El Diario Infobae, en su edición digital, publicó este artículo firmado por Milton Del Moral.
Contrabandistas, espías y la joven de las
trenzas rubias: historias de mujeres judías
que combatieron a los nazis
Niuta Teitelbaum fue la asesina más buscada de Polonia por las tropas nazis luego de haber matado a sangre fría a cuatro oficiales del régimen.
Vestida como campesina católica, se había infiltrado en la Varsovia
ocupada para vengarse. Su vida y la de otras heroínas de la resistencia polaca
Niuta Teitelbaum tenía cara de ángel. Era una joven judía de rasgos aniñados. Tenía 25 años pero parecía una adolescente escolarizada. Era menuda, rubia, lucía piel de papel y semblante inocente. Había estudiado historia en la Universidad de Varsovia. Representaba, para su desgracia y su fortuna, la pureza de los parámetros arios. Unas trenzas tirantes y un atuendo acorde disimulaban su identidad y sus propósitos. Vestía como una campesina polaca, salvoconducto que le permitía infiltrarse en las arterias de su Varsovia, su ciudad, invadidas por nazis.
Tres años antes, en 1939, se había desatado el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. A las 4:45 de la mañana del primer día de noviembre, las tropas germanas habían ejecutado el “Plan Blanco”, una operación militar destinada a recuperar el territorio perdido en la primera gran guerra. Una simulación discursiva y sanguinaria había sembrado una suerte de justificación: la propaganda del régimen anticipaba que Adolf Hitler deseaba rescatar a más de un millón de alemanes “oprimidos por la brutalidad polaca” y el atentado a una emisora alemana en la frontera cometido por agentes de la SS disfrazados de soldados polacos.
En la “blitzkrieg”, una guerra relámpago provista de tanques, convergieron tres ataques simultáneos: norte desde Prusia oriental, oeste desde Prusia occidental y sur desde Checoslovaquia. A mediados de mes, la Unión Soviética también usurpó la soberanía polaca. El 23 de agosto de 1939, Hitler y Stalin habían firmado un pacto de no agresión que incluía en una cláusula secreta la repartición del suelo de Polonia. La resistencia duró 36 días. Su ejército cayó. Niuta no.
Para 1942, millones de judíos polacos habían muerto y otros millones seguían prisioneros en los campos de concentración. Niuta no. Caminaba las calles de su ciudad ocupada. Lucía serena y tímida, un pañuelo en la cabeza, sus trenzas rubias, su mirada ingenua, su talante inofensivo. Una vez se acercó a la entrada del cuartel general nazi de Varsovia. Pidió, con una sonrisa de mueca y encogida entre sus hombros y su ropa, ver a un oficial nazi de alto rango. Le preguntaron por qué y respondió, con pudor y voz temblorosa, que era “un asunto personal”. El guardia interpretó, basado en la costumbre, que su superior la había embarazado. Se rió, le dio el número de su oficina y le concedió el acceso al edificio. Niuta agradeció con un gesto sutil.
Ingresó al despacho del oficial nazi. Él estaba sentado frente a su escritorio. No tuvo tiempo de sorprenderse. Menos de asustarse. Niuta Teitelbaum, que será conocida después como “la pequeña Wanda de las trenzas”, le disparó en la cabeza. Era su asunto personal. Guardó la pistola con silenciador que escondía entre sus prendas de campesina y recorrió el pasillo de regreso a la entrada principal tal como había ingresado: mansa y cauta. Cuando salió, despidió con un gesto de dulzura al guardia nazi que le había autorizado el permiso para cometer su primera revancha.
Era la asesina más buscada por el Tercer Reich cuando, al año siguiente, ingresó en un departamento de la Gestapo ubicado sobre la calle Chmielna en el centro de Varsovia. Sus trenzas, su pañuelo, su apariencia de mujer indefensa, el kit anónimo que le abría paso en una ciudad custodiada por cazadores de judíos. Tres oficiales nazis la interceptaron. Ella reaccionó con timidez y disparos. Dos murieron en el acto. Otro resultó herido. Culminó su triple crimen en el hospital. Esta vez disfrazada con una bata blanca.
