Los fantasmas del Gueto
La resistencia en Varsovia es un capítulo que nunca se termina de escribir. Un libro cuenta el levantamiento judío. Otro, habla de la represión argentina en 1976.
Por Isidoro Gilbert
Del Holocausto nunca hay que dejar de hablar y así lo creyó el polaco Matthew Brzezinski al escribir el notable libro El ejército de Isaac. La resistencia judía en la Polonia ocupada
(Capital Intelectual) acaso no sólo para contar la épica del
levantamiento del gueto de Varsovia y más tarde el de los polacos de esa
ciudad, sino para recordar la mayor tragedia del siglo XX cuando hay
voces negacionistas, de líderes de Irán y fuerzas políticas de derecha
en países de Europa.
Si el relato de Primo Levi sobre el martirio en Auschwitz sigue resonando con conmoción, este duro y doloroso relato sobre la ocupación nazi en Polonia, genera estremecimiento con el detalle de las matanzas sistemáticas de los no arios polacos, pero también del 20% de ellos. La recreación de la vida en el gueto exhibe todas las contradicciones de la comunidad y de sus fuerzas religiosas y políticas donde convivieron los justos con los dueños de 69 cabarets a disposición de nazis con judíos millonarios, ladrones, prostitución, amen de la “policía azul” formada por judíos para mantener a raya a los suyos o la Judenrat, la entidad de notables que servía de correa de transmisión de las leyes de los ocupantes. La guerrilla judía tomo represalia contra algunos de ellos.
Brzezinski narra la vida de los más de 600 mil judíos varsovianos antes de la llegada del invasor, sus cafés, librerías, músicos, intelectuales, en una vida en convivencia con el antisemitismo explícito del régimen Sanacja (salvación), nacionalista de derecha que siguió al gobierno de Józef Pilsudski, que frenó al Ejército Rojo de León Trotski en 1920. Ese antisemitismo fuertemente arraigado en masas populares, obligó a los judíos a formar grupos de autodefensa. Se destacaba antes del hitlerismo, el del Bund (socialistas no sionistas y anticomunistas) que se conformaba con jóvenes “fuertes, robustos, en la mayoría mozos de carga, transportistas y carboneros de la calle de los Pájaros, armados con palos y largas picas de sus carretillas” activos en episodios de renombre contra las bandas fascistas. También tenían sus grupos defensivos el sionista movimiento juvenil Beitar donde se inició Menajem Beguín.
Estos antecedentes de autodefensa no tuvieron expresión inmediata cuando se construyó el gueto y se obligó a todos los judíos (los hubo en cada ciudad) a residir en esa zona fortificada que tenía forma de “T” achatada. Su superficie era de 405 hectáreas cuadradas, del tamaño del neoyorquino Central Park. La mañana del 16 de noviembre de 1940 sus 400 mil habitantes descubrieron horrorizados que todas las puertas quedaban clausuradas.
Así las decenas de miles de personas formaron parte de una economía sumergida, sobreponiéndose una y otra vez a los intentos de la Gestapo de privarles de vida: llevaban a sus hijos a colegios secretos, imprimían y distribuían periódicos clandestinos y frustraban, hasta donde pudieron los esfuerzos nazis de matarlos de hambre creando un sistema de contrabando generalizado. Convivieron con redadas de millares e imágenes desgarradoras de esqueléticos supervivientes de tifus, cadáveres colgados de los faroles, cuerpos de muertos de hambre arrojados a las calles desnudos, harapientos refugiados sin hogar, etcétera, todos ellos caminando con paso vacilante arrastrando los pies, con la piel pálida y los huesos asomando a través de la rasgada ropa. “El gueto se convirtió en una ciudad fantasma”.
