Marcel Mule nació en Aube, Francia, el 24 de junio de 1901,
y murió en Hyères, Francia, el 18 de diciembre de 2001. Saxofonista, y
pedagogo.
El sitio www.asax.fr publicó esta entrevista
La historia del vibrato del saxofón Entrevista a Marcel Mule
por Claude Delangle
Claude Delangle: Me gusta mucho venir a visitarlo cada año. Si hoy tomo notas, es porque los alumnos del Conservatorio [de París] me lo han pedido. Me han dicho:《usted conoce bien a Marcel Mule, ¡nosotros no!》.
Mi objetivo es transmitir una herencia.
Usted me habló, en varias ocasiones, de los motivos que lo
llevaron utilizar el vibrato en el saxofón. ¿Podría hablarnos de ellos de forma
cronológica?
Marcel Mule: Todo empezó con el jazz porque, cuando llegué a París, por los años 20-21, escuché orquestas de jazz. Me quedé muy sorprendido y hasta espantado al encontrarme con saxofonistas un poco raros, unos sonidos de cabra, una especie de vibración. Me acuerdo de un diablo que estaba en las Folies Bergères y que no debía de conocer bien las notas, soplaba en un soprano, una cosa tremenda. Estaba un poco escandalizado.
Por otro lado, tuve que empezar a tocar un poco de jazz, ya
que la remuneración era interesante y, como era militar en la época, eso traía
cierto bien-estar a mi condición. Fue así que comencé, poco a poco, a integrar
las orquestas de jazz, haciendo reemplazos; hacía un poco de todo.
A pesar de eso, nunca abandoné las bases de mí sonido, que
me habían sido inculcadas por mi padre, que era un muy buen saxofonista de la
antigua escuela. Era un buen artista, un gran músico y tocaba muito bien este
instrumento. Entonces, yo me había beneficiado de la iniciación que él me había
comunicado.
De los trece a los veinte años de edad, no hice música, o
hice, pero como aficionado, puesto que mi padre quería que fuese profesor
primario. Acabé siendo profesor primario, esto es, durante siete meses, y vine,
después, a París para cumplir el servicio militar. Pude escoger un regimiento
con una orquesta militar.
Integrando la orquesta militar, estuve al lado de colegas del Conservatorio [de París], donde no había una clase de saxofón, como es obvio. Había músicos que eran muy buenos y yo empecé a participar en la orquesta. Era algo bastante complicado: uno necesitaba ser extremadamente libre [musicalmente]. Yo hacía solamente algunas intervenciones por aquí y por allá, pero ya había forjado lo que era mi sonoridad para las orquestas de jazz, con las herramientas que poseía en ese entonces. Poco a poco, logré encontrar aquel vibrato ondulado que le agradaba mucho a la gente en el jazz. Me consideraban un excelente músico de jazz. Los chorus eran limitados: yo formaba parte de ellos, pero no era el rey de eso, ni eso me agradaba tanto.
Sin embargo, causaba algún efecto con la sonoridad que había
adquirido y, al cabo de dos o tres años, ya formaba parte de la orquesta del
Ritz. Era un negro quien la dirigía. Él me había aceptado de inmediato y me
consideraba un elemento importante, me trataba muy bien. Resultaba que yo le
agradaba y mejoré mucho mi sonido.
En esa época, tocábamos cosas melódicas – había un autor
americano, Irving Berlin -: Boston, slow, a los que llamaban Blues. Teníamos la
oportunidad de demostrar sonidos y me daban crédito allá.
Yo seguía tocando en la orquesta de la Guardia Republicana
sin ondulaciones en el sonido.
C.D.: No se lo habrían permitido?
M.M.: Sí, tal vez, pero jamás lo intenté. Nunca se me
presentó la ocasión.
Entré para la Guardia Republicana en 1923. Fui solista casi
de inmediato: reemplace a François Combelle, que era el padre de Alix Combelle.
Yo frecuentaba su casa y fue él quien me aconsejó que entrase a la Guardia
Republicana. Hice la prueba de admisión y el hecho de que lo lograra fue una
sorpresa porque nadie me conocía. Pensaron entonces que yo sería un solista
interesante, diría yo que casi notable: decían que lo que yo tocaba era
perfecto, todas mis intervenciones eran aprobadas.
