Mundos íntimos. Fui parte
de la lista Schindler y cumplí el legado de mi madre: Sobrevivirás
Cuando lo iban a deportar se refugió en un sótano. Luego logró entrar a
la mítica fábrica que contrataba a judíos para protegerlos de una muerte
segura. Hoy comparte sus recuerdos y enseñanzas. Por Francisco Wichter.
Hoy. En su casa de Buenos Aires,
Francisco reflexiona sobre la necesidad de dejar testimonio para los jóvenes.
Foto: Guillermo Rodríguez Adami.
Soy uno de los
poquísimos sobrevivientes en el mundo de la Lista Schindler. De las casi mil
trescientas personas que fuimos, hay un hombre que reside en Miami y yo en
Buenos Aires. No sé si alguien más.
He conocido el
dolor más tremendo pero también el amor y la solidaridad. A mis 90 años entrego
a los demás mi memoria. Quiero dejar el testimonio de mi historia. Ocurrió, sí,
en un mundo que había enloquecido donde los hombres se habían vuelto animales,
pero también los hechos acontecieron entre gente normal, más o menos mala o más
o menos buena, algunos más valientes y nobles, otra más débiles y temerosos,
gente decidida o vacilante.
Nací el 25 de julio
de 1926 en un pequeño pueblo de Polonia. Me llamaron Faivel Wichter. Eramos una
familia judía. Mi padre era zapatero. Me gustaba jugar con mis hermanos Hanka,
Rosa, Zlota, Sara y Elías. Polonia era un país naciente que había
declarado su independencia en 1918, apenas unos años antes de mi
nacimiento, después de más de un siglo de ocupación por Prusia, Rusia y Austria.
Recuerdo flores amarillas brotando. Llegaba el otoño. Todavía no hacía frío,
todavía no llegaba la nieve. Yo tenía que empezar el colegio el 1 de
septiembre. Quería empezar el colegio. Pero era 1939. Hitler invadió mi
país. Y el mundo entró en guerra.
En esos días tenía
la edad en la que, según el rito judío, se realiza la ceremonia del Bar
Mitzvah. Son los trece años, el momento en que los jóvenes pasamos a ser
considerados responsables de nuestros actos. Pero en mi caso no fue sólo la ley
judía la que me hizo adulto sino la atrocidad de la guerra la que me empujó sin
aviso a una adultez sin retorno.
Con toda mi familia
huimos al campo. Una vecina me dio trabajo para que la ayudara en la cosecha y
llevara las vacas para pastear. Una tarde vi a lo lejos una ciudad bombardeada. El
humo subía al cielo y yo empezaba a ver a Polonia cada vez más gris. Luego
de un tiempo, al igual que todos los judíos de la zona, recibimos la orden de
abandonar nuestras casas y concentrarnos en la ciudad de Belzitz, en el centro
del país. Era viernes, vísperas de Shabat, el séptimo día de la semana judía,
el día sagrado. A la mañana siguiente empezamos a caminar. Tuvimos que dejar
todo. Ni siquiera cerramos la casa. Mi último hogar en Polonia
quedó abierto para siempre.
Se acabó. Francisco Wichter al finalizar la guerra. |
En la ciudad de
Belzitz estaban los alemanes. Había una feria, llovía terrible. Los alemanes
compraban frutas. Eran los nazis. Nos reunimos en la casa de mi tío. Mis primos
habían preparado un escondite rudimentario bajo el piso de tablas en lo que
había sido el sótano para guardar tubérculos. Eramos una familia grande pero sólo
diez personas entraban en el escondite. Los adultos tuvieron que
elegir. Hubo una reunión entre ellos, los niños no hablábamos. Eligieron a los
más jóvenes de los que ya habían crecido. Escuché mi nombre. Mi hermana Hanka y
yo estábamos entre los diez. Antes de bajar mi madre nos dijo: “Los que
sobrevivan no olviden contar lo que pasó con nosotros”.
Tenía 17 años, mi
madre cuarenta, mis hermanas Hanka, Rosa, Zlota y Sara quince, trece, once y
nueve respectivamente. El menor, Elías, tenía cinco años y no iba a tener más.
Los diez elegidos bajamos al escondite. Fue la última vez que vi a mi familia,
a mi madre y a todos los demás. Esas miradas son imposibles de olvidar.
Pasamos muchas
horas lentas en el escondite. Escuchábamos atentos el silencio, después gritos,
ruidos de camiones. Esperamos hasta la oscuridad para salir. Cuando
subimos vimos que no había quedado nadie. Los nazis habían elegido la fecha de
Simjat-Torá, el día en que se baila con los rollos sagrados de la Torá y se
recuerdan las Tablas de los Diez Mandamientos, para llevarse a los judíos y
dejarme sin familia. Los mandamientos en la ley judía son diez. Pero mi madre
me había enseñado el undécimo: “Sobrevivirás”. Toda mi vida me dediqué
a cumplirlo.
