Crónicas del nuevo milenio
Fue al colegio con Ana Frank, sobrevivió al Holocausto y da su
testimonio a los más jóvenes
Un
encuentro memorable. Albert Gomes de Mesquita conoció a la joven heroína y
estuvo en el centro que lleva su nombre para dialogar con jóvenes argentinos.
De Amsterdam a Buenos Aires. Albert Gomes de
Mesquita, en el Centro Ana Frank, conversando con jóvenes argentinos.
Sus ojos azules parecen gastados.
La voz es firme, a veces terminante, a veces cascada. Sin embargo, si el dolor
o la emoción asoma, los suplanta con una ironía o dosis de buen humor. Albert
Gomes de Mesquita vino a la Argentina para dar su testimonio. En el verano del
42 fue compañero de colegio de Ana Frank, en Amsterdam, antes de que ambos
tuvieran que esconderse mientras los nazis deportaban a los judíos a los campos
de concentración.
En una casona donde funciona el
Centro Ana Frank Argentina, inseparable de su mujer Bep desde hace 35 años, la
señala y la mira con amor cuando le preguntan qué lo hace sonreír hoy. Tiene 87
años. Pero a los 12, tuvo que esconderse junto a su hermana y sus padres.
Pasaron por 12 refugios durante tres años.
Ahora un grupo de jóvenes le saca
fotos con sus celulares. Le pide selfies. Espera escucharlo en este jardín de
Coghlan que durante la dictadura militar argentina también sirvió como refugio
para muchos perseguidos. Lo primero que genera curiosidad es cómo era Ana
Frank. Martín D’Alessio (17, levanta la mano. Albert explica: “Era una chica
normal. Ella maduró durante su escondite”. Albert cuenta que cuando los nazis
invadieron Holanda, en mayo de 1940, los habían puesto en una escuela especial,
el Liceo Judío, donde iban los chicos con las maestras y profesores, todos
judíos, que luego terminaron en los campos o fueron a escondites. Debían usar
el brazalete con la estrella amarilla que los identificaba. No podían andar por
la calle, ni tener amigos no judíos.
En ese contexto, Ana celebró su
cumpleaños puertas adentro de su casa. Invitó a toda la clase. Era el 12 de
junio de 1942. Cumplía 13. Aquella tarde, los chicos dejaron los regalos en el
centro de la mesa. “Allí debió haber estado el famoso cuaderno”, recuerda
Albert. Tres días después, el 15 de junio de 1942, Ana hacía referencia a él en
su diario: “Albert de Mesquita venía de la escuela Montessori y se salteó un
año. Es realmente inteligente”.
Con 25 años, Martín Herszage,
estudiante de Ingeniería, pregunta a Albert si leyó el Diario. “Leí la primera
edición, de 1949. En ese momento no tuve una correcta apreciación. Al
principio, pensé que yo podría haber escrito la misma historia. Pero no son
sólo las cosas que le pasaron a Ana, sino cómo se sentía. Lo que ella quería hacer
en el mundo y cómo se transformó en una personalidad muy bonita. Esto era lo
especial de ella”, sonríe.
“¿Cómo fue volver a la rutina
luego de la Guerra?”, indaga Antonella Vargas (24), estudiante de Abogacía.
Albert sigue: “Nada quedaba de mi vida anterior. Ese primer día de clase,
cuando regresé, fue el más triste de mi vida. Teníamos buenos compañeros pero
no podíamos contar lo que había sucedido con nosotros. Ellos sólo sabían que en
la Guerra había poca comida y hablaban de un avión inglés derribado. No había
comprensión ni sentido de hablar de lo que habíamos vivido. Antes de 1942, yo
tenía 15 tíos. Y después del ’45, tres. Todos fueron deportados a los campos.
Me salté la adolescencia. Yo era un chico sobreadaptado. Obediente. No decía
malas palabras como la mayoría. ¿Cómo me iba a quejar de mis padres, si era la
única familia que tenía?”.
Camila Kaut (17), del Liceo 9 y
futura estudiante de Criminalística, se interesa por la gente que lo ayudó.
Quiere saber si siguen en contacto. “Sí. Para esconderte necesitás personas que
te ayuden, que te provean de comida y de una cama. No sos más independiente.
Hoy somos como hermanos con una de las familias que nos refugió. “Siempre hay
gente buena. Sé que ustedes también pueden encontrarla”, pasa el mensaje Albert.
“Muchos se arriesgaron para ayudarnos. Aprendí que se puede encontrar buena
gente en todos lados. No depende de la raza, ni de la religión, ni de la edad,
ni del género”, completa.
En cambio, Candela Jantus, 16
años, alumna de la Escuela ORT, averigua sobre las secuelas de la posguerra.
Albert responde con una anécdota: “Tiempo después, fui a visitar a un señor
judío -tenía 80-, que había quedado viudo. La familia que lo había escondido,
cuando perdió a su mujer, lo invitó a vivir con ellos. Entonces este hombre
volvió a la casa donde había estado oculto. Habían pasado 25 años, pero él
todavía hablaba en voz baja; no pedía nada para sí mismo y trataba de no
molestar ni irritar. Me había olvidado de cómo era vivir así. Fue terrible.
Volví a sentir el miedo permanente a ser arrestado, delatado o descubierto.”
Nacido un 15 de marzo de 1930, Albert se recibió de Químico y vive con Bep en
Eindhoven, a una hora de Ámsterdam. Cada tanto recibe la visita de su hermana
Teresa, que tiene 84 y reside en Nueva York. Salen juntos a hacer las compras.
“¿Queda resquemor, resentimiento?”, indaga Paz Mattenet (19), estudiante de
Antropología en la UBA. Albert pone un ejemplo: “Mi hermana puede tomar una
botella de agua mineral de la góndola. Si descubre que está hecha en Alemania,
la devuelve. Ese no soy yo”, ríe. “¿Cómo fue el día que los alemanes se
rindieron?”, plantea Ezequiel Companeetz (16), alumno del Carlos Pellegrini.
Albert refiere: “ Estaba prohibido pero teníamos una radio. Entonces escuchamos
la noticia. Y salimos felices a la calle. Teníamos las ropas muy viejas. Papá
nos había dicho, muchas veces, que esperaba sus zapatos aguantaran hasta que
terminara la Guerra. Esa misma tarde, cuando anunciaron el fin, se le rompieron
en pedazos”.