Los años pasaban y, en la Guardia Republicana, yo no
cambiaba absolutamente nada.
Yo tocaba en la Opéra Comique. En esa época, había solamente
Werther, por lo menos una vez al mes, o hasta más. Hacía también intervenciones
en las orquestas Colonne, Pasdeloup, Lamoureux, Société des Concerts, un poco
por todas partes. Yo era de cierta forma el saxofonista oficial, para allá del
jazz, pero tocando de una forma diferente – sin vibrato.
En 1928, se hizo, en la Opéra Comique, un ballet escrito por un buen músico – pianista -, que me conocía como saxofonista de jazz. Había un «’foxtrot», un «blues» y otras piezas de baile cuyos nombres no recuerdo y que estaban de moda en la época.
En el blues, él había escrito una frase destacada, muy
expresiva, para el saxofón. Percibí, de inmediato, de qué se trataba. Yo lo
conocía, más a pesar de eso no había tenido la oportunidad de hablarle. En el
ensayo toqué como tocaba habitualmente, como si hubiera tocado Werther, y no de
otra forma. Él me dijo entonces:
– “He escrito muy
expresivo, lo que quiere decir con vibrato.
Yo le dije: “Pero si aquí no estamos acostumbrados a tocar
de esa manera. Es una orquesta sinfónica y no una orquesta de jazz.”
– “Eso no tiene
importancia. Toque como toca normalmente el jazz.”
– “Bueno, pero es
usted quien me lo pide.” – y yo creía que aquello armaría un escándalo.
Y toqué aquella frase, con alguna moderación, a pesar de
todo, y le gustó. Los músicos quedaron muy impresionados, oía reflexiones
agradables. Algunos pensaban que era alguien nuevo quien estaba allí. ¡Era yo,
el mismo de siempre, quien estaba tocando! Yo tenía miedo a un escándalo y
aquello fue un éxito. Y los colegas de la Guardia Republicana, que estaban
detrás de mí, me dijeron: “Deberías de tocar así en la Guardia Republicana”. Yo
les contesté que tal era imposible, que no era el mismo género musical.
Eso me hizo reflexionar y, moderándolo, empecé
progresivamente a utilizar el vibrato en otros contextos. Toqué el “Bolero” de
Ravel de esa forma.
C.D.: Y el “Viejo Castillo”?
M.M.: No, el “Viejo Castillo” lo toqué con varios directores
sin vibrato y solamente comencé a tocarlo con vibrato bastante más tarde.
Entonces, poco a poco, comencé a introducirlo [vibrato] en
la [orquesta de la] Guardia Republicana y fue un entusiasmo total. Cambié
completamente mi forma de tocar desde el punto de vista de la expresión. Yo
creía estar dándole expresión a las cosas, pero no estaba tan convencido.
Porque es necesario ver que, en ese entonces, había flautistas, como Moïse y
otros, que tocaban de forma clásica.
C.D.: Los trompistas vibraban?
M.M.: En la Opéra Devemy, y Vialet vibraban también.
C.D.: Y en su caso [de los trompistas] no era eso influencia del jazz?
M.M.: De ninguna forma. Era una necesidad de expresividad.
Había oboístas que vibraban. Teníamos uno, en la Guardia Republicana, cuyo
sonido era perfectamente ondulado, muy bonito; otro en la orquesta Lamoureux,
pero en realidad la mayoría de los oboístas tocaban todavía con el sonido liso,
poniendo toda su pasión, si es que puede decirse así, en la interpretación y,
desde el punto de vista emotivo, se aproximaban a las cuerdas.
Entonces, quedaba aún mucho trabajo por hacer en lo que a mí
respectaba. Mas logré, por fin, imponerme así un día. Me consideraban uno de
los más grandes solistas de todo París. Cuando yo intervenía, era formidable,
era curioso. Había pasado esa transformación, un cambio completo; considero que
fue una evolución formidable. Y curiosamente en ese ballet, una suite de piezas
de baile en la Opéra Comique se titulaba Evolution [Evolución].
Y durante años analicé todo esto y recibí muchas cartas de
músicos que querían tocar como yo y yo tenía que explicárselo.
C.D.: Y ¿cómo se lo explicaba?
