El Diario La Nación en su edición digital, publicó este artículo firmado por Marcos Aguinis.
Uno de los creadores más sabios, honestos y luminosos del
siglo XX
4 de marzo de 202100:05
LA NACION
Recientemente se cumplió otro aniversario del suicidio de
Stefan Zweig. Quise escribir una biografía novelada sobre su vida y
su caudalosa producción literaria. Consulté con Jorge
Fernández Díaz y Arturo Pérez-Reverte, quienes celebraron mi
propósito. Jorge me propuso el título: “Stefan”. ¿Vale la pena distraerme
con semejante asunto, mientras el mundo y nuestra azotada Argentina padecen el
actual infierno? Claro que vale la pena. Aunque sea para brindarnos un poco más
de aire.
Repasé sus libros. Una de las últimas obras fue El
mundo de ayer, una suerte de autobiografía. La tapa de la reedición que
tengo en mi biblioteca exhibe un decepcionante retrato: luce bigote negro y el
cabello peinado hacia un lado. Parece Hitler, nada menos. Comienza con una
larga justificación. Afirma que no le gusta escribir sobre su vida. Es cierto,
porque su río de palabras nunca se detiene en ella, sino que utiliza algunos de
los tramos conscientes o inconscientes de sus personajes para hundir el bisturí
de su ojo.
En ese volumen desarrolla una vibrante pintura del siglo
XX, en el que le tocó vivir, gozar, sufrir y, por fin, matarse. Su
padre fue un austriaco culto y apolítico. Su madre procedía de Italia. Quizás
por ello lo atizaba un enorme apetito por los idiomas y el arte. También
desarrolló una encendida repugnancia por las guerras, tendencia que iba a
contramano de las tendencias dominantes. Quizás se la infundió desde temprano
una atractiva mujer, la condesa Bertha von Suttner, autora del libro Abajo las
armas, que adquirió una difusión enorme y hace mucho yo leí fascinado. Con esa
obra ella llegó al corazón de Alfred Nobel, en quien inspiró entusiasmo y
erotismo. El famoso premio surgió por esa relación y pronto le fue acordado.
Stefan escribió biografías, ensayos, guiones y novelas.
Hasta la letra de algunas óperas del famoso Richard Strauss. Fue
tempranamente traducido y comentado. Pero al final de tan glorioso periplo
llegó a la conclusión “de que la literatura no logra frenar los desquicios del
mundo”. Desde chico le inculcaron que en ninguna otra ciudad europea el afán
del progreso fue tan apasionado como en Viena. Austria no había tenido desde
hacía siglos ambiciones políticas fuertes ni demasiados éxitos militares. El
orgullo patrio se había orientado hacia el predominio artístico. El antiguo
imperio de los Habsburgo que había dominado Europa se desprendía poco a poco de
algunas provincias alemanas, italianas, flamencas y valonas. Pero Viena, su
capital y baluarte de la corte, permaneció incólume. Hacia allí confluían las
corrientes de la cultura europea; atraía fuerzas dispares y las mullía.
Semejante atmósfera de conciliación espiritual era un bálsamo, y el ciudadano
era educado en un plano cosmopolita.
¡La cultura era tenaz! Las conversaciones de todas las
clases introducían datos como algunos de la emperatriz Teresa, que
había hecho estudiar música a su hija con Gluck, que José II discutía con
Mozart y Leopoldo III componía sus propias partituras. Pero eso no siempre
siguió igual, porque llegó la decadencia. Los emperadores de la infancia de
Stefan dejaron de interesarse por lo artístico: el emperador Francisco José
llegó a la vejez sin haber leído un solo libro ni reveló simpatía por la
música. La alta nobleza también había abandonado su antigua posición
protectora: atrás quedaban los tiempos en que los poderosos Eszterházy habían
alojado a Haydn, o que determinadas familias rivalizaban por lucir en sus
palacios los estrenos de Beethoven.
