escondieron en Sudamérica, en
la pluma y el recuerdo de Alfredo Serra
Por Alfredo Serra 10 de marzo de 2017
Especial para Infobae
Eduard Roschmann, comandante del campo de concentración en
la capital de Letonia y responsable de la muerte de 40.000 judíos, terminó en
una morgue paraguaya como objeto de estudio de aprendices de medicina
"En los ómnibus que oficiaban como cámaras de gas,
Roschmann había ordenado pintar en los vidrios las figuras de seres humanos sonriendo.
El que los veía pensaba, tal vez, que era gente feliz camino a su weekend. Pero
en ese mismo momento, morían asfixiados adentro". (Frederick Forsyth,
testimonio de 1977)
De cuantos sucesos extraños me ha deparado mi oficio, éste
es el mayor. En 1972, Forsyth escribió uno de sus grandes best-sellers:
"Odessa", basado en la organización del mismo nombre que protegió a
criminales nazis del derrotado Tercer Reich. Eligió como protagonista a Eduard
Roschmann, un SS que huyó de Alemania sin dejar rastros.
La primera mitad del libro es real: una biografía del SS
hasta su desaparición. La segunda, ficción: un periodista lo busca para
vengarse porque Roschmann asesinó a su padre. Pero esa segunda parte -la real-
es la que yo investigué hasta su muerte siguiendo cada uno de sus pasos.
Completé lo que para Forsyth hubiera sido imposible…
Lo que sigue es la exacta verdad.
Eduard Roschmann también fue protagonista de la novela best
seller “Odessa”, del británico Frederick Forsyth, y del film del mismo nombre
Casi todos los pasajeros que iban en el ómnibus sonreían.
Casi todos. El único gesto hosco, huidizo, era el del hombre del asiento número
23 -izquierda, ventanilla-: un hombre gordo, de cara roja y espeso bigote
negro. A las ocho en punto de la noche del 6 de julio de 1977, el ómnibus de la
compañía La Internacional -gris, con los colores de la bandera paraguaya
pintados a lo largo- salió de Buenos Aires rumbo a Puerto Falcón, a 15
kilómetros de Asunción del Paraguay.
Un cuarto de hora antes, el hombre había llegado en un taxi
a la estación terminal, jadeante, y se había desplomado en su asiento. Vestía
pantalón negro, saco sport gris muy grueso, camisa blanca, corbata azul, y un
sombrero brilloso por el uso y algo echado hacia delante le tapaba la cara.
Mientras aseguraba su equipaje, su compañero de asiento bajó la vista: el
hombre, a pesar de su sombrero y de su severa ropa, llevaba zapatillas
deportivas blancas. Más tarde, en la primera parada, cuando el hombre bajó para
tomar un café, su compañero de asiento notó que rengueaba.
A lo largo del viaje, el hombre se mantuvo despierto.
Mientras pudo se sumergió en las páginas de un libro escrito en alemán. Cuando
el chofer apagó las luces, guardó el libro en uno de los bolsillos de su saco y
se quedó inmóvil, con los ojos fijos en el vidrio, como si quisiera descifrar
el paisaje borrado por la noche.
El ómnibus llegó a Puerto Falcón el 7 de julio a las tres de
la tarde. Asunción gemía bajo 32 grados y 90 de humedad. Unas nubes oscuras con
borde violeta estaban a punto de estallar en diluvio.
El hombre bajó del ómnibus y se mezcló entre la gente, en la
ruidosa terminal Brújula: una confusa geografía en la esquina de Presidente
Franco y Colón. Adormilado, entró a una de las casas de cambio y metió un
billete de 100 dólares por el hueco abierto en el vidrio blindado de la
ventanilla. El empleado le dio 11.300 guaraníes.
Eduard Roschmann, “el carnicero de Riga”, vivió en Olivos,
Buenos Aires, con documentos argentinos a nombre de Federico Wegener
A las tres y veinte se sentó en una mesa de la Pez Mar, una
antigua taberna, y pidió una gaseosa de cualquier marca, "pero bien
helada", exigió. Le sirvieron Guaraná, y se la tomó de un golpe. Mientras
pagaba le preguntó al mozo si conocía alguna pensión tranquila. El mozo anotó
en una servilleta: "Señora Ríos, Iturbe 859".
