El Diario Infobae, en su edición digital, publicó este artículo.
El día que los nazis aniquilaron a los judíos del Gueto de Varsovia y demolieron con bombas la Gran Sinagoga
El 16 de mayo de 1943, el ejército alemán terminó con el
levantamiento. La rebelión había puesto al nazismo en jaque durante un mes. La
heroica historia de los que nunca se rindieron frente al horror
Jóvenes judíos que sobrevivieron al Gueto de Varsovia escribieron relatos de las atrocidades que sufrieron de los nazis y lo escondieron bajo tierra en botellas vacías. Las notas que describían la aniquilación en la capital polaca se descubrieron después de la guerra. Conocida como la “primera historia del Holocausto”, el archivo contiene impactantes relatos de testigos de cómo las personas fueron cargadas en trenes y enviadas a la muerte, los padres fueron separados de sus hijos y las personas fueron ejecutadas en el lugar por tratar de huir a través de brechas. en las paredes del gueto.
Este martes 16 de mayo se cumplen 80 años del fin del Levantamiento del Gueto de Varsovia. La primera rebelión contra el avance de los nazis en Europa.
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Levantan los muros del gueto
Los ocupantes nazis en 1940 acorralaron a unos 400.000 judíos en una pequeña sección de Varsovia. La mayoría de los habitantes de ese sector fueron enviados a campos para ser asesinados o murieron de hambre, infecciones o fusilados en el mismo gueto. El gueto fue destruido en mayo de 1943 cuando los nazis, que intentaban más deportaciones, se encontraron con una oposición feroz y un levantamiento de un mes.
Entre octubre y noviembre de 1940, a poco de que las tropas nazis aplastaran a Polonia –primero de septiembre de 1939– y mostraran las garras y fauces de la Segunda Gran Guerra –60 a 80 millones de muertos–, todos los judíos de Varsovia, la capital, y de otras regiones, fueron confinados a lo que sería el gueto de Varsovia. Pleno centro y sobre las ya invisibles ruinas de un gueto similar, pero de la Edad Media.
Entre sus muros grises de cuatro metros de altura, levantados a todo vapor, quedaron atrapados en un rectángulo de 8 kilómetros cuadrados. La diabólica prisión era un punto de paso: desde allí, en incesante goteo, los reclusos serían llevados en vagones a la muerte en los campos de exterminio de Auschwitz, Treblinka, Majdanek.
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La vigilancia era tan estricta como cruel. Y el asesinato, sangre cotidiana. Custodiados por soldados de la SS y la policía polaca, todos los cautivos debían llevar de manera visible la Estrella de David en colores azul y blanco.
Desalojados de sus casas a palos y privados de toda libertad, debieron soportar burlas y humillaciones: desde lo alto de una carretera, crueles y estúpidos turistas los fotografiaban como animales en un zoológico.
El hambre no tardó en retorcer de dolor los estómagos. Además del hacinamiento (72 habitantes por habitación de 10 metros cuadrados), mientras los soldados del ejército alemán y de la SS consumían 2.130 calorías diarias, los judíos apenas 920 gramos de pan, 295 de azúcar, 103 de mermelada y 60 de grasas por semana. Una papa, un pescado, un bocado de carne, una fruta, un puñado de verdura que lograba eludir el cerco era una fiesta inolvidable.
Desde luego, las enfermedades se propagaron. Una epidemia de tifus sembró el gueto de cadáveres. Registro oficial promedio: 5.500 judíos muertos por hambre cada mes. Y el episodio límite de horror: una madre famélica comió una nalga de su propio hijo, muerto el día anterior.
Vivir en el gueto
Pero el espíritu humano suele ser invencible. Y en los judíos del gueto se multiplicó hasta el asombro. Decidieron, perdido por perdido, continuar con su vida. Con sus costumbres. Con sus oficios, más allá de los brutales castigos, los culatazos, los arreos en masa hacia la muerte, la aniquilación a golpes sin distinción: también mujeres y niños.
Establecieron un mercado negro en las orillas para conseguir comida. Los emisarios y repartidores eran los niños. Que, pequeños, ágiles, escurridizos, cavaban los cimientos, conseguían comida del otro lado del muro, y la llevaban a destino. Desde el cementerio judío, sin vigilancia, un día lograron pasar 23 vacas…
No cesaron sus ritos religiosos. Nadie interrumpió la lectura de la Torá. Sólo tenían luz y gas desde las diez de la noche hasta las nueve de la mañana, pero lograron que los niños tomaran clases en escuelas hebreas. Y de la nada urdieron mínimas industrias: lámparas hechas con papel de cigarrillos, y preservativos con chupetes en desuso…
El correo estaba prohibido para ellos, pero no el ingenio: cruzaron cartas con parientes británicos, soviéticos, palestinos. Publicaron, entre gallos y medianoche, pequeños diarios y revistas en hebrero y en yiddish. Fundaron una biblioteca. No renunciaron al milagro de la música: los conciertos de violín se abrieron las puertas de la barbarie nazi.
Eso, a pesar de los apaleos porque sí, por el perverso placer de herir, y del diezmo en zloty (la moneda polaca) que exigía el dueño de un árbol… para que un judío pudiera sentarse un rato a la sombra. O el caso del guardia SS al que llamaban “Frankestein”, porque su rutina exigía matar a un judío cada día, por simple diversión.
Arranca la rebelión
En 1942, los conatos de rebeldía, las filtraciones y las fisuras parciales del telón de acero nazi obligaron a construir una cárcel (dentro del gueto, por supuesto) para 350 prisioneros. Pero en pocas semanas la atestaron casi 1.300 almas. No conformes, los monstruos construyeron otra… para 500 niños
Iniciado el mayor crimen contra la Humanidad (la Solución Final – acabar con todo el pueblo judío de Europa, 22 de julio de 1942) – el general SS Herman Höffle ordenó el vaciamiento del gueto de Varsovia “para el reasentamiento”: sinónimo de muerte segura en los campos.
