En el Blog publicamos hace tiempo atrás, el Decálogo de la Serenidad. Aquí una síntesis biográfica de Juan XXIII.
Angelo
Giuseppe Roncalli nació en Sotto il Monte, provincia de Bérgamo, Lombardía,
Italia, 25 de noviembre de 1881 y falleció en Ciudad del Vaticano el 3 de junio
de 1963, fue el papa número 261 de la Iglesia Católica entre 1958 y 1963.
Era el
tercero de los once hijos que tuvieron Giambattista Roncalli y Mariana Mazzola,
campesinos de antiguas raíces católicas.
Fue un niño
a la vez taciturno y alegre, dado a la soledad y a la lectura. Cuando reveló
sus deseos de convertirse en sacerdote, su padre pensó muy atinadamente que
primero debía estudiar latín con el viejo cura del vecino pueblo de Cervico, y
allí lo envió.
A los once
años ingresaba en el seminario de Bérgamo y en esa época comenzaría a escribir
su Diario del alma, que continuó prácticamente sin interrupciones durante toda
su vida y que hoy es un testimonio insustituible y fiel de sus desvelos, sus
reflexiones y sus sentimientos.
En 1901,
Roncalli pasó al seminario mayor de San Apollinaire reafirmado en su propósito
de seguir la carrera eclesiástica.
El futuro
Juan XXIII celebró su primera misa en la basílica de San Pedro el 11 de agosto
de 1904, al día siguiente de ser ordenado sacerdote.
Un año
después, tras graduarse como doctor en Teología, iba a conocer a alguien que
dejaría en él una profunda huella: monseñor Radini Tedeschi. Este sacerdote era
al parecer un prodigio de mesura y equilibrio, uno de esos hombres justos y
ponderados capaces de deslumbrar con su juicio y su sabiduría a todo ser joven
y sensible, y Roncalli era ambas cosas.
Tedeschi
también se sintió interesado por aquel presbítero entusiasta y no dudó en
nombrarlo su secretario cuando fue designado obispo de Bérgamo por el papa Pío
X. De esta forma, Roncalli obtenía su primer cargo importante.
Dio comienzo
entonces un decenio de estrecha colaboración material y espiritual entre ambos,
de máxima identificación y de total entrega en común. A lo largo de esos años,
Roncalli enseñó historia de la Iglesia, dio clases de Apologética y Patrística,
escribió varios opúsculos y viajó por diversos países europeos, además de
despachar con diligencia los asuntos que competían a su secretaría. Todo ello
bajo la inspiración y la sombra protectora de Tedeschi, a quien siempre
consideró un verdadero padre espiritual.
En 1914, dos
hechos desgraciados vinieron a turbar su felicidad. En primer lugar, la muerte
repentina de monseñor Tedeschi, a quien Roncalli lloró sintiendo no sólo que él
perdía un amigo y un guía, sino que a la vez el mundo perdía un hombre
extraordinario y poco menos que insustituible.
Además, el estallido de la
Primera Guerra Mundial fue un golpe para sus ilusiones y retrasó todos sus
proyectos y su formación, pues hubo de incorporarse a filas inmediatamente. A
pesar de todo, Roncalli aceptó su destino con resignación y alegría, dispuesto
a servir a la causa de la paz y de la Iglesia allí donde se encontrase.
Fue sargento
de sanidad y teniente capellán del hospital militar de Bérgamo, donde pudo
contemplar con sus propios ojos el dolor y el sufrimiento que aquella guerra
terrible causaba a hombres, mujeres y niños inocentes.
Concluida la
contienda, fue elegido para presidir la Obra Pontificia de la Propagación de la
Fe y pudo reanudar sus viajes y sus estudios. Más tarde, sus misiones como
visitador apostólico en Bulgaria, Turquía y Grecia lo convirtieron en una
especie de embajador del Evangelio en Oriente, permitiéndole entrar en
contacto, ya como obispo, con el credo ortodoxo y con formas distintas de
religiosidad que sin duda lo enriquecieron y le proporcionaron una amplitud de
miras de la cual la Iglesia Católica no iba a tardar en beneficiarse.