M.M.: Descubrí que lo que yo hacía correspondía a una cierta
velocidad, que codifiqué, si puedo decirlo así, y aconsejé que lo trabajaran en
notas largas, obviamente, y que lo aplicaran, de seguida, a frases, a saber a
los Estudios de Ferling, que fueron un maravilloso instrumento de expresión y
que deben seguir siéndolo, pues son formas relativamente simples, pero que
pueden prepararnos a cualquier tipo de fraseo. Me di cuenta de que, al hacer
trabajar esas cosas, yo también aprendí. Aprendí mucho de los alumnos.
Impuse esa práctica con autoridad, muy seguro de lo que
hacía, imponiéndola a los alumnos listos para dejarse convencer – ellos
compartían mi opinión -. En la Guardia Republicana, algunos no estaban muy
convencidos de esta imposición, pero la mayoría la aprobaba.
Y yo era considerado el gran solista de París, ¡simplemente
por eso! El saxofón ha sido revelado gracias a eso.
Yo imponía algo que seguiría imponiendo, en el caso de que
aún siguiera enseñando: que la velocidad normal correcta se sitúa alrededor de
trescientas ondulaciones por minuto. Considero que el vibrato está hecho de una
nota alta y de una nota un poco más baja. Es entonces necesario bajar un poco,
no mucho, y con una cierta cadencia. Yo hacía tocar una nota sin vibrato y de
seguida una nota más baja con la misma posición y la misma embocadura.
Seguidamente, hacía que se acelerase y se producía una ondulación para el
trabajo de trescientas ondulaciones por minuto. Ahí está el punto de partida de
ese trabajo, sin ser prisionero al punto de estar siempre contando. Pero
poniendo el metrónomo a 75, dará cuatro vibraciones por batida. Si se lo pone a
cien, serán tres las vibraciones, si se lo pone a 150, serán dos. Si lo ponemos
a 60 serán cinco las vibraciones, pero puede lograrse muy bien. Yo les
aconsejaba este trabajo y que lo aplicaran de inmediato a líneas melódicas,
siempre controlando la velocidad, sin que esta fuese excesiva en un sentido u
otro y que no bajasen demasiado, pues así se crea el «uá-uá» que se escucha a
veces a algunos instrumentistas y cantantes, frecuentemente en las voces más
graves.
Conocí a instrumentistas, en particular a un flautista que
tocaba maravillosamente la flauta, de forma muy flexible, y un día se mostró
muy sorprendido al descubrir que trabajábamos el vibrato con metrónomo.
Es verdad: ¿Por qué con metrónomo? ¡Parece una aberración!
Yo imponía una velocidad y me he encontrado con algunos casos particulares en
el Conservatorio [de París]: un alumno que tocaba bastante bien, más que tenía,
a mi modo de ver, un vibrato muy cerrado y me era muy difícil hacerlo pasar a
la velocidad inferior. Cuando él lo lograba, era magnífico y en esos momentos
siempre ponía a los alumnos de testigo: “Está bien. ¿Por qué?”
Era mi punto de vista y, al fin y al cabo, jamás ha cambiado,
pues la experiencia me ha enseñado que eso era un éxito. A partir de ese
entonces, el instrumento empezó a ser conocido por muchos.
Entonces, ¿por qué he sido yo quien implantó eso?
Siendo solista en la Guardia Republicana, cuando querían a
un solista para una orquesta, era a mí quien buscaban e impuse eso. El mérito
que tuve fue, tal vez, el de haberlo analizado. Conocí – y conozco todavía – a
gente con sonidos notables que no tienen noción de lo que hacen, son incapaces
de dar lógica a lo que hacen. Ellos no habían pensado en eso. En contrapartida,
leí, en un método de mi nieta violinista, Nathalie, hace muchos años, que el
trabajo del vibrato está codificado. En lo que toca a la velocidad, varía un
poco, pero finalmente no tanto.
¡Aquí está la
historia, lo que ha hecho el éxito del instrumento, su elocuencia, que tenga
una voz!
La primera vez que toqué el Concertino de Ibert fue en la
radio, con un director que dirigía la orquesta Pasdeloup, René Baton. Él me
dijo: “es curioso, diría la voz de una mujer, una voz de soprano”. Él había
escuchado así y eso me alegraba, pues era lo que yo buscaba. Tuve la suerte de
poder controlar y de no equivocarme.
C.D.: La aprobación fue general.
