OBITUARIO
Berthold Beitz, patriarca de la industria alemana y justo entre las naciones
El ejecutivo, que dirigió el poderoso consorcio siderúrgico Krupp tras la Segunda Guerra Mundial, salvó a cientos de judíos de la persecución nazi
Enrique Müller 1 de agosto de 2013
Berthold Beitz (Bentzin, norte de Alemania, 1913), fallecido el
martes a los 99 años, nunca fue un buen alumno, ni cursó una carrera
universitaria, pero la suerte siempre le acompañó en su larga, azarosa y
exitosa vida. El azar quiso que, siendo aprendiz en un banco de
Hamburgo, fuera contratado por una empresa petrolera. Tras el estallido
de la II Guerra Mundial, su trabajo le llevaría como director de
operaciones a Polonia, donde más tarde trabajó bajo la supervisión
directa del alto mando de la Wehrmacht. Aprovechando esa posición salvó a
centenares de judíos de las cámaras de gas. Beitz, que andando los años
se convertiría en la clave de bóveda de la industria del acero alemana,
tardaría muchas décadas en revelar unas actividades que le llevaron a
recibir de Israel la más alta distinción que el país concede a los
gentiles: la de “justo entre las naciones”, título otorgado a las
personas de origen no hebreo que ayudaron a los judíos a escapar de la
vesania nazi.
Cuando el joven empresario y su esposa Else llegaron a Polonia quedaron impresionados por las atrocidades de las SS y empezaron a esconder a los judíos, en su mayoría mujeres y niños, en el sótano de su casa. A lo largo de los cuatro años siguientes, Beitz y su mujer lograron salvar la vida a más de 1.500 judíos, a los que en ocasiones rescataban de los trenes que les conducían a los campos de exterminio con el pretexto de que eran esenciales para el esfuerzo bélico. Los compatriotas de Beitz no conocieron esta hazaña hasta el año 2008, cuando este, ya una leyenda de la industria germana, reveló al periódico Süddeutsche Zeitung algunos detalles de un heroico “trabajo clandestino” que les puso en el punto de mira de la Gestapo.
“¿Por qué tendría que hablar sobre mi tiempo en Polonia? ¿Solo para elogiarme a mi mismo?”, dijo el empresario al justificar su largo silencio. “Nunca tuve miedo, de lo contrario habría fracasado. También me ayudó mi conducta firme y decidida ante los oficiales de las SS. Conozco a los alemanes. Si uno actúa en forma firme, clara y determinada, a uno lo respetan. Si se muestra débil y desesperado, acaban con él”.
Cuando finalizó la guerra y regresaron a una Alemania arrasada, Beitz y su esposa tuvieron que alojarse durante un tiempo en un establo, pero Beitz no tardaría en iniciar una carrera meteórica, difícil de entender en un contexto que no fuera el de la posguerra. Tras triunfar en el mundo de los seguros, el azar volvió a jugar a su favor. Durante una visita al taller de un escultor, Beitz conoció al heredero del paradigma de la industria bélica alemana, Alfried Krupp. Meses después, a punto de cumplir 39 años, Beitz recibió una invitación para cenar con Krupp en Hamburgo, durante la cual este le propuso que le ayudara a reconstruir su imperio industrial.
Un año después Beitz, con plenos poderes ejecutivos, se instalaba en Essen, en el corazón del sector pesado alemán, para emprender una tarea monumental: volver a poner en pie al coloso, limpiar el pasado nazi de la familia Krupp —el propio Alfried fue condenado en Núremberg como criminal de guerra por utilizar mano de obra esclava en sus factorías— y enterrar para siempre la odiosa fama que arrastraba el grupo desde la I Guerra Mundial.