Durante la
Segunda Guerra Mundial, Roncalli se mantuvo firme en su puesto de delegado
apostólico, realizando innumerables viajes desde Atenas y Estambul, llevando
palabras de consuelo a las víctimas de la contienda y procurando que los
estragos producidos por ella fuesen mínimos. Pocos saben que si Atenas no fue
bombardeada y todo su fabuloso legado artístico y cultural destruido, ello se
debe a este, en apariencia insignificante cura amable y abierto, a quien no
parecían interesar mayormente tales cosas.
Una vez
finalizadas las hostilidades, fue nombrado nuncio en París por el papa Pío XII.
Se trataba de una misión delicada, pues era preciso afrontar problemas tan
espinosos como el derivado del colaboracionismo entre la jerarquía católica
francesa y los regímenes pronazis durante la guerra.
Empleando
como armas un tacto admirable y una voluntad conciliadora a prueba de
desaliento, Roncalli logró superar las dificultades y consolidar firmes lazos
de amistad con una clase política recelosa y esquiva.
En 1952, Pío
XII le nombró patriarca de Venecia. Al año siguiente, el presidente de la República
Francesa, Vicent Auriol, le entregaba la birreta cardenalicia. Roncalli
brillaba ya con luz propia entre los grandes mandatarios de la Iglesia.
Su elección
como papa tras la muerte de Pío XII sorprendió a propios y extraños. No sólo
eso: desde los primeros días de su pontificado, comenzó a comportarse como
nadie esperaba, muy lejos del envaramiento y la solemne actitud que había
caracterizado a sus predecesores.
Para
empezar, adoptó el nombre de Juan XXIII, que además de parecer vulgar ante los
León, Benedicto o Pío, era el de un famoso antipapa de triste memoria. Luego,
abordó su tarea como si se tratase de un párroco de aldea, sin permitir que sus
cualidades humanas quedasen enterradas bajo el rígido protocolo, del que muchos
papas habían sido víctimas. Ni siquiera ocultó que era hombre que gozaba de la
vida, amante de la buena mesa, de las charlas interminables, de la amistad y de
las gentes del pueblo.
Su
pontificado abrió nuevas perspectivas a la vida de la Iglesia y, aunque no se
dieron cambios radicales en la estructura eclesiástica, promovió una renovación
profunda de las ideas y las actitudes.
Su propósito
pronto fue claro para todos: poner al día la Iglesia, adecuar su mensaje a los
tiempos modernos enmendando pasados yerros y afrontando los nuevos problemas
humanos, económicos y sociales. Para conseguirlo, Juan XXIII dotó a la
comunidad cristiana de dos herramientas extraordinarias: las encíclicas Mater
et Magistra y Pacem in terris.
Poco antes
de su muerte aún tuvo el coraje de convocar un nuevo concilio que recogiese y
promoviese esta valerosa y necesaria puesta al día de la Iglesia: el Concilio
Vaticano II.
A través de él, el papa Roncalli se proponía, según sus propias
palabras, "elaborar una nueva Teología de los misterios de Cristo. Del
mundo físico. Del tiempo y las relaciones temporales. De la historia. Del
pecado. Del hombre. Del nacimiento. De los alimentos y la bebida. Del trabajo.
De la vista, del oído, del lenguaje, de las lágrimas y de la risa. De la música
y de la danza. De la cultura. De la televisión. Del matrimonio y de la familia.
De los grupos étnicos y del Estado. De la humanidad toda".
Se trataba
de una tarea de titanes que sólo un hombre como Juan XXIII fue capaz de
concebir e impulsar, y que sus herederos recibirían como un legado a la vez
imprescindible y comprometedor. Pablo VI, su sucesor y amigo, declaró tras ser
elegido nuevo pontífice que la herencia del papa Juan no podía quedar encerrada
en su ataúd. Él se atrevió a cargarla sobre sus hombros y pudo comprobar que no
era ligera.
A continuación una película que esta basada en su vida y que es muy conmovedora.