M.M.: Sí, la aprobación fue general. ¡Era un éxito increíble
entre los compositores! : Darius Milhaud – toqué mucho con él-; Jacques Ibert
utilizó el «Larghetto», un día, para empezar la secuencia de una película. Fue
necesario tomar muchas precauciones – él quería un cierto color y una
ondulación, está claro.
Toqué entonces algunas veces y sentía que él buscaba un
sonido. Finalmente lo logramos. Era magnífico y me dijo “¿qué quiere usted? Me
deja conmovido.”, me acordaré siempre. Él así concebía al instrumento.
En el Chevalier Errant [Caballero Andante], él atribuyó una
parte muy importante al instrumento con una frase muy expresiva, dos momentos
de cadencia muy elocuentes también. La primera vez que lo tocamos en la Opéra,
después de haberse anunciado al compositor, un colega agregó “…¡y los soli de
saxofón por Marcel Mule!”. Es para ilustrar la importancia que aquello tenía.
En esa misma noche, el violín solo de esa época, Henry
Merckel, vino a felicitarme. Es aún para ilustrar la aprobación que me daban.
Otros, como en la Orchestre National [Orquesta Nacional]
había tocado la parte de oboe solo, dijeron: “entonces, ¿nos dará una clase
hoy?”. ¡Era este el impacto que tenía el instrumento! Había traspasado
fronteras. Era inevitable: toqué en Suiza, en Alemania (antes de la guerra), en
Inglaterra, en Holanda…
Me gustaría volver a la historia de Jacques Ibert con Sigurd
Rascher. Alguien escribió, en la revista de la ASSAFRA, haciendo creer que yo
estaba celoso de Sigurd Rascher. ¡Cómo si pudiera tener celos de él! No me he
dado la oportunidad de decirles que se habían equivocado. Precisamente,
contactó conmigo para saber cómo me iba, hace poco. Había formado parte de un
jurado con él en Ginebra en 1970, donde tuvimos unas palabras. Pero no tengo
celos de él, ni él de mí.
Impresionó a Ibert con sus sobreagudos. Lo conocí en 1932,
durante una audición en la Sociedad Rusa. Tocábamos el “Cuarteto” de Glazunov,
él se presentó – era profesor en Copenhague en esa época -: “¡toco el saxofón
en cuatro octavas!”. Tuve la oportunidad de escucharlo y comprendí… Jacques
Ibert quedó muy impresionado.
Jacques Ibert había quedado impresionado con el sobreagudo,
pero volvió a su idea previa. Vino a verme un día y me dijo que había escrito
un Concierto. Escuché el primer movimiento – “Larghetto” – y le dije: “usted va
tan agudo, no es mi tesitura en este momento.” Él me dijo “Pero ¡no insisto [en
que sea tan agudo]!”. Toqué el “Larghetto” así como tocaba y dije en Ginebra
que Jacques Ibert lo prefería así.
C.D.: ¿Cómo aprendió a tocar el saxofón?
M.M.: No aprendí el saxofón solo. Tuve una influencia
considerable. El saxofón lo aprendí con mi padre: él me dio unas buenas
primeras bases. Él tenía un cierto sentido artístico: me hizo cantar con el
instrumento, pero cantar sin expresión. Era una expresión resguardada, la
teníamos en nosotros, pero no eran las demás personas quienes podían
apreciarla, ahí está la diferencia. Diferente del después, con el vibrato, en
que todos podían aprovecharla – solamente era necesario emplearlo con elegancia
y dosificarlo -. Es necesario saber adónde vamos.
C.D.: ¿Qué enseñanzas recibió su padre?
M.M.: Él era cercano a personas de las orquestas militares,
es todo. Profesores de pequeñas regiones le habían enseñado como empezar,
después se perfeccionó solo.
C.D.: ¿Tuvo usted otros profesores de saxofón?
M.M.: No, pero tocaba el violín desde de los nueve años de
edad y mi profesor de la provincia me dio buenas bases. Cuando vine a París,
tuve la oportunidad de trabajar con un gran violinista, que me hizo descubrir
muchas cosas en lo que respecta a la interpretación.
C.D.: Y luego trasladó su técnica al saxofón.
