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Ludwig van Beethoven compuso el Concierto para Piano y Orquesta Nº 5 en Mi Bemol Mayor Op. 73, en Viena entre 1809 y 1811, y se lo dedicó a su protector Rodolfo de Austria. Fue estrenado el 28 de noviembre de 1811 en la Gewandhaus de Leipzig.
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publicó este artículo firmado por Gregorio Benítez.
El concierto para piano y orquesta núm. 5 de Ludwig van
Beethoven
16/04/2019
Por Gregorio Benítez
Hablar del célebre “Emperador” es hacerlo sobre uno de los “ocho
mil” de la literatura para piano y orquesta de todos los tiempos.
El último de los conciertos para piano de Beethoven es mucho
más que una mera despedida del genio de Bonn de este género, ya que en él
eclosiona una concepción estética novedosa inexorablemente unida a una serie de
características compositivas que servirán para regir las pautas de los
conciertos románticos venideros.
Beethoven y el piano
El piano representa, de manera palmaria, el instrumento
central sobre el que orbita la creación instrumental de Beethoven. En su
producción artística para este instrumento destaca, como no podía ser de otra
forma, la monumental serie de treinta y dos sonatas para piano compuestas entre
1795 y 1822, un corpus que supone la aparición de un auténtico “Nuevo
Testamento” para este instrumento —como lo denominaría Hans von Bülow— en
contraposición al “Antiguo Testamento” encarnado por Das Wohltemperierte
Klavierde J. S. Bach. Junto a sus treinta y dos sonatas, los cinco conciertos
para piano son el otro conjunto de obras que acaparan mayor atención en todo su
dilatado catálogo instrumental y, a pesar de que su composición abarca un
período temporal más conciso, también permiten adentrarnos en este vínculo tan
estrecho establecido entre el compositor y un instrumento que —por aquel
momento— se encontraba en una constante evolución.
Apreciar la persistente transformación de las
características constructivas, así como las consecuencias sonoras de las
mismas, en aquellos instrumentos a caballo entre dos siglos, posibilita
alcanzar un mayor grado de aprehensión del desarrollo de la escritura
pianística del compositor alemán. La figura de Beethoven suele ser trazada de
modo asiduo, y a veces no del todo certero, como la de un compositor en
constante insatisfacción con los instrumentos de los que disponía y un gran
demandador de mejoras en los fabricantes de su tiempo. El piano experimentaba,
desde el último cuarto del siglo XVIII, una sucesión de cambios incesantes
relacionados con aspectos estructurales y mecánicos que dieron lugar a
diferencias notables entre los modelos generados en los dos núcleos principales
de producción de este instrumento, como eran Viena y Londres. Las diferencias
constructivas no solo se limitaban a la utilización de mecanismos distintos,
como el caso de los pedales en los pianos ingleses o las rodilleras en los
vieneses, sino que dio origen a la aparición de dos mecánicas muy
diferenciadas. Así, la mecánica inglesa presentaba una acción más pesada que,
junto a otros factores como la utilización de macillos de mayor grosor y
cuerdas de mayor calibre, generaban una sonoridad más potente que la de los
pianos del sur del área germana. Estos modelos, por el contrario, tenían
macillos más ligeros que se apoyaban sobre el brazo de la tecla por medio de
unas piezas denominadas “Kapseln” que permitían que el macillo estuviera
directamente unido a la tecla y mirando al intérprete (al revés que en los
pianos actuales). Como resultado de esto, el toque del piano vienés resultaba
más liviano y su pulsación más sensible, permitiendo una respuesta más rápida
gracias a que su acción era más directa. Este será el modelo de piano que ocupe
—mayoritariamente—la vida musical del compositor, salvo contadas excepciones
como el piano regalado por Thomas Broadwood al músico alemán en 1817, o el
Érard de 1803 que —a pesar de ser una casa parisina— seguía la mecánica
inglesa. Todos estos instrumentos tendrán su reflejo en el desarrollo de la
escritura pianística de Beethoven. El gusto por las ornamentaciones y texturas
más diáfanas es mucho más notorio en sus primeras sonatas, concebidas para
instrumentos como los del constructor vienés A. Walter. Asimismo, sonatas como
la Op. 53 “Waldstein” son coetáneas a su piano Érard y evidencian las
posibilidades que este instrumento ofrecía; posibilidades orientadas hacia la
búsqueda de colores, como los tan ansiados pianissimi, la experimentación con
el pedal derecho, además del empleo de recursos técnicos como los célebres
trémolos a dos manos del comienzo.