No duró mucho más en la clandestinidad. La capturaron. La torturaron. Sobrevivió al levantamiento del gueto de Varsovia en abril de 1934. La Gestapo volvió a arrestarla dos meses después. La golpearon hasta desfigurarla. Nunca soltó información de las actividades de la resistencia. Niuta Teitelbaum tenía 25 años cuando la ejecutaron.
79 años después, Judy Batalion escribió Hijas de la resistencia, la historia desconocida de las mujeres que lucharon contra los nazis (Seix Barral). Niuta Teitelbaum es una de las protagonistas de un ensayo que procura recuperar relatos ocultos de los levantamientos y completar la historia oficial de la resistencia polaca. Supone un acto de visibilización de la rebeldía y audacia femenina ante el nazismo. Mujeres que contrabandeaban armas escondidas en panes, recipientes de mermeladas, osos de peluche; mujeres que coqueteaban con guardias a quienes les compraban vino y whisky para después matarlos; mujeres que organizaban comedores de beneficencia, que distribuían boletines clandestinos, que bombardeaban líneas ferroviarias, que lanzaban cócteles molotov, que saboteaban suministros de agua, que fabricaban redes de búnkeres subterráneos, que unían refugios de la resistencia con guetos. Mujeres que se encargaban de contar la verdad. Mujeres mensajeras, contrabandistas, falsificadoras, saboteadoras, espías, asesinas.
Mujeres que habían decidido no huir, sino quedarse. Mujeres que prefirieron morir: habían sido seleccionadas para realizar trabajos forzados y decidieron desperdiciar su boleto de gracia para acompañar a sus hijos o a sus madres a las cámaras de gas. Un símbolo que la interpelaba: ella es nieta de sobrevivientes del Holocausto que habían escapado de Polonia. “La huida significaba mi vida. Yo había crecido huyendo de relaciones, carreras y países”, dice la canadiense nacida en Montreal en 1977, que estudió Historia de la Ciencia en Harvard, que se doctoró en Historia del Arte en Londres -donde también trabajó como curadora artística y comediante-, que hoy vive en Nueva York y que siempre vuelve a Polonia.
En 2007, en un rapto de lucha por su identidad judía, decidió bucear en la bibliografía. Buscaba historias de mujeres judías fuertes. Se acordaba de Hannah Senesh, una paracaidista de la Segunda Guerra Mundial que había abandonado su Hungría natal para sobrevivir en Palestina pero que regresó alistada en el bando aliado, fue capturada y murió fusilada sin quitarle la mirada a quienes la mataron. Esa historia de revancha la estimulaba. Debía haber otras historias así.
“Fui a la Biblioteca Británica, la busqué en el catálogo y pedí los pocos libros que aparecían con su nombre. Me di cuenta de que uno de ellos era inusual, encuadernado en una tela azul desgastada con letras doradas y bordes amarillentos: ‘Freuen in di Ghettos’, que en ídish significa ‘Mujeres en los guetos’. Lo abrí y encontré 180 hojas de letra diminuta, todas en ídish, un idioma que yo dominaba. Para mi sorpresa, sólo unas pocas páginas mencionaban a Hannah Senesh, el resto relataba historias de docenas de otras jóvenes judías que desafiaron a los nazis, muchas de las cuales tuvieron la oportunidad de abandonar la Polonia ocupada por los nazis pero no lo hicieron; algunas incluso regresaron voluntariamente”, relató en un artículo publicado en The New York Times.
Dijo que donde esperaba luto y tristeza, encontró armas, sabotajes, dinamita y espionaje. Investigó cada acto heroico, cada nombre propio que leyó en este thriller de chicas judías que engañaban a oficiales de la Gestapo escrito en ídish un año después de la culminación de la guerra. Pero antes, cuestionó su asombro e indagó en su sorpresa. “Estaba aturdida. Me había criado en una comunidad de supervivientes del Holocausto y me había doctorado en historia de la mujer. ¿Por qué nunca había escuchado estas historias?”, sopesó.
