Tenemos dos vidas
Dijo Mahatma Gandhi: “El débil no puede perdonar. El perdón es un atributo de los fuertes".
Se necesita fortaleza de espíritu y sabiduría emocional para poder perdonar. Pero para alcanzar ese dominio del ser, debemos entregarnos a una búsqueda interior y una profunda autocritica de las propias flaquezas, de las debilidades internas, de los fracasos del alma, las entregas de nuestros corajes, y del olvido de nuestras antiguas convicciones.
El Día del Perdón según el Talmud, el libro de la sabiduría judía, no perdona. Las malas conductas con tus prójimos no son transferibles a un día, ni dispensadas por un rezo, ni salvadas por intermediarios. Es uno enfrentando su propio error y desnudando el alma frente, y sólo frente a ese prójimo. El Día del Perdón empuja a la búsqueda de qué perdonar, y porqué pedir perdón. Es un espejo de 24 horas donde buscar las manchas guardadas en la propia conciencia.
Iom Kipur, Día del Perdón, carece de símbolos. Todo se centra en nosotros. No hay nada allí afuera. Nada. Se nos prohíbe realizar cinco cosas durante esas 24 horas: no se debe comer ni beber, no se debe bañar, ni perfumar, ni mantener relaciones intimas, ni utilizar zapatos de cuero (simbolizan las pertenencias que poseemos).
Escribió el gran Oscar Wilde: “Los placeres sencillos son el último refugio de los hombres complicados”.
Lo que tienen en común todas estas prohibiciones es que son cosas relacionadas a placeres de lo cotidiano y que dejamos de disfrutar cuando partimos de este mundo. Vestimos también durante este día ropas blancas, no sólo como símbolo de espiritualidad y pureza, sino para asemejarnos al momento en que nos visten al morir. Las oraciones, los textos y las melodías de este día sólo nos llaman a que meditemos acerca del destino inevitable de todo ser humano.
El Unetane Tokef, uno de los textos centrales del día, se repite una y otra vez, preguntando: “¿Quién vivirá…y quien morirá?”
El Día del Perdón viene a enfrentarnos con lo inevitable del misterio del final. Con eso que nunca queremos ni escuchar, ni hablar. Ese día llega para enfrentarnos a una enorme puesta en escena, y entonces hacernos una sola pregunta: ¿qué harías si este fuera el último día de tu vida?
Dijo Woody Allen: “No le temo a la muerte, sólo que no me gustaría estar allí cuando suceda".
¿Qué harías si este fuera el último día de tu vida? ¿A quién llamarías? ¿Con quién correrías a tomarte otro café? ¿Con quiénes no dejarías de abrazarte? ¡Es el último día! ¿A quién llamarías para decirle: lo siento tanto…?
¿A quién para pedirle perdón? ¿Cuáles son esos encuentros que tenés que tener porque no podes permitirte partir de este mundo sin haber cerrado aquella herida?
¿A quién perdonarías? Se trata de frenar para pensar bien, como si fuese la última chance, no irse de aquí sin cerrar lo que teníamos que cerrar. No partir con algún rencor, alguna bronca, algún dolor.
¿A quién perdonarías? Mas allá de que lo merezca, en realidad porque es uno el que se merece estar más liviano, más entero, más blanco.
Confucio, el gran pensador chino, hace 2500 años decía: “¿Querés conocer acerca de la muerte? ¿Acaso conoces acerca de la vida?”. Si no conoces todavía tantas cosas acerca de la vida, ¿cómo puede ser posible conocer la muerte?
Este día es un golpe en el pecho para despertarnos de la letanía y la monotonía de pensar que todo será para siempre. Cuando Dios nos regaló el misterio milagroso de haber nacido, nos hizo respirar a cada segundo, entregándonos hálito de vida para que nos dediquemos a hacer con nuestra vida, lo que decidamos. No nos creó perfectos. No era ese el plan. Ni tampoco es el problema. Nos creó para que comamos del fruto una y otra vez y poder, nosotros, a veces acertar y otras no acertar.
A veces cumplir y otras transgredir. A veces confiar y a veces mentir. A veces pelear y otras amar. A veces lograr y otras fracasar. A veces soñar y otras caer. A veces perder y otras ganar. A veces creer y a veces dudar. A veces vivir, y a veces morir.
No nos hizo perfectos. Pero nos hizo capaces de perfeccionarnos.
Por eso regresamos a este día, cada año. Porque nos sabemos capaces de mejorar. De crecer. Y eso se logra especialmente cuando reaccionamos ante la realidad, de que nada será para siempre.
La vida es corta, pero hermosa. Es breve, pero intensa. ¿Qué vamos a hacer con el año que venimos a pedir? Lejos de angustiarnos, debemos transformar el enfrentarnos a la finitud, en una oportunidad para redefinir las prioridades del año, los cafés, los llamados, los abrazos, los perdones, y esos instantes que sabemos nos regalan eternidad.
Parafraseando a Garcia Márquez en su hermosa carta La Marioneta:
“Si por un instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo y me regalara un trozo de vida, aprovecharía ese tiempo lo más que pudiera…”
Quizá esta vez, será mejor no decir todo lo que pensamos, y mejor pensar todo lo que decimos
Dar más valor a las cosas, no por lo que valen, sino por lo que significan.
Dormir menos y soñar más, porque por cada minuto que cerramos los ojos, perdemos 60 segundos de luz.
Si Dios nos obsequiara un trozo más de vida, quizá podríamos tirarnos más seguido al sol, dejando descubierto, no solamente el cuerpo, sino el alma.
Veríamos cuán equivocados estábamos al pensar que uno deja de enamorarse cuando envejece, sino saber que uno envejece cuando deja de enamorarse.
Entenderíamos que la muerte no llega con la vejez, sino con el olvido y la indiferencia.
Este año podríamos aprender que si bien todo el mundo quiere vivir en la cima de la montaña, la verdadera felicidad está en la forma de subirla por el lado a veces más difícil.
Esta vez seriamos mas sabios, porque sabemos que cuando un bebe aprieta con su pequeño puño, por primera vez, el dedo de su padre, lo tiene atrapado por siempre.
Y entonces les daríamos alas a nuestros hijos, para que vuelen, pero siempre a nuestro lado.
Este año trabajaríamos para decirle al mundo que un hombre sólo tiene derecho a mirar a otro hacia abajo, cuando va a ayudarlo a levantarse.
Por un trozo más de vida, cuántos te amo, cuántos te perdono, y cuántas miradas en silencio con sonrisa y con lagrima, cambiarías por menos reuniones, obligaciones y celulares.
Si supiera que hoy fuera la última vez, el último día, cuántas veces te abrazaría y te diría que te quiero, en vez de darlo por obvio.
Este día lo tenemos que vivir como si fuese el último.
Y entonces, cuando mañana salgamos de aquí, vamos a poder empezar el primer día del resto de nuestras vidas, viviendo esa vida que no puede esperar.
La nuestra, y no la de otros.
Borges dice:
“Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre, quién es".
Amigos todos…
Recuerden, que todos, todos tenemos dos vidas. La segunda empieza el día en que nos damos cuenta que tenemos sólo una.
El autor es rabino de la Comunidad Amijai,y presidente de la Asamblea Rabínica Latinoamericana del Movimiento Masorti.