Beethoven permanecía expectante ante todos los nuevos
cambios que la evolución del instrumento ofrecía. A diferencia de Mozart, en el
cual la música para piano fluye de manera natural en un registro de cinco
octavas (de Fa1 a Fa5), Beethoven parece querer expandir las limitaciones del piano
que tenía a su alcance. Este hecho puede observarse en su Tercer concierto para
piano en Do menor Op. 37, compuesto para un instrumento que superaba en una
sola nota por el agudo (Sol5) el registro del piano de Mozart. Esta exigua
ampliación del registro, a priori inane, es explotada por Beethoven desde la
primera aparición del piano, donde el solista rápidamente alcanza la nota más
aguda del teclado, ansioso por mostrar al público esta nueva innovación.
Dibujo del piano regalado por Thomas Broadwood a Beethoven |
Sus conciertos para piano
Los cinco conciertos para piano son, pues, fruto de este período de continuo desarrollo de la escritura instrumental y del lenguaje compositivo de Beethoven. A pesar de que compuso varios conciertos ya en su juventud, de los cuales solo se conserva uno en Mi bemol mayor que data de 1784, son los cinco conciertos que escribió entre 1795 y 1809 los que muestran claramente la evolución del género en manos del artista germano. El segundo de ellos, en Si bemol mayor, fue el primero en ser compuesto. Los primeros esbozos se remontan a 1787 y, aunque fue completado cinco años más tarde, sufrió diversas modificaciones que hicieron que finalizara una segunda versión en 1798 que —igualmente— sería revisada y enviada al editor en 1801. Beethoven no guardaba especial estima a esta obra, considerando que no era una de sus mejores creaciones. No obstante, su estreno fue bastante exitoso y contribuyó al creciente ascenso del compositor en la escena musical vienesa. El segundo concierto en ser compuesto, núm. 1 en Do mayor, fue terminado en 1797 y supuso el debut oficial de Beethoven en Viena, pues previamente sus actuaciones habían sido ya muy copiosas, pero limitadas al ámbito privado. Fue, sin lugar a dudas, una de las composiciones que gozó de más popularidad en su momento, siendo interpretado por el compositor en múltiples ocasiones por diversas ciudades alemanas y Praga. En estos dos conciertos la influencia de Mozart y Haydn es ostensible, erigiéndose como dos de las composiciones más fácilmente encuadrables en el “estilo clásico” beethoveniano. Paulatinamente, el concepto mozartiano de concierto se irá diluyendo conforme nos adentramos en el inventario creativo del compositor. Su tercer concierto, citado anteriormente, muestra esta deriva que toma su itinerario compositivo. En su único concierto en modo menor Beethoven enseña una obra menos florida, llena de fuerza emocional, que se emancipa de muchos de esos patrones que se habían asentado en los dos conciertos precedentes. Algunos de los rasgos más novedosos que nos encontramos en este opus 37 están reñidos con la distribución tonal de la obra, pues su segundo movimiento (y parte del último) se encuentran en una tonalidad tan alejada de Do menor como es Mi mayor, lo cual rompía con las expectativas auditivas del público del año de su estreno, 1803.
Si la brecha que se abría entre los dos primeros conciertos
y el tercero era señalada, aún lo sería más la que se generara entre el tercero
y el cuarto, una verdadera joya de cuantas se pueden hallar entre todas las
escritas a lo largo de la historia de la música. En este Cuarto concierto en
Sol mayor Op. 58, Beethoven hila la escritura del solista y la orquesta en un
exquisito e inusitado tejido sinfónico, en el cual el rol del piano no se ciñe
a ser exclusivamente el solista, sino que en sí mismo, el concierto es una
auténtica sinfonía pianística. El propio comienzo ya se constituye como una
presentación novedosa e inexplorada anteriormente, pues se inicia con una
sosegada frase en el piano de cinco compases de fuerte carácter poético. La
frase termina quedando abierta, siendo recogida por una orquesta cuyo primer
acorde resulta del todo sorpresivo, lo cual supone una auténtica declaración de
intenciones de lo que será todo el concierto. Beethoven ahondará en esta
relación solista-orquesta muy especialmente en el segundo movimiento; una
página que transciende lo estrictamente musical, estableciéndose una
interacción entre el piano y la cuerda al unísono que, en palabras de Adolph B.