Para hacer posible la existencia y el ascenso de pintores
y escultores, se necesitó que parte de la burguesía –muy criticada por los
llamados “progresistas” de ese tiempo– llenara ese vacío. La casa imperial era
una oligarquía ociosa que no dejaba penetrar a la clase media. Los altos cargos
del Estado eran hereditarios, la diplomacia se reservaba para la aristocracia y
el ejército para las familias de abolengo. El padre de Stefan evitaba entrar al
comedor de la confitería Sacher, y no por su costo, sino porque le hubiera
parecido improcedente sentarse en una mesa contigua a la de un noble. Esa burguesía
empezó a llenar los teatros y los conciertos, comprar libros y cuadros, visitar
las exposiciones y, con una sensibilidad menos cargada de prejuicios, se
convirtió en promotora del arte nuevo. Creó casi todas las grandes colecciones.
Gracias a la clase media se hizo posible la mayoría de los avances artísticos.
Hasta que llegó el virus de los nazis.
Stefan recordaba el tiempo en que las nuevas velocidades
no habían pasado aún al automóvil, el teléfono, la radio ni el avión. Aún
se vivía reposadamente. Las figuras de los adultos que acompañaron su infancia
eran obesos desde temprano. Su padre, tíos, maestros, tenderos y los músicos
delante de los atriles, a los cuarenta años eran ya hombres gordos,
“respetables”. Caminaban despacio y hablaban con solemnidad. El pelo gris era
señal de “respetabilidad”. Ni la guerra de los bóeres, ni la ruso-japonesa, ni
siquiera la guerra de los Balcanes penetraron en la rutina de su familia. ¿Qué
importaba lo que ocurría fuera de Austria?”
En aquel tiempo los sucesos del teatro afectaban
indirectamente a todos, incluso a quienes no tenían relación directa con
él. Más adelante, cuando se anunció que el edificio del principal teatro de
Viena iba a ser demolido para continuar con la modernización de la ciudad,
parte de la sociedad lo vivía como un largo entierro. Casi todos los asistentes
marchaban con subversiva cautela hacia el escenario para llevarse a escondidas
aunque fuese una astilla de las tablas sobre las que habían actuado sus
artistas favoritos. Después de décadas se podía ver en muchas casas vienesas
esos insignificantes trozos de madera guardados en estuches, como si fuesen los
fragmentos de una iglesia. En ese teatro habían dado conciertos nada menos que
Chopin y Brahms, Liszt y Rubinstein.
Después llegó la Primera Guerra Mundial. Fue tan
catastrófica que la humanidad parecía juramentarse en no volver jamás
a tan psicóticos desvíos. Pero no fue así. Stefan sufrió el nacimiento y el
desarrollo del fascismo italiano y luego alemán. Padeció la excomunión de sus
libros y de su persona. La locura discriminatoria, el afán de venganza y la
busca de soluciones mágicas abrieron el camino de los demagogos, mientras se
marginaba a los mejores cerebros.
Stefan seguía produciendo su oceánica obra con una
inspiración fuera de lo común. Se había convertido en el autor más leído de
toda Europa. Era convocado para dar conferencias ante auditorios que no bajaban
de los mil espectadores. Los grandes autores de su tiempo trataban de
encontrarlo. Pero el avance incontenible del nazismo llegó a inculcarle la
urticaria de que no había una solución razonable. Lucubró que el futuro podría
reiniciarse en América Latina. Visitó gran parte de Brasil y Buenos Aires,
donde fue recibido por exaltados lectores. En Buenos Aires mantuvo largas
conversaciones con Alfredo Kahn, su traductor al castellano.
Finalmente no pudo soportar el apabullante avance de las
tropas nazis. Antes de que pudiera enterarse sobre el vuelco de la guerra
tras la lucha en Stalingrado, decidió suicidarse con su esposa. Ocurrió al
norte de Petrópolis. El mundo perdió uno de sus creadores más sabios, honestos
y luminosos del siglo XX.