Oskar Schindler en una foto de 1963 (Everett/Shutterstock)
Oskar Schindler en una foto de 1963 (Everett/Shutterstock)
Faltaban pocos meses para que terminara la década del 70. Thomas Keneally había presentado su último libro, una novela histórica titulada Confederados. Le estaba yendo muy bien en Estados Unidos. Terminó su gira después de una charla en una librería de Los Ángeles. Faltaba un día y medio para que tuviera que tomar el avión que lo llevaría a su casa en Australia.
Salió a pasear por Beverly Hills. Recordó que su maletín tenía una de las manijas rotas. Debía comprar uno nuevo. Se alejó unas cuadras para evitar las tiendas más caras hasta que en una calle lateral vio grandes carteles de liquidación y descuentos en una marroquinería. Se paró en la vidriera a observar.
Un hombre salió del negocio. Era entusiasta y hablaba con un fuerte acento de Europa Oriental. Su pronunciación era dura y cortante pero su discurso articulado y afable. Un seductor que pretendía encantar a un posible cliente. Cuando Keneally le dijo qué estaba buscando, el hombre se ofreció a mostrarle varios modelos. Lo arrastró hacia dentro del local con la excusa de que el aire acondicionado lo iba a aliviar. Naturalmente, el vendedor, con su alegre persistencia, logró su objetivo.
En el momento de pagar, todo cambió. La siguiente pregunta, proveniente de la verborragia de Leopold Pfefferberg, cambiaría la vida de Keneally y de varios más, y modificaría también la percepción de un personaje histórico. “¿A qué se dedica?”. Luego de la respuesta vino la frase que Keneally y el resto de los de su oficio escucharon cientos de veces en su vida: “Yo tengo una historia que usted tiene que contar”.
El escritor a partir de ese momento sólo pensó en cómo evadir lo que seguía. Pero el vendedor no le dejó demasiadas opciones. Se metió dentro de una habitación trasera y regresó con dos grandes cajas. En ellas tenía documentos, artículos periodísticos y fotos sepia. Thomas Keneally se quedó en el negocio varias horas más. Había encontrado el tema de su siguiente libro: Oskar Schindler.
El arca de Schindler (como se llamó en un momento) o La Lista de Schindler ganó varios premios literarios y se convirtió en un best seller. Pero desde su aparición en 1982, pese a que los derechos cinematográficos habían sido comprados de inmediato, su traslación al cine se demoraba. Recién en 1993 Steven Spielberg logró hacer la película.
Oskar Schindler en la interpretación de Liam Neeson en la película de Steven Spielberg
Oskar Schindler en la interpretación de Liam Neeson en la película de Steven Spielberg

A partir del libro de Thomas Keneally el mundo conoció la lista del empresario alemán, afiliado al partido Nazi, que salvó a 1200 judíos.
Leopold Pfefferberg era un Schindlerjuden, un judío salvado por Schindler y desde hacía años buscaba que se conociera la historia de su salvador. Con la venta de ese maletín logró su cometido con creces.
Oskar Schindler no era parecido a Liam Neeson. Su cara era una mezcla de George Saunders y Charles Boyer, dos actores de otros tiempos. La frente extensa, las mejillas abultadas, ojos vivaces, sus rasgos tenían una rara solemnidad.
Los que lo conocieron concuerdan en que contaba con un carisma especial. Un aire de liviandad lo envolvía. Encontró su propia manera de avanzar: no pasar nunca desapercibido, pero tampoco nunca ser tomado demasiado en serio. No representar una amenaza para nadie y obtener con su encanto beneficios que no merecía.
En su ambición vitalicia de Bon vivant la buena vestimenta era un requisito indispensable. Trajes cruzados, corbatas de seda italiana, el pelo siempre cuidado.
Nació en Moravia (actual territorio de la República Checa) en 1908. Se casó muy joven, a los 20 años, con Emilie. Ella tenía un año más. Trataron de salir adelante juntos. Eran malos tiempos económicos. El matrimonio tampoco eran lo que ambos habían soñado. Ella veía poco a su marido. Oskar gustaba de salir de noche a tomar con sus amigos y sus aventuras amatorias eran conocidas por todos en la ciudad. Tuvo dos hijos extramatrimoniales. Siguieron juntos pese a todo.
En la década del 30 la trayectoria de Oskar es sinuosa. Algunos le atribuyen haber sido agente de inteligencia alemán en Checoslovaquia. Dicen que su labor ayudó el avance nazi en esas tierras gracias a información confidencial, delaciones y pequeñas operaciones. Los problemas con las mujeres y varias detenciones por ebriedad marcaron sus días. Mientras tanto encaraba distintos negocios con diversa suerte. Su ambición era hacer fortuna.
En 1939, en los albores de la guerra, se afilió al Partido Nazi. De pronto le surgió la posibilidad de adquirir una fábrica de enlozado que había sido arrebatado a sus antiguos dueños por su condición de judíos. Rápidamente la empresa comenzó a funcionar. El cambio de rubro fue el paso necesario para el despegue económico. Empezaron a hacer ollas, cacharros y otros utensilios para los soldados alemanes que estaban en el frente de batalla.
Emalia, así se llamaba la fábrica, empezó a contratar más personal. La mayoría era fruto del trabajo esclavo: prisioneros judíos provenientes de los campos de concentración, una modalidad usual en la época.
Oskar y Emilie Schindler
Oskar y Emilie Schindler