A las cuatro de la tarde, Juana Echagüe de Ríos, flaca,
morena, de 65 años, tomaba tereré en el ancho patio de su pensión de la calle
Iturbe, sentada en un sillón de mimbre, cuando un taxi celeste frenó delante de
la puerta. El hombre, con el pesado saco colgado del brazo, cruzó el angosto
pasillo de entrada y saludó. Juana Echagüe lo miró de arriba abajo: un hábito
que después de cuarenta años de oficio le bastaba para aprobar o rechazar al
cliente.
-Necesito una pieza. ¿Tiene algo?
-Tengo.
-¿Cuál es el precio?
-Cuatrocientos guaraníes por día con pensión completa.
Aceptó sin mirar siquiera el lugar. Pagó diez días por
adelantado. Puso su cédula de identidad en la rugosa mano de la mujer y se
hundió en la pieza: un cuadrado de cinco por cinco pintado de rosa furioso, con
puerta y ventana verdes, cinco camas de una plaza (una, coronada por un enorme
mosquitero), dos roperos que conocieron tiempos mejores y una mesa cubierta por
hule deshilachado, albergue de botellas de vino vacías, fruta, remedios y
revistas deshojadas.
El hombre no abrió la valija. Colgó el sombrero en un clavo
y se tiró en la cama. Sus cuatro compañeros dormían la siesta con los pies
desnudos y la cara tapada con revistas. Cuando se despertaron los saludó apenas
con un gesto. Los cuatro eran chinos y sólo hablaban chino. Esa noche, mientras
devoraba un guiso de fideos en la mesa común, instalada en el patio, se enteró
de que los chinos trabajaban como vendedores ambulantes.
En los días que siguieron, Juana Echagüe trató de arrancarle
algunas confesiones. Inútil. Se estrelló contra un pétreo silencio. Pero, como
una araña en su tela, la dueña de la pensión esperaba su oportunidad. "En
algún momento –pensaba–, este hombre me contará su historia". Acaso con la
complicidad de la noche, o el café, que tanto le gustaba.
Eduard Roschmann era austríaco y había nacido en 1908. Pero,
según el documento argentino, se llamaba Federico Wegener, y era un checo
nacido en junio de 1914 (Nazis en las sombras, Atlántida)
Pero el hombre no se rendía. Se levantaba al amanecer.
Desayunaba -pan, manteca, dulce, mucho café- y volvía a la miserable pieza. No
se levantaba de la cama ni siquiera cuando limpiaban. Respiraba con dificultad
y se agitaba por nada. Leía revistas (siempre las mismas), y el libro escrito
en alemán. No hablaba por teléfono ni recibía llamadas. Jamás le llegó una
carta. Una vez, ella lo sorprendió mientras quemaba en el baño una de las
revistas que guardaba debajo del colchón…
A la hora del almuerzo se sentaba, puntual, en la cabecera.
Oía la charla de todos, pero no abría la boca. Comía con avidez. Casi con
ferocidad. Con el último bocado volvía a la pieza. Salía otra vez para tomar la
merienda y esperaba en la cama, alumbrado por una lámpara sin pantalla, las
palmadas que anunciaban la comida de la noche. Aceptaba cualquier menú. Luego,
vuelta a la cama. No intentaba hablar con los chinos ni los chinos se
esforzaban por hablar con él. Vivían juntos. Los unía la promiscuidad. Pero no
había entre ellos siquiera una precaria forma de comunicación.
El día número diez, la dueña de la pensión le preguntó a
quemarropa qué hacía en Asunción. El hombre le dijo que había ido a visitar a
una amiga alemana, pero que no podía encontrarla. Ella advirtió que mentía:
nunca había salido de la pensión… Pero aprovechó la brecha para preguntarle
algunas cosas más.
El hombre le dijo que nació en Checoslovaquia. Hablaba con
fuerte acento alemán y no entendía bien el español. Había que repetirle frases,
ya que preguntaba con muletillas: "¿Cómo dice? ¿Dice usted?". También
reveló no tener familia y trabajar como empleado. Pero el undécimo día rompió
la reclusión.
Salió a las cinco de la tarde y volvió tres horas después
con un paquete en la mano. Un pantalón que compró en la casa Monarca, en pleno
centro, y que pagó 1.500 guaraníes. Cuando la dueña estaba a punto de darse por
vencida empezaron a suceder cosas extrañas.