Partimos nuevamente
con mis primos y nos escondimos en un bosque. Estuvimos tres días sin comer
hasta que una familia nos dio algo de grasa de chancho. Me acostumbré a no
tener hambre. Vagué por los bosques hasta que supe que toda Polonia era una
gran cárcel para los judíos. Nos perseguían los alemanes y los polacos
que no eran judíos nos denunciaban. Recibían un kilo de azúcar o un
octavito de vodka por cada uno de nosotros.
Pronto llegaría el
invierno y no íbamos a sobrevivir a la intemperie. Volvimos cerca de Belzitz.
La sinagoga seguía en pie y allí se concentraban sobrevivientes. Los nazis les
permitían quedarse y trabajar. Nos daban comida que parecía agua. Pronto supe
que todo era una trampa, la manera de juntarnos, hambrientos y exhaustos para
después elegir a los que les sirvieran y matar a los demás. Quise escapar con
mi hermana. Le propuse huir esa noche pero ella no tenía más fuerzas. A
la madrugada escuchamos la fusilería. Escapé y tras varias vicisitudes ingresé
en una cadena de crueldad que me llevó a través de varios campos de trabajo
forzado: Poniatov, Budzin, Mieletz, Wieliczka, Plaszow, Gros-Rosen.
El horror, la
casualidad, la voluntad de vivir y la intuición me llevaron de un modo extraño
hasta la Lista Schindler. En el campo de Plaszow supimos que un empresario de
Cracovia cerraba su fábrica por el avance del frente ruso y quería montar una
de municiones en Brünnlitz, Checoslovaquia. Se llamaba Oskar Schindler. Los
prisioneros de Plaszow estábamos catalogados como obreros metalúrgicos y,
junto con los judíos que ya trabajaban para él, fuimos incluidos en una lista
de gente que se iría para allá. Nos convertimos en la Lista Schindler: hombres
y mujeres a quienes el destino les tenía previsto un respiro en medio del
infierno.
En Buenos Aires. Francisco invitaba a Emilie Schindler a pasar juntos la celebración judía de Pesaj. |
En el otoño de 1944
ingresé a la fábrica como el trabajador número 371. Las condiciones del lugar
eran las mismas que las de todos los judíos en ese momento: trabajo forzado y
sin pago alguno. Pero el comportamiento de Oskar Schindler y su mujer
Emilie era humano. No teníamos nombre ni ropa propia pero se comía bien, no
se pasaba hambre y había buen trato. Siempre teníamos calefacción y agua
caliente, incluso en las habitaciones colectivas donde dormíamos. Emilie se las
arreglaba para conseguir remedios para los enfermos. No había
muchas muertes pero cuando ocurría alguna se hacía un entierro por la noche, en
un cementerio católico, con la mínima legitimidad de una ceremonia. Poder dar
una sepultura, aunque no fuera judía pero por lo menos humana, era reparador.
Yo me ofrecí como voluntario para hacerlo las pocas veces que hubo necesidad. A
la mañana siguiente de la primera vez, me encontré con la sorpresa de que
Emilie había asignado un kilo de pan extra como pago a cada enterrador.
Un representante de
la Wehrmacht, las fuerzas armadas de la Alemania nazi, inspeccionaba
periódicamente la producción. Schindler enviaba regalos a los nazis y
los invitaba a cenas en las que servían productos extravagantes, se
apoyaba en la metodología nazi para salvarnos la vida y los obreros le
respondíamos porque queríamos salvarnos. Cuánto de su acción empezó como un
negocio y cuánto como una empresa humanitaria no es fácil de decir, pero sí es
evidente que en un momento se volvió exclusivamente una empresa humanitaria.
La fábrica debía
producir balas antitanque. En todo ese tiempo fabricamos apenas un vagón de
balas que además regresó en devolución. En el campo había más gente que puestos
reales de trabajo. Eramos casi mil trescientos judíos para alimentar y también
había unas trescientas bocas más, entre los rusos y polacos que constituían la
planta asalariada del campo. También debían alimentar con una dieta
diferente a los guardias nazis de la fábrica. Todo salía del dinero de los
Schindler. Sus objetivos, claramente, se habían deslindado por completo del
aspecto económico.
El 7 de mayo de
1945 amaneció celeste, era primavera. Algo extraño pasaba, la gente deambulaba
sin trabajar. Oskar apareció en el patio acompañado por Emilie, se ubicaron
arriba de una pequeña tarima. Oskar dio la orden de encender la radio. Nosotros
nos paramos alrededor de los parlantes. En la radio de los Schindler escuchamos
la voz de Churchill: Alemania se rendía en forma incondicional. Había terminado
la Segunda Guerra Mundial.