Schindler aceitó los contactos con jerarcas nazis y así su empresa seguía sin problemas de abastecimiento ni de contratos. Se involucró en otros negocios (vidrio y una distribuidora). En un inicio la contratación de los judíos no sólo seguía la lógica de la época sino que, al ser trabajo esclavo cobrado por los captores alemanes, era mucho más barato.
Pero las condiciones en las que vivían en los campos hizo despertar a Schindler. Los más de mil empleados sostuvieron que Schindler nunca los maltrató, que en el ámbito de trabajo eran respetados.
Con el correr del tiempo, Oskar consiguió que sus empleados durmieran en su fábrica para que sus condiciones de vida fueran al menos humanas y al mismo tiempo para alejarlos de las matanzas arbitrarias que podían iniciar los nazis.
Cuando el Gueto de Cracovia fue liquidado, sus trabajadores se salvaron porque estaban recluidos en la fábrica. Schindler había accedido a información confidencial y ese dato salvó la vida de cientos.
Schindler hacía todo lo necesario para que quienes estaban a su cargo no fueron asesinados por los nazis. Mentía, engañaba y sobornaba a los soldados nazis que venían a detener a su gente.
Cuentan que tres soldados alemanes ingresaron a la fábrica con violencia con la orden y la determinación de llevarse a una familia entera. Schindler trató de hacerlos entrar en razón pero no lo consiguió. Al menos logró llevarlos hacia su despacho para parlamentar. Tres horas después los soldados salieron de la fábrica, totalmente borrachos, con los bolsillos repletos y sin la familia a la que habían ido a buscar. Otra vez logró traer de regreso un grupo de 300 mujeres que habían sido enviadas a un campo de concentración.
El avance ruso complicó los planes. Pero la persistencia, la picardía, el poder de convicción y la fortuna de Schindler, siempre dispuesta para los sobornos, consiguieron lo que parecía una quimera. Convenció a las autoridades de trasladar la fábrica y a sus más de mil empleados a tierras checas y reconvertirla en una fábrica de municiones. La lista de Schindler incluía hijos, esposas, personas enfermas: no permitió que ninguna familia se desmembrara.
Una formación de 250 vagones llevó por las vías a los 1200 Schindlerjuden y los implementos para montar la nueva empresa.
Luego de un tiempo, el avance de los rusos hizo que Schindler debiera escapar. Los nazis habían sido derrotados. Y sus 1200 personas habían sobrevivido. Les consiguió una muda de ropa, algunos alimentos y un poco de plata para que se integraran a la vida cotidiana post Adolf Hitler.
La copia original de la lista de más de 1200 judíos conocida como la Lista de Schindler (MAD/ME/HB)
La copia original de la lista de más de 1200 judíos conocida como la Lista de Schindler (MAD/ME/HB)

Luego de la guerra huyó junto a su esposa para no ser detenido por los soviéticos. Ese habría sido su final.
Los primeros años en Alemania no fueron buenos para él que había consumido toda su fortuna en busca de lograr que su gente sobreviviera.
Luego de un tiempo en Europa, llegó a la Argentina. Trajo seis familias de Schindlerjuden con él. Oskar y Emilie se instalaron en la Provincia de Buenos Aires.
Ella se dedicó a criar cerdos y a la ganadería. Schindler quiso montar un criadero de nutrias. El negocio fue un fracaso absoluto. Tuvo que cerrar y las deudas se acumularon. Los historiadores, al ver la escasa capacidad para hacer negocios que evidenció después de la guerra (en su regreso a Alemania fundió una fábrica de cemento en menos de un año) atribuyeron el éxito de sus empresas en los años 40 a la tarea de Stern y los demás especialistas judíos que lo aconsejaban y trabajaban para él.
Schindler se fugó de la Argentina. Dejó a su esposa y una larga cola de acreedores. Emilie se hizo cargo de las deudas. Nunca más volvieron a verse. Ella siguió viviendo en el país hasta su muerte en octubre del 2001 a los 94 años.
Emilie Schindler, viuda de Oskar Schindler, en una foto de febrero de 1998 en su casa en las afueras de Buenos Aires. Emilie murió el 5 de octubre de 2001 a los 94 años (REUTERS/Rickey Rogers/archivo)
Emilie Schindler, viuda de Oskar Schindler, en una foto de febrero de 1998 en su casa en las afueras de Buenos Aires. Emilie murió el 5 de octubre de 2001 a los 94 años (REUTERS/Rickey Rogers/archivo)