Marx, suponía un diálogo alegórico entre Orfeo y las Erinias. Su estreno tuvo
que ser postergado hasta diciembre de 1808, dos años después de haber sido
concluido, al no encontrar Beethoven ningún pianista para la parte solista,
siendo estrenado por el mismo compositor al igual que había ocurrido con los
otros conciertos predecesores.
El listón había quedado a una altura francamente
insuperable, pero si por algo el nombre de Ludwig van Beethoven ha quedado
impreso en la memoria colectiva de la humanidad, es porque su capacidad de
encarar nuevos desafíos superaba los límites que el mismo género humano se
imponía.
El concierto “Emperador”
Estrenado exitosamente en noviembre de 1811 en la mítica
primera Gewandhaus de Leipzig, originariamente situada en la actual
Kupfergasse, el quinto concierto para piano encarna a la perfección el sueño
luchador y los anhelos de victoria del ideario beethoveniano. Su estreno contó como
solista con Friedrich Schneider, organista—posteriormente— de la Thomaskirche,
y el Kapellmeister de la Gewandhausoschester Johann Ph. Ch. Schulz. Aunque,
como había ocurrido con el cuarto concierto, este opus 73 había sido dado a
conocer a un selecto grupo de invitados en enero de ese mismo año en el palacio
vienés del príncipe Lobkowitz; la presentación vienesa de la obra no se
llevaría a cabo hasta febrero de 1812, gracias a un concierto promovido por la
“Sociedad de mujeres de la caridad” que contaría con la interpretación de Carl
Czerny al piano, debido a que la sordera del compositor restringía enormemente
su vida como concertista. A diferencia de su recepción en la ciudad sajona, en
la capital imperial el público no pareció tan agradado con una obra que, por el
contrario, sí lograría difundirse rápidamente por el resto del continente y
alcanzar una enorme fama en los años siguientes a su estreno.
La composición de este concierto comenzó en 1809, en un
período de aislamiento social y conflictos bélicos, como la ocupación de la
ciudad de Viena en mayo de ese mismo año por parte de Napoleón, hecho que
obligaría al músico a interrumpir la gestación de la obra y refugiarse en
sótanos durante este tiempo de cañones y miseria. La familia imperial se vería
obligada a huir, incluido el más joven de sus miembros, el archiduque Rodolfo,
quien —además de alumno— sería un gran amigo y protector de Beethoven hasta
1824. A él está dedicado este concierto, siendo una de las catorce partituras
dedicadas a su persona por el compositor alemán, entre las que se encuentran
—además del cuarto y quinto concierto— la Missa Solemnis Op. 123, el Trío Op.
97 “Archiduque” o la Sonata Op. 81a “Les Adieux”. Esta última es, junto al
Cuarteto Op. 74, una obra escrita en el mismo tiempo que el quinto concierto,
estando las tres compuestas en la “heroica” tonalidad de Mi bemol mayor. Lejos
de ser tomada como una pura coincidencia, esta tonalidad luminosa es una clara
representación del triunfalismo en Beethoven, del encuentro de su propia paz
frente a las adversidades, del ser que se encara a sus maldiciones y sale
laureado.
Escrito en tres movimientos, el Allegro se inicia con un
solemne acorde de Mi bemol mayor del tutti orquestal que es súbitamente
respondido por una auténtica cadenza del piano. En ella, el solista realiza
tres fulgurantes apariciones antecedidas de los enfáticos acordes de tónica,
subdominante y dominante en la orquesta. Estamos ante una presentación
insólita, pues ni en el Concierto núm. 4 Op. 58 ni en el núm. 9 “Jeunehomme” K.
