El 28 de octubre de 1958, en el Vaticano, Angelo Giuseppe
Roncali fue elegido papa adoptando el nombre de Juan XXIII.
Desde los primeros días de su pontificado, comenzó a
comportarse como nadie esperaba, muy lejos del envaramiento y la solemne
actitud que había caracterizado a sus predecesores.
Abordó su tarea como si se tratase de un párroco de aldea,
sin permitir que sus cualidades humanas quedasen enterradas bajo el rígido
protocolo, del que muchos papas habían sido víctimas.
Ni siquiera ocultó que era hombre que gozaba de la vida,
amante de la buena mesa, de las charlas interminables, de la amistad y de las
gentes del pueblo.
Como pontífice dio un nuevo planteamiento al ecumenismo
católico con el Secretariado para la Unidad de los Cristianos y el acogimiento
en Roma de los supremos jerarcas de cuatro Iglesias protestantes.
Su pontificado abrió nuevas perspectivas a la vida de la
Iglesia y, aunque no se dieron cambios radicales en la estructura eclesiástica,
promovió una renovación profunda de las ideas y las actitudes.
Su propósito pronto fue claro para todos: poner al día la
Iglesia, adecuar su mensaje a los tiempos modernos enmendando pasados yerros y
afrontando los nuevos problemas humanos, económicos y sociales.
Para conseguirlo, Juan XXIII dotó a la comunidad cristiana
de dos herramientas extraordinarias: las encíclicas Mater et Magistra y Pacem
in terris.
En la primera explicitaba las bases de un orden económico
centrado en los valores del hombre y en la atención de las necesidades,
hablando claramente del concepto "socialización" y abriendo para los
católicos las puertas de la intervención en unas estructuras socioeconómicas
que debían ser cada vez más justas.
En la segunda se delineaba una visión de paz, libertad y
convivencia ciudadana e internacional vinculándola al amor que Cristo manifestó
por el género humano en la Última Cena.
Ambas encíclicas suponían una revolución copernicana en la
visión católica de los problemas temporales, pues aceptaban la herencia de la
Revolución Francesa y de la democracia moderna, haciendo de la dignidad del
hombre el centro de todo derecho, de toda política y de toda dinámica social o
económica.
Poco antes de su muerte, acaecida el 3 de junio de 1963,
Juan XXIII aún tuvo el coraje de convocar un nuevo concilio que recogiese y
promoviese esta valerosa y necesaria puesta al día de la Iglesia: el Concilio
Vaticano II.
A través de él, el papa Roncalli se proponía, según sus
propias palabras, "elaborar una nueva Teología de los misterios de Cristo.
Del mundo físico. Del tiempo y las relaciones temporales. De la historia. Del
pecado. Del hombre. Del nacimiento. De los alimentos y la bebida. Del trabajo.
De la vista, del oído, del lenguaje, de las lágrimas y de la risa. De la música
y de la danza. De la cultura. De la televisión. Del matrimonio y de la familia.
De los grupos étnicos y del Estado. De la humanidad toda".
Se trataba de una tarea de titanes que sólo un hombre como
Juan XXIII fue capaz de concebir e impulsar, y que sus herederos recibirían
como un legado a la vez imprescindible y comprometedor.
Pablo VI, su sucesor y amigo, declaró tras ser elegido nuevo
pontífice que la herencia del papa Juan no podía quedar encerrada en su ataúd.
Él se atrevió a cargarla sobre sus hombros y pudo comprobar que no era ligera.
Seguidamente la palabra del Papa Juan XXIII, el 11 de octubre de 1962, en el Día Inauguración del Concilio Vaticano II.
Seguidamente la palabra del Papa Juan XXIII, el 11 de octubre de 1962, en el Día Inauguración del Concilio Vaticano II.