Muchas de sus debilidades de carácter, de esos defectos, de esos vicios que desarrollo para triunfar en los negocios fueron los que lo ayudaron a lograr su obra excepcional, la supervivencia de esos 1200 personas. Su facilidad para entender el ánimo ajeno, la prestancia para la coima, la firmeza para hacer un pedido o la falta de pudor para obtener una ventaja fue lo que posibilitó que Schindler supiera cuáles eran los intersticios del poder nazi en los que podía ocultar a sus trabajadores.
Sintió que sólo podía actuar de una manera, que ante la masacre no había otra opción que ultimar los esfuerzos para salvar a todos los que pudiera. Podría haberse limitado a salvar a unos cuantos, a un puñado. A aquellos con los que se había encariñado o los que les eran de real utilidad. Eso habría sido financieramente menos costoso y personalmente menos peligroso. Su conciencia podría haber quedado a salvo con esas vidas que él habría rescatado, con esos hombres que pudo haber ocultado. Diez, doce, quince vidas que se prolongarían gracias a él; personas que le estarían agradecidas para siempre.
Sin embargo Schindler tomó el camino más imprevisible, el más complicado. Decidió que trataría de impedir cada muerte de los que estuvieran bajo su órbita. En cualquier otra circunstancia eso, quizás, hubiese parecido lo lógico. En las condiciones que lo hizo él, en la Alemania nazi en medio de la Segunda Guerra Mundial, en un entorno perverso y cegado moralmente, fue una proeza maravillosa. Esos escasos momentos en que alguien actúa por afuera de lo que se espera, que se separa de la conducta del resto, que no se deja arrastrar por la inercia. En este caso la inercia conducía a asesinatos masivos, a eliminar los rasgos humanos de la vida de las personas.
Schindler no naturalizó la barbarie. Fue un hombre que durante un lapso actuó de manera excepcional. Que perdió su fortuna, que puso en riesgo su vida, que resignó comodidad, que procuró que un animal voraz y feroz no se devorara a las personas a su cargo, que dedicó todas sus fuerzas para detener una maquinaria atroz. Por un momento lo consiguió.
Emilie Schindler que conocía bien a Oskar lo definió a la perfección: “Ni antes ni después de la Guerra hizo nada que valiera la pena. Pero ahí, en esos años difíciles, él se destacó. E hizo lo que nadie fue capaz. Esos fueron sus mejores años”.
Luego del estreno de la película de Spielberg, Emilie fue entrevistada por periodistas de todo el mundo. Reclamaba, con justicia, reconocimiento también a su tarea. Y fustigaba con dureza a Oskar. No olvidaba lo que la había hecho sufrir. Decía que era un mujeriego, un haragán, un hombre que en la mala la abandonó y la dejó solo y cargada de deudas.
En los últimos años el apellido de Oskar se convirtió en un genérico. Los ejemplos de los hombres que hicieron algo por oponerse a la barbarie, por salvar vidas amenazadas arbitrariamente en los años del nazismo se convirtieron en “Schindlers”. Así aparecieron el “Schindler de Polonia”, “El Schindler austríaco” y demás.
En Israel su labor fue reconocida gracias al impulso y a los testimonios de de los Schindlerjuden, las personas que él salvó. En los últimos años de su vida, estos sobrevivientes lo ayudaron económicamente cada vez que lo necesitó.
Fue nombrado por Israel como Un justo entre naciones, un hombre que actuó bien en tiempos en que los demás no lo hacían, un reconocimiento para los no judíos que ayudaron durante la Shoah a las personas del pueblo judío.
Oskar Schindler durante una visita a Tel Aviv a comienzo de los años 60 (Everett/Shutterstock)
Oskar Schindler durante una visita a Tel Aviv a comienzo de los años 60 (Everett/Shutterstock)

Sus últimos años no fueron fáciles. Tenía 66 años pero parecía de muchos más. Era un anciano prematuro. El alcohol le había pasado factura. Le costaba moverse, los dolores dominaban su cuerpo. El hígado le fallaba.
Una mañana entró al baño y tropezó. Ya no pudo levantarse. Dos días después, el 9 de octubre de 1974, hace cuarenta y cinco años, Oskar Schindler murió en un hospital de Hildesheim. En Alemania la noticia no tuvo mayor repercusión.
Alguien recordó el testamento. No había bienes para legar pero sí una importante disposición de última voluntad: Oskar Schindler quería que sus restos fueran enterrados en el Monte Zion, el cementerio católico de Jerusalén: es el único miembro del Partido Nazi en haber sido aceptado allí. Los Schindlerjuden se encargaron de que así sucediera.
Viviane Epstein, directora del programa Casas de Vida, coloca una ofrenda floral en la tumba de Oskar Schindler en el cementerio católico del Monte de Zion, en Jerusalem
Viviane Epstein, directora del programa Casas de Vida, coloca una ofrenda floral en la tumba de Oskar Schindler en el cementerio católico del Monte de Zion, en Jerusalem