M.M.: Intentaba hacer lo mismo con el saxofón. Yo tocaba el
violín con la máxima calidez posible, pero no el saxofón, creían que eso no
funcionaba. A pesar de eso, cuando escuché al oboísta de quien hablaba hace
rato, quedé maravillado con su sonido.
C.D.: Se tocaba el saxofón sin vibrar, pero ¿los oboístas y los flautistas vibraban?
M.M.: Había solamente dos o tres oboístas que vibraban.
Antes de Moïse, Philippe Gaubert, un gran flautista, tenía una sonoridad muy
cálida, pero no vibraba. Conocí a muchos flautistas así, que tocaban la flauta
de una forma notable. Lavaillote en la Opéra tenía una sonoridad agradable,
pero no era la misma emoción que otros que se escucharon por 1925, por ejemplo:
Cortet, Crunelle y otros aún como Dufresne en la Orchestre National [Orquesta
Nacional]. Había instrumentistas muy expresivos – y otros que intentaban, como
un corno inglés que daba dolor de barriga.
C.D.:Un método de saxofón habla de vibrato con la rodilla…
M.M.: Era Viard, uno de mis competidores en la época, él
hacía que se hablase mucho de él. Era un saxofonista de ocasión, él tocaba con
la rodilla. Cuando tocaba el soprano, era complicado: ¡él tocaba el soprano
apoyado en el alto! Pero tenía algo. Tocó un día la Rapsodie de Debussy, ¡no
fue un gran éxito! Yo había ignorado todo eso durante mucho tiempo…
Él venía a los conciertos STRARAM. Era una asociación que
había sido fundada por un maestro de canto de la Opéra que se llamaba Straram.
Se había pagado una orquesta casándose con una mujer extremadamente rica. Eso
le había permitido salir de las sombras como director de orquesta. Es lo mismo que
hizo Münch en seguida.
Había Viard, pero su actividad de solista no era un gran
éxito. Yo tomé la plaza, pero la dejé. Hacía tantas películas en ese entonces,
así como conciertos con el Cuarteto. Tocaba por todas partes.
C.D.: ¿Cuál de sus actividades le parece hoy haber sido la más importante?
M.M.: Ha sido la enseñanza en el Conservatorio [de París]
que ha dado una visibilidad considerable al instrumento. ¡Bichon me ha dicho
que había 150 profesores de saxofón en Francia a día de hoy!
C.D.: Háblenos del Cuarteto.
M.M.: El Cuarteto fue creado en 1929 por iniciativa de
Georges Chauvet, que fue un pilar importante en la fundación y después en toda
la duración del grupo. Era él el secretario del grupo e hizo un trabajo
gigantesco – hasta las copias de transcripciones -: él tomó realmente el grupo
con muchísimo empeño. Tocaba el barítono. Al inicio, juntos hablábamos mucho
sobre eso, él había dicho “tendremos la ocasión de tocar juntos alguna vez”, y
cuando vio la visibilidad que el grupo empezaba a tener, que la cosa empezaba a
ponerse seria, él comenzó a trabajar mucho.
El Cuarteto sufrió transformaciones. No apreciábamos mucho,
como nos hubiera gustado, uno de los elementos de la Guardia Republicana, ¡era
insuficiente! Nos separamos y otro salió por solidaridad. Hubo un corte.
Tuvimos otros dos elementos: uno llamado Lhomme, que estaba
en la Guardia Republicana, y Paul Romby. Romby había entrado en la Guardia
Republicana en 1934, pero no le convenía mucho. Tenía una profesión un poco
rara. Trabajó muchísimo con el Cuarteto. Hicimos tournées en número limitado,
ya que pertenecíamos a la Guardia Republicana.
En 1936, cuando, por varias razones, quise dejar la Guardia
Republicana, Romby me siguió, Chauvet se jubiló y reemplazamos a Lhomme por
Charron. Y le llamamos el Quatuor de Saxophones de Paris [Cuarteto de Saxofones
de París].
Antes de Gordet, estuvieron Bauchy y Josse.
Seguidamente, hubo muchos cambios. Gordet vino – él
presentaba casi todos los conciertos, era un orador notable – y cambiamos el
nombre por Quatuor Marcel Mule [Cuarteto Marcel Mule].
