La Argentina Insolente |
Dr. Mario Rosen |
En mi casa me enseñaron bien.
Cuando yo era un niño, en mi casa me enseñaron a honrar dos
reglas sagradas:
Regla N° 1: En esta casa las reglas no se discuten.
Regla N° 2: En esta casa se debe respetar a papá y mamá.
Y esta regla se cumplía en ese estricto orden. Una exigencia
de mamá, que nadie discutía... Ni siquiera papá. Astuta la vieja, porque así
nos mantenía a raya con la simple amenaza: “Ya van a ver cuando llegue papá”.
Porque las mamás estaban en su casa. Porque todos los papás
salían a trabajar... Porque había trabajo para todos los papás, y todos los
papás volvían a su casa.
No había que pagar rescate o ir a retirarlos a la morgue.
El respeto por la autoridad de papá (desde luego, otorgada y
sostenida graciosamente por mi mamá) era razón suficiente para cumplir las
reglas.
Usted probablemente dirá que ya desde chiquito yo era un
sometido, un cobarde conformista o, si prefiere, un pequeño fascista, pero
acépteme esto: era muy aliviado saber que uno tenía reglas que respetar.
Las reglas me contenían, me ordenaban y me protegían. Me
contenían al darme un horizonte para que mi mirada no se perdiera en la nada,
me protegían porque podía apoyarme en ellas dado que eran sólidas... Y me
ordenaban porque es bueno saber a qué atenerse. De lo contrario, uno tiene la
sensación de abismo, abandono y ausencia.
Las reglas a cumplir eran fáciles, claras, memorables y tan
reales y consistentes como eran “lavarse las manos antes de sentarse a la mesa”
o “escuchar cuando los mayores hablan”.
Había otro detalle, las mismas personas que me imponían las
reglas eran las mismas que las cumplían a rajatabla y se encargaban de que
todos los de la casa las cumplieran. No había diferencias. Éramos todos iguales
ante la Sagrada Ley Casera.
Sin embargo, y no lo dude, muchas veces desafié “las reglas”
mediante el sano y excitante proceso de la “travesura” que me permitía
acercarme al borde del universo familiar y conocer exactamente los límites.
Siempre era descubierto, denunciado y castigado apropiadamente..
La travesura y el castigo pertenecían a un mismo sabio
proceso que me permitía mantener intacta mi salud mental. No había culpables
sin castigo y no había castigo sin culpables.
No me diga, uno así vive en un mundo predecible.
El castigo era una salida terapéutica y elegante para todos,
pues alejaba el rencor y trasquilaba a los privilegios. Por lo tanto las
travesuras no eran acumulativas. Tampoco existía el dos por uno. A tal
travesura tal castigo.
Nunca me amenazaron con algo que no estuvieran dispuestos y
preparados a cumplir.
Así fue en mi casa. Y así se suponía que era más allá de la
esquina de mi casa. Pero no. Me enseñaron bien, pero estaba todo mal. Lenta y
dolorosamente comprobé que más allá de la esquina de mi casa había “travesuras”
sin “castigo”, y una enorme cantidad de “reglas” que no se cumplían, porque el
que las cumple es simplemente un estúpido (o un boludo, si me lo permite
decir).
El mundo al cual me arrojaron sin anestesia estaba patas
para arriba.
Conocí algo que, desde mi ingenuidad adulta (sí, aún sigo
siendo un ingenuo), nunca pude digerir, pero siempre me lo tengo que comer:
"la impunidad".
¿Quiere saber una cosa? En mi casa no había impunidad.
En mi casa había justicia, justicia simple, clara, e
inmediata. Pero también había piedad.
Le explicaré:
Justicia, porque “el que las hace las paga”.
Piedad, porque uno cumplía la condena estipulada y era
dispensado, y su dignidad quedaba intacta y en pie. Al rincón, por tanto
tiempo, y listo... Y ni un minuto más, y ni un minuto menos. Por otra parte,
uno tenía la convicción de que sería atrapado tarde o temprano, así que había
que pensar muy bien antes de sacar los pies del plato.
Las reglas eran claras. Los castigos eran claros. Así fue en
mi casa.
Y así creí que sería en la vida.. Pero me equivoqué. Hoy
debo reconocer que en mi casa de la infancia había algo que hacía la
diferencia, y hacía que todo funcionara.
En mi casa había una “Tercera Regla” no escrita y, como
todas las reglas no escritas, tenía la fuerza de un precepto sagrado.
Esta fue la regla de oro que presidía el comportamiento de
mi casa:
Regla N° 3: No sea insolente.
Si rompió la regla, acéptelo, hágase responsable, y haga lo
que necesita ser hecho para poner las cosas en su lugar.
Ésta es la regla que fue demolida en la sociedad en la que
vivo.
Eso es lo que nos arruinó. LA INSOLENCIA.