Gracias a su limpio pasado durante la dictadura nazi, Beitz pudo emprender su trabajo casi con entera libertad. Durante las dos décadas que compartió el mando de Krupp con Alfried, el gigante renunció a su división de armamento e inició una etapa en la que Beitz pudo poner en práctica su concepto humanista de economía social de mercado, imperante en la nueva nación alemana. En 1968, tras el fallecimiento de Krupp, Beitz tomó las riendas del grupo desde su cargo vitalicio en la fundación Krupp, un puesto excepcional desde el que marcó durante casi medio siglo el rumbo de uno de los más poderosos consorcios industriales europeos.
A pesar de que una carrera labrada a golpes de fortuna le terminó convirtiendo en el último gran patriarca de la industria alemana, Beitz jamás fue un arribista, sino un rebelde con causa, un outsider que nunca militó en un partido político y siempre mantuvo una sana distancia frente a los círculos del dinero y el poder.
Cuando el joven empresario y su esposa Else llegaron a Polonia quedaron impresionados por las atrocidades de las SS y empezaron a esconder a los judíos, en su mayoría mujeres y niños, en el sótano de su casa. A lo largo de los cuatro años siguientes, Beitz y su mujer lograron salvar la vida a más de 1.500 judíos, a los que en ocasiones rescataban de los trenes que les conducían a los campos de exterminio con el pretexto de que eran esenciales para el esfuerzo bélico. Los compatriotas de Beitz no conocieron esta hazaña hasta el año 2008, cuando este, ya una leyenda de la industria germana, reveló al periódico Süddeutsche Zeitung algunos detalles de un heroico “trabajo clandestino” que les puso en el punto de mira de la Gestapo.
“¿Por qué tendría que hablar sobre mi tiempo en Polonia? ¿Solo para elogiarme a mi mismo?”, dijo el empresario al justificar su largo silencio. “Nunca tuve miedo, de lo contrario habría fracasado. También me ayudó mi conducta firme y decidida ante los oficiales de las SS. Conozco a los alemanes. Si uno actúa en forma firme, clara y determinada, a uno lo respetan. Si se muestra débil y desesperado, acaban con él”.
Cuando finalizó la guerra y regresaron a una Alemania arrasada, Beitz y su esposa tuvieron que alojarse durante un tiempo en un establo, pero Beitz no tardaría en iniciar una carrera meteórica, difícil de entender en un contexto que no fuera el de la posguerra. Tras triunfar en el mundo de los seguros, el azar volvió a jugar a su favor. Durante una visita al taller de un escultor, Beitz conoció al heredero del paradigma de la industria bélica alemana, Alfried Krupp. Meses después, a punto de cumplir 39 años, Beitz recibió una invitación para cenar con Krupp en Hamburgo, durante la cual este le propuso que le ayudara a reconstruir su imperio industrial.
Un año después Beitz, con plenos poderes ejecutivos, se instalaba en Essen, en el corazón del sector pesado alemán, para emprender una tarea monumental: volver a poner en pie al coloso, limpiar el pasado nazi de la familia Krupp —el propio Alfried fue condenado en Núremberg como criminal de guerra por utilizar mano de obra esclava en sus factorías— y enterrar para siempre la odiosa fama que arrastraba el grupo desde la I Guerra Mundial.
Gracias a su limpio pasado durante la dictadura nazi, Beitz pudo emprender su trabajo casi con entera libertad. Durante las dos décadas que compartió el mando de Krupp con Alfried, el gigante renunció a su división de armamento e inició una etapa en la que Beitz pudo poner en práctica su concepto humanista de economía social de mercado, imperante en la nueva nación alemana. En 1968, tras el fallecimiento de Krupp, Beitz tomó las riendas del grupo desde su cargo vitalicio en la fundación Krupp, un puesto excepcional desde el que marcó durante casi medio siglo el rumbo de uno de los más poderosos consorcios industriales europeos.
A pesar de que una carrera labrada a golpes de fortuna le terminó convirtiendo en el último gran patriarca de la industria alemana, Beitz jamás fue un arribista, sino un rebelde con causa, un outsider que nunca militó en un partido político y siempre mantuvo una sana distancia frente a los círculos del dinero y el poder.