El alcalde se negó. Respuesta: cayeron sobre los judíos, en horda y de noche, tropas SS, polacos de la Policía Azul, milicianos y mercenarios de Ucrania, Lituania, Letonia, Estonia, más brutales que todo lo imaginado. Además de los apaleos y los fusilamientos, 5 mil judíos fueron subidos a vagones de ganado, deportados a Treblinka, y gaseados hasta morir.
Hasta nacer agosto, los exterminados sumaban 66.700. Cifra aterradora. De los iniciales 500 mil judíos, en el gueto quedaban apenas 70 mil.
La hora de la rebelión había llegado. Era preferir morir luchando que asesinados día a día por el Tercer Reich.
Reunieron un pequeño ejército de resistencia: 1.000 guerrilleros en 22 grupos de 30 partisanos en dos cuarteles generales –calles Mila y Zamenhofa–, más almacenes de armas: pistolas, fusiles, ametralladoras, mil litros de gasolina y una carga explosiva de clorato de potasio.
El Día LM (Libertad o Muerte) fue el 18 de abril de 1943. Soldados SS que llevaban a una columna de judíos a la estación para ser deportados…recibieron una lluvia de balas. Otro grupo corrió hasta la plaza Muranowska e izó la bandera de Polonia y la Azul de Israel.
En su cuartel general, el monstruo Heinrich Himmler, jefe de las SS, ordenó aplastar la resistencia judía con 2.100 hombres entre granaderos alemanes, colaboracionistas polacos de la Policía Azul, soldados letones, un tanque francés, dos vehículos blindados, un cañón y dos piezas de artillería aérea.
Un día después, el 19 de abril, centenares de soldados entraron en el gueto disparando cañones y morteros, mientras aviones Stuka de la Lutwaffe demolía los edificios con bombas.
Pero la resistencia no levantó bandera blanca. Desde huecos y trampas, los judíos disparaban con furia. Algunas mujeres se ataron con cuerdas a las chimeneas, se impulsaban, y arrojaban cócteles Molotov contra los verdugos.
Las bajas judías fueron enormes: más de 6 mil muertos. Las tropas nazis no lograron ocupar un solo edificio de la resistencia. Cuatro días después… ¡ordenaron retirada!
La lucha siguió durante 27 días: del 19 de abril al 16 de mayo de 1943. Los verdugos fracasaron: no hubo tabla rasa. Avanzaron calle por calle, piso por piso, pero fueron burlados: los judíos darían su último grito de libertad desde sótanos, bodegas, alcantarillas y todo rincón que los mantuviera a salvo y a favor del factor sorpresa.
Pero los nazis eran más y tenían, además de sus órdenes y su vocación criminal, armas ineludibles: válvulas de agua a presión, gases lacrimógenos y perros adiestrados para matar a todo judío que lograra eludir esas trampas.
Los últimos reductos fueron pulverizados con lanzallamas y explosivos. Muy pocos fugitivos alcanzaron a refugiarse en los bosques polacos, mientras entre el 4 y el 8 fueron capturados 4 mil en un refugio subterráneo. El 15, dinamitada una sinagoga. Y el 26, desgarrador recuento: 70 mil judíos muertos, 13 mil caídos en combate, 56 mil prisioneros (7 mil fusilados en el acto y el resto muertos en las cámaras de gas de Treblinka). La última capturada: una niña, el 13 de diciembre.
El gueto quedó vacío y en escombros. Allí donde la vida se había abierto paso con la sola fuerza del espíritu, y después con armas desiguales (conmovedoramente desiguales y bravías).
El nazi que contó el horror
El oficial nazi a cargo de sofocar la rebelión fue Jürgen Stroop. Un miembro de las SS. Ambicioso, aplicado y feroz hacía casi un mes que intentaba cumplir con su misión. Pocas horas del final ese 16 de mayo, había logrado que sus hombres mataran a los últimos resistentes. Ya no quedaba nadie. En dos años habían deportado y asesinado a 400.000 polacos judíos.
Stroop llevaba un diario detallado de las acciones. En sus páginas narró hechos desgarradores. Por ejemplo, el 1 de mayo consignó: “El primero de mayo fue un día memorable por varias razones. Fui testigo de una escena extraordinaria. Un grupo de prisioneros fue arriado hacia una plaza. Pese a estar exhaustos, muchos de ellos mantenían las cabezas levantadas. Me paré cerca, junto a mi escolta. De pronto escuché balazos. Un joven judío que debía tener poco más de veinte años comenzó a disparar contra uno de nuestros oficiales. Uno, dos, tres balazos. Uno de ellos pegó en la mano del oficial. Mis hombres lo acribillaron a balazos. Yo mismo me acerqué a él, que ya estaba tirado en el suelo, y disparé. Mientras agonizaba, me paré a su lado, y me quedé viendo como su vida se escurría”.
Ese día con el escenario post apocalíptico del gueto vacío, Stroop alineó a sus hombres y se paró frente a la Gran Sinagoga con el detonador en la mano. El nazi debía demoler lo único que quedaba en pie. Mucho más por su importancia simbólica y espiritual. Su victoria se convertiría en real cuando la sinagoga sucumbiera a la dinamita que los soldados habían colocado en cada una de sus columnas.
Dos años después, en el invierno de 1945, ya perdida la guerra y destrozado el delirio de un Reich para mil años, los alemanes demolieron las ruinas, cubrieron esos restos con tierra, y sobre los cimientos urdieron un verde parque.
Olvido inútil. La gesta jamás será olvidada.