El libro era una recopilación de historias de mujeres en la resistencia polaca pensado para judíos estadounidense de habla ídish. Estaban los incrédulos, las familias con heridas abiertas, los traumas, las acusaciones por haber abandonado a sus familias, el miedo al estigma, a ser señalada como colaboracionista, las que se sentían culpables por no haber muerto, las que preferían guardar silencio, la histórica invisibilización de las contribuciones femeninas en los hitos de la humanidad, las motivaciones políticas y culturales que le dieron forma al relato oficial del Holocausto.
“Habían dejado a sus familias para luchar en la clandestinidad -interpretó la autora en diálogo con el periódico español El Independiente-. Les perseguía la decisión de no haberse despedido de sus seres queridos y un sentimiento comparable a quienes sobrevivieron a Auschwitz. Llegaron a pensar que no merecía la pena contar su historia. Muchas eran aún muy jóvenes tras la guerra y lo habían perdido todo, desde la familia hasta la nacionalidad. Terminaron refugiadas en países cuyos idiomas no hablaban y quisieron comenzar de nuevo y tener hijos que fueran normales y felices”.
Su proceso de investigación demandó doce años, viajes a Polonia, Israel y Estados Unidos, horas en archivos, bibliotecas, casas. Conocer el alcance de la rebelión judía le dio contexto estadístico a su “descubrimiento”: “Más de 90 guetos europeos tenían unidades de resistencia judía armada. Aproximadamente 30.000 judíos europeos se unieron a los partisanos italianos. Las redes de rescate apoyaron a unos 12.000 judíos escondidos sólo en Varsovia. Todo esto junto a actos diarios de resistencia: contrabandear alimentos, escribir diarios, contar chistes para aliviar el miedo, abrazar a una compañera para mantenerla caliente. Las mujeres, de entre 16 y 25 años, estaban al frente de muchos de estos esfuerzos”.
Aborda la distorsión construida de la década del treinta. En Polonia -dice- el 45% de la fuerza laboral era femenina. La cultura polaca le había asignado a la mujer un espacio de desarrollo. “Había cierta igualdad. Las judías estaban emancipadas, tenían estudios, trabajaban”, aduce. La invasión, la guerra, el odio y el dolor las motivaron. Explotaron su “belleza aria” para sobrevivir y vengarse. “Desempeñaron un papel muy importante en la resistencia porque les fue más fácil hacer ciertos trabajos que a sus compañeros varones”, asevera la historiadora.
La educación era obligatoria desde comienzos de década. Los hombres eran enviados a escuelas privadas judías, mientras que ellas asistían a colegios públicos polacos. Esa vivencia las entrenó para subsistir: conocían las tradiciones y costumbres de la comunidad cristiana, aprendieron mejor a hablar el idioma sin rasgos de acento. Su audacia creció al compás de sus necesidades. Se escondían en un camuflaje que simulaba indefensión y vulnerabilidad. Y también aprovechaban la ausencia de rastros físicos: “Les resultaba más sencillo disfrazarse de cristianas. Una de las principales razones es que las judías no estaban circuncidadas. Si se sospechaba que un hombre era judío, solo hacia falta llevarlo hasta un puesto y bajarle los pantalones. Las mujeres, en cambio, no tenían esa marca física de la identidad judía en su cuerpo”.
Eran mujeres revolucionarias. Tenían ideales antes de transformarse en rebeldes. La invasión les otorgó el escenario para ejercer su resistencia. Ya habían leído a Rosa Luxemburgo, ya se sabían socialistas. Habían estudiado, habían labrado la tierra y se habían preparado en autodefensa. Judy Batalion dice que hasta incluso llevaban pantalones en vez de polleras y que probablemente hoy se podrían calificar como mujeres “feministas y progresistas”.