El Cuarteto ha hecho mucho por el saxofón. Cuando nos
permitíamos tocar un cuarteto de Mozart, por ejemplo, el “Cuarteto de las
Disonancias”, era casi una falta de conciencia, pero es que no había nada para
tocar. Y ¡éramos entonces juzgados por eso! Después ha habido un poco más de
repertorio, pero teníamos más éxito cuando tocabamos Mozart.
Tocamos en Italia, en tournée. Como es evidente, no teníamos
repertorio, a excepción de Glazunov: no estábamos muy satisfechos. Pero, al
final, lo íbamos consiguiendo. Tuvimos algunas obras de Pierné, Absil, Jean
Rivier, Pierre Vellones y otros más: el repertorio era limitado.
En esa época, había todavía compositores, muy buenos músicos
que escribían muy bien. Podíamos tocar su música y ella era aceptada por el
público. Al paso que ahora…
C.D.: Tengo una grabación del “Bolero”, dirigido por Ravel. ¿Forma usted parte de ella?
M.M.: Toqué con Ravel en concierto, mas no recuerdo haber
tocado con él en una grabación. Toqué en la primera audición del “Bolero” en la
Opéra para los Ballets: Ida Rubinstein bajo la batuta de Straram, fue en 1929,
creo.
C.D.: ¿Ravel apreciaba especialmente el saxofón?
M.M.: Mucho. Mas no podíamos tener contacto con él – no
decía nada -: era un hombre discreto, pero nos apreciaba.
C.D.: ¿Él ha escuchado el Cuarteto alguna vez?
M.M.: Sí, yo había hecho transcripciones de canciones suyas,
melodías para atraer su atención. Él las escuchó y decidió escribir algo, pero
se enfermó. Pero nadie tenía contacto con él. Él subía al escenario, pero no le
divertía.
C.D.: Él era exigente en lo que respecta al tempo. Se dirigió a Toscanini en su camerino para decirle: “Querido señor, su tempo es completamente equivocado.”
M.M.:¡Ah! Sí, Toscanini se equivocaba muy poco, pero, en ese
momento, pasó. Quiso “interpretar” la obra. Hacia accelerandi. No era lo que
quería el compositor.
El ballet presentaba un bailarín que se movía en el
escenario. A cada nueva intervención de un instrumento, un nuevo bailarín
entraba y todo se terminaba con una multitud de gente en el escenario de la
Opéra. Era impresionante.
C.D.: ¿Tocó usted con él su versión de “Tableaux d’une Exposition” [Cuadros de una Exposición]?
M.M.: Esa obra la toqué con un director que se llamaba Emile
Cooper, después con Monteaux, que la tocaba un poco rápida a mi modo de ver.
C.D.: Si le parece bien, hablemos un poco del material con el que tocaba usted. ¿Cuáles eran sus boquillas en los años 1925-1930?
M.M.: Las boquillas antiguas, con una gran abertura, y cañas
resistentes con tablas poco abiertas. Eran boquillas fabricadas por los constructores
de instrumentos, hasta Selmer. Después cambiaron, empezaron a vender boquillas
com pequeñas aberturas, boquillas de metal.
C.D.: ¿Esas boquillas eran de madera o de ebonita?
M.M.: De madera, después aparecieron las boquillas en
ebonita de Selmer y después las de metal, que toqué por mucho tiempo. Tocaba un
instrumento Selmer en 1923. Después toqué un Couesnon hacia 1928. El probador
de Couesnon se enfermó, era Mayeur, clarinetista que tocaba saxofón en la Opéra
para los ballets. Entonces me contrataron para reemplazarlo y como el
instrumento no estaba perfeccionado, seguí tocando un instrumento Selmer por un
tiempo, pero el director mandó hacerme un modelo que yo pudiera tocar.
Rehicieron toca la fabricación, pero no era fácil, pues siempre se encuentran
obstáculos cuando se quiere hacer algo nuevo en una casa.
Ellos vendían bastantes instrumentos. El contra-maestre era
un poco saxofonista, un poco clarinetista. No era fácil probar instrumentos. Al
cabo de un año, colocaron en el mercado un alto que tuvo éxito y que toqué
durante dieciocho años, hasta 1948. Después, volví a Selmer.
C.D.: ¿Por qué dejó a Couesnon?
M.M.: No estaba muy satisfecho con lo que hacía Couesnon en
ese entonces. Tenía propuestas muy interesantes de Selmer, había perspectivas,
giré hacia el lado donde la cosa estaba mejor.