El día decimoquinto, por la mañana, uno de los chinos
abandonó la pensión. Una hora después ocupó la cama libre un uruguayo joven, de
pobrísimo aspecto. Al otro día, cuando Juana asomó su cabeza para anunciar que
el desayuno estaba servido descubrió que el uruguayo había desaparecido. En ese
momento, su enigmático cliente salía del baño.
-Me robó. El uruguayo me robó cinco mil guaraníes y dos
camisas.
-Ya mismo llamo a la policía.
-No, por favor. No llame a nadie. No importa.
Ella insistió. Y por primera vez, el hombre perdió la calma.
–¡La policía no! ¡La policía no! ¡Deje todo como está!
El terrible hacinamiento en los campos de concentración. Así
dormían los prisioneros judíos del régimen nazi (Archivo)
Tres días más tarde empezó el final de la historia. La noche
del 25 de julio comió con brutalidad. Después del postre -dos enormes pedazos
de mamón en almíbar- rechazó el café, dijo que estaba muy fatigado y se acostó
vestido. A las seis de la mañana del otro día, uno de los chinos se despertó
sobresaltado por unos ronquidos.
Saltó de la cama. El hombre estaba violeta. Tenía los ojos
abiertos, y su boca dejaba escapar algo parecido a la espuma. Los gritos del
chino alertaron a toda la pensión.
Epifanio Ríos, hijo de la dueña, salió a la calle y llamó un
taxi. Lo envolvieron en una frazada, lo metieron en el taxi y lo llevaron al
Hospital de Clínicas, a unos tres kilómetros del centro. Félix Motta, uno de
los médicos residentes, ordenó que lo internaran en la sala B de la primera
cátedra de Clínica Médica: un rectángulo de quince por siete casi centenario y
recién pintado de verde claro. Lo acostaron en la cama número 16, debajo de una
repisa llena de flores de material plástico.
Motta, después de revisarlo, informó que estaba en coma. Sin
embargo, no murió. Resistió ese día, el otro, el tercero. Los médicos le
hicieron una traqueotomía.
El primer día de agosto se levantó de la cama. El 4 pidió
permiso para volver a la pensión y sacar su equipaje. Tomó un taxi en la puerta
del hospital, entró en la pensión, hizo su valija en cinco minutos y se
despidió de la dueña.
-¿No va a volver?
-No sé. Pero me espera un tratamiento muy largo. No vale la
pena que pierda un cliente por guardarme la pieza…
Al otro día, 5 de agosto, la enfermera Mirtha Rodríguez no
lo encontró en su cama. Temprano, mezclado entre los otros enfermos y las
visitas, bajó por la escalera (la sala B está en el primer piso), atravesó el
enorme patio y salió a la calle. Volvió cinco horas después. Le preguntaron
adónde había ido, pero se encerró en un terco silencio: como en sus días en la
pensión.
El día 10 a las siete de la mañana, la misma enfermera se
acercó a la cama 16 con el termómetro en la mano. El hombre tenía los ojos
abiertos. El brazo derecho colgaba fuera de la cama. La sábana, retorcida,
dejaba sus pies al descubierto. Pies mutilados. Un solo dedo en el derecho y
cuatro en el izquierdo.
A Roschmann le faltaba un dedo del izquierdo y tres del derecho,
amputados después de su fuga por la nieve tras el suicidio de Hitler (Nazis en
las sombras, Atlántida)
Estaba muerto. Hora del final: 0.45. Causa: infarto de
miocardio. Cerca de la medianoche del mismo día 10, uno de los secretarios de
redacción del diario ABC Color revisaba las últimas pruebas de la edición. Sonó
el teléfono. Una voz de una mujer dijo: "Esta mañana murió un hombre en el
Hospital de Clínicas, Federico Wegener. Investiguen. Ese hombre es Eduard
Roschmann, el criminal de guerra".
Una hora más tarde, la morgue del Hospital de Clínicas se
iluminó con el resplandor de los flashes. Federico Wegener, el pensionista
silencioso de la calle Iturbe, estaba sobre una gastada mesa de mármol. Su
cara, su bigote, las cicatrices de su cuerpo, sus pies mutilados, eran pistas.
Pero no definitivas.