Oskar nos agradeció
el esfuerzo que todos habíamos hecho para sostener su fábrica, nos informó que
la cerraba y que, a partir de se momento, cada uno de nosotros era libre. Atravesamos
el portón de salida con emoción y miedo. Me fui de Brünnlitz una
semana después de terminada la guerra.
Frente a las
críticas que luego recibió Oskar, yo puedo decir que no podría haber tenido la
fábrica de Cracovia sino del modo en que la tuvo, y no podría habernos salvado
la vida sino como nos la salvó. El purismo no nos hubiera servido para
nada a nosotros, “sus judíos”. Mi más sincero y profundo homenaje a un
hombre muy valiente y noble. La historia le asignó un lugar mucho menor a
Emilie del que realmente tuvo en nuestra supervivencia. Mi sincero y eterno
agradecimiento a ella. Lo que cuenta para juzgarlos no son sus amigos
circunstanciales o sus métodos, sino los resultados de lo que aconteció con
nosotros: nos salvó la vida.
Antes de partir
Oskar nos había entregado a cada uno tres metros de tela y una cajita de hilo
cadena para coser. Era todo mi equipaje. No tenía ni una moneda. Tenía
diecinueve años. Me subí a un tren. En Cracovia recibimos ropa y cinco dólares
de parte de la organización judía Joint. Antes de sacarme el
uniforme le pedí a un fotógrafo que había que me sacara una foto, es la que
conservo con mi traje de prisionero. El viaje continuó hasta Italia.
En Roma conocí a
Hinda, también de origen polaco y quien también había perdido a toda su familia
en el genocidio. Había hecho un viaje similar al mío hasta instalarse en Roma.
El 20 de abril de 1947 nos casamos y vinimos juntos a la Argentina, país del
que sólo sabíamos que era grande, rico en tierras y con vacas iguales a las que
estaban dibujadas en las estampillas.
Llegamos a Buenos
Aires en el invierno de 1947. Desde entonces fui Francisco. No nos hicieron
preguntas. “No importa, acá estamos en América” decían. “Silencio”,
pedían. Y así fue. Con Hinda éramos jóvenes de veinte años. Habíamos vivido la
misma pesadilla y teníamos el mismo proyecto: trabajar duro para construir una
nueva generación judía y rehacer de las cenizas las familias que los
nazis nos habían arrancado. Lo hicimos con mucho esfuerzo.
Pareja. Francisco con su esposa Hinda. Ella también es sobreviviente del Holocausto. |
El pasado fue
alejándose en el tiempo pero todo volvió de pronto en 1993 cuando vi la
película “La lista de Schindler” de Steven Spielberg. Me
afectó mucho. Algunas cosas no eran del todo como se cuentan pero fue muy
importante. En esos días también vi a Emilie Schindler en un noticiero y me
impactó profundamente. Intenté ubicarla de varios modos hasta que finalmente la
vi en un acto en la AMIA. Me acerqué y le dije que era un sobreviviente de su
lista. Desde entonces nos hicimos amigos. Mientras siguió viviendo en Buenos
Aires vino a casa cada celebración de Pesaj a comer pescado y
matzá en nuestra mesa.
Después de ver la
película, por varios días, no pude dormir. Hasta que decidí, por primera vez,
escribir mi testimonio. Durante ocho meses escribí sin pausa el libro que hoy
se llama “Undécimo mandamiento”. Ahí cuento que la palabra felicidad no existe
para los sobrevivientes, como no existe el olvido. Pero la vida me dio dos
hijos, cinco nietos y ocho bisnietos que me hacen sonreír. El 20 de abril
cumplimos 69 años juntos con Hinda. Estoy esperando el año próximo para llegar
a los 70. A los 90 años y después de un largo camino puedo finalmente decir que
he cumplido con el legado de mi madre.
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Francisco Wichter nació en Polonia
hace 90 años. Sus padres y cinco hermanos murieron durante el nazismo. El
estuvo en varios campos y logró trabajar en la fábrica de Oskar Schindler. Era
el obrero 371 de la famosa lista. Cuando terminó la Guerra, llegó a la
Argentina con su flamante esposa Hinda, otra judía sobreviviente del
Holocausto. Acá trabajó de relojero y en confección, tuvo dos hijos (uno
falleció joven cuando tenía dos chicos pequeños), seis nietos y ocho bisnietos
y escribió el libro “Undécimo mandamiento” sobre su experiencia. El Congreso le
otorgó la Mención de Honor Senador Sarmiento por su ejemplo de vida.