Su libro las recupera. Rescata, además de historia de “la pequeña Wanda de las trenzas”, la historia de Vitka Kempner, líder de la resistencia en Vilna, Lituania, que en 1942 voló un tren de suministros alemán tras robar explosivos de un gueto; la historia de Ruzka Korczak, otra pieza de la resistencia en Vilna que engendró el libro de recetas de la resistencia, donde se explicaba, por ejemplo, cómo fabricar bombas; la historia de Vladka Meed, una mensajera que introdujo pólvora al gueto de Varsovia a través de un agujero que hizo con una cuchara, que robó un mapa de Treblinka y lo distribuyó en la prensa, que ayudó a más de diez mil judíos consiguiéndoles dinero, medicamentos e identidades falsas; la historia de Frumka Plotnicka, referente de la resistencia clandestina en Bedzin que murió combatiendo contra los nazis desde el interior de un búnker; las historias de Gusta Davidson y Minka Liebeskind, camaradas del movimiento de resistencia del gueto de Cracovia; la historia de Bela Hazan, espía de la Gestapo que robaba documentos y los entregaba a falsificadores de la resistencia.
Y la historia de Renia Kukielka, medular en el relato. Es la historia principal de la obra, la semilla de la que brotan todas las otras. Encarna el eje conector de la narración porque los nazis no pudieron matarla y porque ni era idealista ni revolucionaria, “solo una joven espabilada de clase media que se vio inmersa en una repentina e interminable pesadilla”. “Muchas de las chicas estaban muy ideologizadas, eran socialistas pero no era el caso de Renia. Ella solo escribía un relato y eso me interpeló. Mi cabeza siempre regresaba a Renia porque era una mensajera y estaba implicada en misiones y movimientos. Además, logró sobrevivir y eso también era importante para darle al libro un sentido pleno”, dijo Judy Batalion.
Era tan solo una adolescente cuando en 1939, las tropas nazis invadieron su ciudad Jedrzejow, al sur de Polonia. Ella y su familia fueron encerrados en uno de los 7 guetos distribuidos en el país. Cuatro años después, a sus 18 años, escapó porque presumía que iba a morir. Apeló a su apariencia de polaca cristiana y a su lenguaje fluido para abandonar su suerte. “Saltó de un tren en marcha cuando la reconocieron, negoció con la policía y se hizo pasar por católica. Consiguió un trabajo como empleada doméstica”, relató la historiadora.
“Ni siquiera sabía que era tan buena actriz”, describió Renia en sus memorias. Emigró hacia Bedzin, gracias a la cooperación de un contrabandista polaco. Allí se encontró con su hermana mayor y con una comunidad judía en alzamiento. Era una tierra fértil de formación partidaria en defensa de la identidad judía. Tras la invasión nazi, los grupos juveniles se convirtieron en milicias rebeldes con tendencia socialista. Renia fue seleccionada para ser mensajera, una operadora clandestina, dado su aspecto ario y católico. A ella la empujaba un profundo deseo de justicia.
“Renia dirigía misiones entre Bedzin y Varsovia. Transportaba granadas, pasaportes falsos y dinero en efectivo atado a su cuerpo y escondido en su ropa interior y zapatos. Transportaba a los judíos de los guetos a los escondites. Llevaba una flor roja en el pelo para ser identificada por sus contactos clandestinos, se reunía con un traficante de armas del mercado negro en un cementerio y dormía en un sótano, vagando por la ciudad durante el día para reunir información. Sonreía tímidamente durante los cacheos en el tren, y se hizo amiga de un guardia fronterizo al que le ‘confesó’ el contrabando de alimentos para distraerle del verdadero contrabando que llevaba sujeto al torso con correas”, contó Batalion. “Tenías que ser fuerte en tu comportamiento, firme. Había que tener una voluntad de hierro”, escribió Renia.
Hasta que una vez cayó. Un guardia fronterizo advirtió que portaba un pasaporte falso y la encarceló en un calabozo de la Gestapo. Las torturas no la doblegaron. Otras mensajeras las rescataron tras sobornar a guardias con cigarrillos y whisky. Renia se fugó en un tren subterráneo de la resistencia. Atravesó a pie los Montes Tatra que dividen Polonia de la vieja Checoslovaquia, cruzó a Hungría escondida entre las mercancías de un vagón de tren, traspasó el estrecho del Bósforo en barco.
El 6 de marzo de 1944 arribó a Haifa, Palestina. Al año siguiente, concluyó su capítulo de guerra con la publicación de sus memorias. Las escribió en ídish. Guardó silencio, empezó a vivir de nuevo y asumió un propósito: fundar la nueva generación de judíos.