271 de Mozart, un concierto había comenzado el primer movimiento con un pasaje
donde el solista mostrara todo un despliegue de recursos virtuosísticos. Un
tratamiento ingenioso hasta entonces en el género concertístico que denota ese
carácter épico que impregna a toda la obra, muy especialmente a la parte
solista. El tono improvisatorio de esta introducción del piano formada por
arpegios, trinos, escalas y acordes partidos, dará paso a un enorme ritornello
orquestal de casi cien compases donde se expondrán los dos temas principales de
este movimiento. El primero de ellos posee una majestuosa expresión marcial,
generado en torno a una bordadura en tresillo en la que es posible percibir
cierta similitud con un redoble de tambor. Su diseño melódico y rítmico se
muestra como un material maleable a lo largo del Allegro y del cual surgirá
gran parte de los elementos motívicos del desarrollo. Tras una sucinta
transición, este tema principal desemboca en un segundo tema expuesto por las
cuerdas en staccato que se asimila a una especie de marcha en pianissimo.
Aunque se muestra en modo menor, rápidamente cambia al mayor en una sección en
las que las trompas en legato aportan un distinguido toque de nobleza en el
lienzo orquestal.
Fortepiano Conrad Graf de Beethoven. |
El solista reaparece tras una escala cromática ascendente y, tras exponer brevemente el material principal, Beethoven conduce el discurso musical hacia tonalidades inesperadas en el tema secundario como Si menor o Si mayor (escrita como Do bemol mayor), antes de dirigirlo hacia la tonalidad de la dominante como era usual. Desarrollo y re exposición se construyen —principalmente— sobre el material musical tratado en el primer tema, jugando el piano un papel primordial a la hora de estructurar estas secciones. Beethoven, curiosamente prescinde de incluir una cadenza al final, optando por escribir una nota en la partitura para advertir al solista de que no ejecutara ninguna tras un acorde que suponía una señal habitual para empezar a improvisar esta parte tradicional del concierto. La agudeza del compositor le hará incorporar aquí una sección a solo en el piano, en la cual el intérprete se encargará de modelar los materiales temáticos previos y ala que añadirá—a posteriori— las trompas y cuerdas, concluyendo en una extática peroratio protagonizada por toda la plantilla instrumental.
De una atmósfera mucho más íntima resulta el segundo
movimiento, un nocturno escrito en la remota tonalidad de Si mayor. Este Adagio
un poco mosso revela uno de los momentos más confortantes y espirituales jamás
escritos por el músico alemán. De un lirismo romántico que parece consolar el
alma, el movimiento se inicia con un sereno tema introducido por las cuerdas con
sordina al que luego se añadirán las maderas, quienes —en conjunto—se
encargarán de generar un ambiente entrañablemente cantabile que será recogido
por el solista. Este tema principal se repite tres veces a lo largo del
movimiento en las cuerdas, el piano y las maderas, respectivamente; sus
repeticiones no son literales, sino exquisitas variaciones perfiladas con sumo
tacto y maestría que hacen mantener e ltono apacible y el diálogo continuo
entre los distintos actores hasta el final del Adagio. Es aquí cuando los dos
fagotes crean una sencilla transición hacia el movimiento final al bajar medio
tono (de Si a Si bemol) y preparar el camino a la tonalidad principal de nuevo.
Sobre esta nota de Si bemol que presentan los fagotes y mantienen —a modo de
pedal—las trompas, el piano esboza tímidamente una nueva idea que dará origen
al brillante tema principal del tercer movimiento.
Este rondó de siete secciones (ABACABA) se articula
alrededor de un exuberante e impetuoso tema de acentuado sentido rítmico que es
presentado por el piano y recogido después por el tutti orquestal. La sección B
es muy fácil de identificar, pues se inicia tras una serie de escalas en el
piano que dan paso a un breve tema más melodioso; asimismo, este será seguido
de una conversación formada por escalas descendentes entre el solista y la
orquesta. Por su parte, la estrofa central del rondó (C) es la sección más
extensa de todas las que lo integran. En ella, Beethoven nos enseña el tema
principal en tres tonalidades diferentes, demostración inequívoca de su pericia
en el arte de la modulación y el juego formal. De igual modo, mención especial
cabría hacer del final del concierto, donde un solitario dúo entre el solista y
el timbal parece generar un diálogo a punto de detenerse en una mansa quietud
que será rápidamente desquebrajada por el piano, cuyo explosivo final
contagiará de su brioso ímpetu a toda la orquesta.
A continuación, el Concierto para Piano y Orquesta Nº 5 en Mi Bemol Mayor Op. 73, de Ludwig van Beethoven, en la versión de Maurizio Pollini, junto a la Orquesta Sinfónica de Galicia, dirigida por Daniele Pollini.