C.D.: ¿Cómo iban las cosas en Selmer?
M.M.: Era trabajoso, también. Teníamos que lidiar con el
director de una fábrica de Nantes, Lefèvre (su hijo lo reemplazó). A ese señor
Lefèvre, muy competente, no le gustaban las transformaciones, a pesar de eso
era necesario progresar para poder mantener la producción. Hemos hecho
transformaciones poco a poco.
La casa Selmer se desarrolló considerablemente. Era un
negocio bien dirigido. Hubo progresos, no puedo negarlo, mas no todos los que
yo hubiera querido. Estuvo en seguida Nouaux que pudo hacer algunas mejoras. Es
un dominio en el que siempre puede hacerse mejor.
C.D.: ¿Y, en el Conservatorio [de París], los alumnos le daban problemas?
M.M.: No tuve problemas. Me acuerdo de haber tenido personas
que no se aplicaban. Yo daba mucha importancia al sonido.
Es verdad para todos los instrumentos, para las voces. Estas
trescientas ondulaciones por minuto, las controlo cada vez que escucho una
bella voz. Muchas mujeres cantan maravillosamente, más que los hombres. Hay
voces femeninas extraordinarias.
Si se tiene en cuenta dos músicos: uno tiene el sonido como
lo concibo yo, otro tiene los defectos de que hablo constantemente; se darán a
escuchar a una persona cualquiera y esta escogerá. Apuesto a que el primero
será el escogido, es humano. Es una satisfacción natural del oído.
Como dije en Gap, en un momento de intercambio de
impresiones con Londeix: considero que es un “placer auditivo”, tal vez más
importante que el placer visual. Cuando estamos frente a un paisaje
maravilloso, eso nos provoca una sensación tremenda, pero no tengo la misma
satisfacción física que la que me provoca una voz o un instrumento cuya
sonoridad es realmente conmovedora.
Lo mismo pasa con los flautistas. Hubo trompistas notables
en Francia, pero se decretó que el vibrato era de un Romanticismo fuera de
plazo. Esto, lo oí decir en la radio. Algunos sonidos de trompa se me habían
quedado atrapados en el oído, el de Thevet por ejemplo. Fue Devemy quien
desencadenó esa emoción en la trompa y formó a muchos alumnos.
C.D.: Es verdad, ahora, ningún trompista vibra.
Los oboístas, los flautistas y los fagotistas vibran, los
clarinetistas nada o casi nada, los trompistas absolutamente nada. En su
opinión, ¿eso se debe a las modas, a las costumbres o al gusto?
M.M.: Tiene que ver con la enseñanza, sobretodo. Me acuerdo
de que en mi clase los alumnos tenían todos más o menos el mismo sonido.
C.D.: ¿Usted daba muchos ejemplos?
M.M.: Sí, claro, y les mostraba mucho como tocaba antes. Les
daba mucha risa ¡y ellos tenían razón!
C.D.: ¿Y los ejemplos eran largos?
M.M.: No, eran sobretodo en el detalle.
C.D.: ¿Encontraba grandes problemas de técnica básica en algunos alumnos?
M.M.: No, no encontraba problemas en los estudiantes
formados por mis antiguos alumnos, habiéndose ellos mismo convertido en
profesores. Ya tenía la suerte de ser asistido. Tuve a su antiguo profesor [de
Claude Delangle], el señor Bichon, que es notable – usted ha sido de sus
primeros alumnos -. Él ha hecho un trabajo enorme en la región Rhône-Alpes, él
tuvo muy en cuenta a sus alumnos.
C.D.: ¿Cuáles fueron las personalidades que marcaron su carrera?
M.M.: Toscanini – era un personaje -. Jamás toqué con él,
pero lo he visto dirigir. Era especial, con rigor, él obtenía un máximo. Exigía
exactamente lo que tenía enfrente de sus ojos, si es que puede decirse así, ya
que estaba casi ciego. Había una limpidez, una claridad en sus ejecuciones que
los demás no podían obtener y la gente se pregunta por qué. Es un misterio. Él
tenía muy buena voluntad. Muchos decían: “con este no se toca como con los
demás”. Era muy exigente. Tenía una influencia enorme.