Usted puede romper una regla -es su riesgo- pero si alguien
le llama la atención o es atrapado, no sea arrogante e insolente, tenga el
coraje de aceptarlo y hacerse responsable. Pisar el césped, cruzar por la mitad
de la cuadra, pasar semáforos en rojo, tirar papeles al piso, tratar de pisar a
los peatones, todas son travesuras que se pueden enmendar... a no ser que uno
viva en una sociedad plagada de insolentes.
La insolencia de romper la regla, sentirse un vivo, e
insultar, ultrajar y denigrar al que responsablemente intenta advertirle o
hacerla respetar. Así no hay remedio.
El mal de los Argentinos es la insolencia.
La insolencia está compuesta de petulancia, descaro y
desvergüenza.
La insolencia hace un culto de cuatro principios:
- Pretender saberlo todo
- Tener razón hasta morir
- No escuchar
- Tú me importas, sólo si me sirves.
La insolencia en mi país admite que la gente se muera de
hambre y que los niños no tengan salud ni educación.
La insolencia en mi país logra que los que no pueden
trabajar cobren un subsidio proveniente de los impuestos que pagan los que sí
pueden trabajar (muy justo), pero los que no pueden trabajar, al mismo tiempo
cierran los caminos y no dejan trabajar a los que sí pueden trabajar para
aportar con sus impuestos a aquéllos que, insolentemente, les impiden trabajar.
Léalo otra vez, porque parece mentira.
Así nos vamos a quedar sin trabajo todos.
Porque a la insolencia no le importa, es pequeña, ignorante
y arrogante.
Bueno, y así están
las cosas. Ah, me olvidaba, ¿Las reglas sagradas de mi casa serían las mismas
que en la suya? Qué interesante. ¿Usted sabe que demasiada gente me ha dicho
que ésas eran también las reglas en sus casas?
Tanta gente me lo confirmó que llegué a la conclusión que
somos una inmensa mayoría. Y entonces me pregunto, si somos tantos, ¿por qué
nos acostumbramos tan fácilmente a los atropellos de los insolentes?
Yo se lo voy a contestar.
PORQUE ES MÁS CÓMODO, y uno se acostumbra a cualquier cosa,
para no tener que hacerse responsable. Porque hacerse responsable es tomar un
compromiso y comprometerse es aceptar el riesgo de ser rechazado, o criticado.
Además, aunque somos una inmensa mayoría, no sirve para nada, ellos son pocos
pero muy bien organizados. Sin embargo, yo quiero saber cuántos somos los que
estamos dispuestos a respetar estas reglas.
Le propongo que hagamos algo para identificarnos entre
nosotros.
No tire papeles en la calle. Si ve un papel tirado,
levántelo y tírelo en un tacho de basura. Si no hay un tacho de basura, llévelo
con usted hasta que lo encuentre. Si ve a alguien tirando un papel en la calle,
simplemente levántelo usted y cumpla con la regla 1. No va a pasar mucho tiempo
en que seamos varios para levantar un mismo papel.
Si es peatón, cruce por donde corresponde y respete los
semáforos, aunque no pase ningún vehículo, quédese parado y respete la regla.
Si es un automovilista, respete los semáforos y respete los
derechos del peatón. Si saca a pasear a su perro, levante los desperdicios.
Todo esto parece muy tonto, pero no lo crea, es el único
modo de comenzar a desprendernos de nuestra proverbial INSOLENCIA.
Yo creo que la insolencia colectiva tiene un solo antídoto,
la responsabilidad individual. Creo que la grandeza de una nación comienza por
aprender a mantenerla limpia y ordenada.
Si todos somos capaces de hacer esto, seremos capaces de
hacer cualquier cosa.
Porque hay que aprender a hacerlo todos los días. Ése es el
desafío.
Los insolentes tienen éxito porque son insolentes todos los
días, todo el tiempo. Nuestro país está condenado: O aprende a cargar con la
disciplina o cargará siempre con el arrepentimiento.
¿A USTED QUÉ LE
PARECE?
¿PODREMOS RECONOCERNOS EN LA CALLE ?
Espero no haber sido insolente.
En ese caso, disculpe.
Dr. Mario Rosen
El Dr. Mario A. Rosen es médico, educador, escritor. Tiene
63 años. Socio fundador de Escuela de Vida, Columbia Training System, y Dr.
Rosen & Asociados. Desde hace 15 años coordina grupos de entrenamiento en
Educación Responsable para el Adulto. Ha coordinado estos cursos en Neuquén,
Córdoba, Tucumán, Rosario, Santa Fe, Bahía Blanca y en Centro América. Médico
residente y Becario en Investigación clínica del Consejo Nacional de
Residencias Médicas (UBA). Premio Mezzadra de la Facultad de Ciencias Médicas
al mejor trabajo de investigación (UBA). Concurrió a cursos de
perfeccionamiento y actualización en conducta humana en EEUU y Europa. Invitado
a coordinar cursos de motivación en Amway y Essen Argentina, Dealers de Movicom
Bellsouth, EPSA, Alico Seguros, Nature, Laboratorios Parke Davis, Melaleuka
Argentina, BASF.