Al amanecer del 11 de agosto, el comisario de la primera
sección de Asunción revisó todos los papeles del muerto. Entre ellos, una
libreta de enrolamiento argentina número 8209470 a nombre de Federico Wegener,
nacido el 21 de junio de 1914 en Eger, Sudeti, Checoslovaquia. Y una cédula de
identidad argentina, Policía Federal, número 7.550.943, del 9 de noviembre de
1967. Fecha de entrada a la Argentina: 2 de octubre de 1948.
"No es Roschmann. Alguien murió por él", dijo
Simón Wiesenthal en su bunker: el Centro de Documentación Judía de Viena.
Acababa de recibir un cable con la noticia de la muerte de Federico Wegener.
Con esa misma frase empezó, dos horas más tarde, esta conversación telefónica
con él.
-Insisto. No es Roschmann. Alguien murió por él. La
organización es tan grande que puede disponer de cadáveres de reemplazo. Según
mis informantes, Roschmann está en Bolivia.
-Pero hay muchas coincidencias, Wisenthal. Los dedos de los
pies cortados, por ejemplo.
-Sí, lo leí en un cable. Eso me confunde. No tengo ese dato.
-Sin embargo, Forsyth asegura que sí. (Nota: un mes antes,
el escritor le dijo a una enviada especial que Roschmann perdió los dedos de
los pies por congelamiento. A fines del invierno de 1948, mientras lo llevaban
detenido de Graz a Dacha, saltó del tren por la ventanilla del baño. Había
mucha nieve, y caminó varios kilómetros hasta una población. Se le congelaron
los pies. La gangrena obligó a un médico a cortarle los dedos).
-¿Qué archivos consultó Forsyth para lograr sacar esos
datos?
-Los archivos británicos.
-Entonces es posible que sea Roschmann. Mi ficha sobre él no
es demasiado completa.
Roschmann en la camilla de la morgue de Asunción, Paraguay.
Murió en julio de 1977 de un ataque al corazón. Nadie sabía su nombre: era un
NN (Nazis en las sombras, Atlántida)
Emilio Wolf es un fiambrero próspero. Su negocio, La Alemana
número 1, está en la calle Yegros, centro de Asunción. Cuando vio la fotografía
de Wegener en los diarios no pudo reprimir el grito: "Ese hombre es
Roschmann! No puedo equivocarme. Si lo hubiera encontrado por la calle, yo
mismo lo habría matado!
Ese mismo día lo entrevistó un periodista del ABC Color. Y
veinticuatro horas después, siete balas se clavaron en el frente de la
fiambrería. Crucé la calle -yo vivía en el hotel de enfrente-.
-¿Qué pasó?
-Lo que tenía que pasar. Ayer, después de la nota en el
diario, recibí cuarenta amenazas de muerte. Pero no le tengo miedo ni a un
batallón de nazis.
-¿Por qué está tan seguro de que el muerto es Roschmann?
-Estuve en siete campos de concentración. En tres estuvo
Roschmann. Pasaron muchos años. Pero cuando alguien te da una paliza todos los
días, no te olvidás de él aunque engorde, se quede pelado o se haga cirugía
estética. La mirada de su fotografía es la misma del hombre que gozaba
castigando a los prisioneros con un látigo de alambre.
Doce del mediodía del sábado 13 en Asunción. Estoy a punto
de partir. Bajo la luz agónica de una lámpara, sobre una mesa de mármol, veo
por última vez el cadáver de Federico Wegener o Eduardo Roschmann. Afuera, 160
estudiantes del primer curso de Anatomía ríen, hablan, cantan. Salgo. Uno de
ellos me pregunta.
-¿Nadie reclamó el cadáver?
-Nadie.
-Qué bien.
-¿Por qué?
-Somos futuros médicos. Necesitamos cadáveres para estudiar,
y no tenemos muchos. Podemos usar su cuerpo para las clases prácticas.
En 1944, ese hombre que está tapado con una lona verde sobre
una mesa de mármol, mandó a la muerte a 80 mil judíos. Y ahora, mediodía del
sábado, es apenas un despojo que espera el bisturí.
Su fuga duró 34 días: su infierno privado. No lo alcanzó el
castigo: extradición, juicio, condena, horca. Caso cerrado. Me voy. Lo último
que veo y oigo es un grupo de muchachos con guardapolvo blanco celebrando la
llegada de un cadáver sin dueño. Como un acto de justicia. Como una sinfonía.