C.D.: En 1989, cuando hemos efectuado pesquisas sobre sus enseñanzas en el Conservatorio [de París], nos hemos dado cuenta de que Claude Delvincourt fue una personalidad muy importante en la vida musical francesa.
M.M.: ¡Y hasta qué punto! Sobre todo para nosotros, pues
gracias a él se creó una clase de saxofón. Era director del Conservatorio de
Versailles y yo iba, todos los años, como jurado de la clase de saxofón, del
tiempo de Marcel Josse y él decía “¿Cuándo se creará una clase de saxofón en
[el Conservatorio de] París?”. Por aquel entonces, era Rabaud el director en
[el Conservatorio de] París; él apreciaba mucho lo que se hacía com el saxofón
y decía que si se obtenían los créditos, podría crearse esa clase de inmediato.
Pero él no supo cómo hacerlo.
Cuando Delvincourt se hizo director, pedí una cita, dos
meses después, y él me dijo de inmediato “ya sé a qué viene, esté tranquilo que
será la primera cosa que haré.” y mantuvo su palabra, él creó la clase de
saxofón, y otras clases, como la de percusión.
Él estaba bien visto en las esferas políticas; era durante
la guerra y pudo beneficiarse de los servicios de Cortot que fue ministro de
las Bellas Artes del Gobierno de Pétin – que era la queja que tenían de él,
claro está – pero él hizo cosas buenas teniendo en cuenta su personalidad; me
impuso muchos de sus puntos de vista de músico.
Había ido a verlo por eso; había tocado bastantes veces con
él, entre ellas la “Rhapsodie” de Delannoy con el chelista Fournier. Él había
quedado muy complacido con eso y trabajamos de forma seria. Era interesante.
Dirigía de vez en cuando la Orchestre Symphonique de Paris [Orquesta Sinfónica
de París], por eso lo conocía bien.
Me aconsejaron a que fuera a verlo por lo de la clase de
saxofón. No me sorprendería en el caso que tuviese ayudado a la creación de la
clase. Lo mismo ha pasado con la clase de percusión: Passerone, profesor de
percusión, fue a verlo. La presencia de Cortot no era para ignorarla, más fue
Delvincourt quien sometió el proyecto de creación.
C.D.: Claude Delvincourt era bastante empresario.
M.M.: Sí, se decía que tenía una nueva idea cada día. Era
posiblemente verdad, pero no había quien ordenase sus ideas. Él no recibió la
asistencia que debería haber recibido. Era un hombre notable, muy agradable y
muy generoso.
C.D.: Con la creación de la orquesta de jóvenes del Conservatorio [de París], protegió a muchos jóvenes.
M.M.: Trabajó de una forma magnífica. La orquesta de jóvenes
permitía que se evitase la marcha para el Service du Travail Obligatoire (STO)
[Servicio de Trabajo Obligatorio]. Era un hombre muy accesible que conocía a
todos los alumnos. En lo que nos dice respecto, ha sido un gran benefactor.
C.D.: Era muy buen músico, sus pequeñas piezas acaban de ser editadas por Leduc.
M.M.: Él había escrito “Palmyre” para orquesta con saxofón y
yo tenía la oportunidad de verlo muchas veces. Había escrito una ópera – “Lucifer”
– con un gran solo de saxofón – le gustaba mucho el instrumento.
C.D.: ¿Conocía bien a los demás profesores?
M.M.: No más allá de los profesores con los que me
encontraba en las orquestas, como Crunel, Devemy, Bevenutti.
C.D.: ¿Cuántos alumnos tenía en su clase?
M.M.: Unos doce, como hoy, eso no ha cambiado. Había, a
veces, más. Pasábamos siempre una hora con cada uno. Es muy necesario.
C.D.: Señora Mule, ¿el señor Mule, que es alguien muy calmo, compartía com usted los momentos difíciles?
Señora M.: No. Teníamos hijos pequeños, era un hombre muy
sereno.
M.M.: Insistía en que conocieran la música. Los hacía
estudiar, no siempre era fácil. Aprendieron piano e hicieron después la carrera
que se sabe.
Traducción : Pedro LEITE TEIXEIRA
A continuación, recordamos a Marcel Mule en el día de su nacimiento, con su interpretación, junto a Solange Robin-Chiaparin en piano, de los Tableaux de Provence de Paule Maurice.