Mucho se ha discutido sobre la pasividad frente al avasallamiento. El interrogante: ¿por qué no pelearon cuando eran cientos de miles y lo harían cuando estaban diezmados? El texto no responde pero relata formas de resistencia y además las trabas de los religiosos o las diferencias entre distintas organizaciones juveniles sionistas y no sionistas que después de muchos debates y fracasos constituirán la Zydowska Organizacja Bojowa (Organización Judía de Combate) también conocida por su acrónimo ZOB donde talló Isaac Zuckerman. En poco tiempo se convertiría en la autoridad suprema del gueto. Incluyó a un abanico de tendencias sionistas y comunistas.
Ha sido este proceso dramático en medio de la dureza de la narrativa de Brzezinski donde los macabeos del siglo XX debieron lidiar además con los soplones de la Gestapo. Por caso una reunión del Bund fue “cantada” y sus miembros fusilados en lo que se conoce como “la masacre del Sabath”.
La historia de la epopeya del gueto coloca a Mordechai Anielewicz, líder de las Juventudes sionistas marxistas como la figura más relevante del levantamiento entre el 19 de abril y el 16 de mayo de 1943. Sin disminuir su figura, cuando él se unió a la ZOB, se precipitaron las decisiones de enfrentar a la Gestapo, el libro sostiene que el liderazgo correspondió a Isaac, dirigente de las Juventudes Sionistas Socialistas primer impulsor de la ZOB.
Menos conocida fue la Unidad Militar Judía, sionista de derecha que había cavado túneles de acceso al gueto bajo los muros, además haber construido una red para sacar gente de Polonia ocupada y de tener una galería de tiro subterránea. Sus armeros fabricaban ametralladoras y contaron con un equipo de radio. La UMJ y la ZOB se cubrieron de gloria al enfrentar a la Gestapo y bandas de rusos blancos, ucranianos y lituanos anticomunistas.
El autor pudo escribir este texto porque encontró vivos a varios combatientes del gueto: Simha Rutheiser, Mark Edelman, Boruch Spiegel, Zivia Lubetkin, la mujer de mayor rango en la ZOB y novia de Isaac. Zuckerman dejó un libro de memorias “brutalmente sincero y detallado que se publicó a título póstumo. El texto está lleno de rabia y honestidad sin adornos ni veneración por los héroes”.
Las citas presentes en este libro han sido obtenidas en entrevistas, memorias, diarios inéditos y material de archivo. El número de víctimas y redadas, el recuento de ejecuciones y torturas, o las tasas de inanición, provienen de investigaciones llevadas a cabo en Polonia, Israel y EE.UU. No hay personajes ficticios en este relato donde no se soslayan las relaciones de los judíos, complejas, con los gentiles así como las dificultosas alianzas dentro del movimiento clandestino polaco en el devenir de la guerra, tanto las victorias como las derrotas, en los frentes oriental y occidental y las “cambiantes políticas de los nazis, las cínicas decisiones tomadas por Londres (el vínculo de la resistencia armada de los polacos “arios”) y Washington” o la intervención del Ejército Rojo días después de la invasión que dejó partido al país: la vida judía en la zona soviética fue diferente no exenta de conflictos pero todo acabó cuando la URSS fue invadida.
En 1940, los EE.UU. cerraron sus puertas a refugiados judíos basados en una legislación de 1926 que descalificaba a los que procedían de Europa Oriental; entre los que no pudieron recibir visado norteamericano estuvo la familia de Ana Frank. Había información de la tragedia. El 27 de junio de 1942, una pequeña columna del New York Times informaba: “700.000 judíos declarados muertos en Polonia”. Casi al mismo tiempo en las Islas Bermudas, Churchill y Roosevelt se declaraban impotentes para evitar el Holocausto. En la escasa cobertura extranjera The Times, de Londres, en una breve reseña escribía “dos millones de judíos han sido asesinados y otros cinco millones se enfrentan al exterminio”.
Brzezinki cuenta de los tiempos de la colaboración germano-soviética y cómo los partisanos que conformaron el Ejército Nacional Polaco, ligado al exilio de Londres y antisoviético, saboteaban los envíos de petróleo ruso a Alemania. El papel de este movimiento militar clandestino con los judíos fue complejo y a veces predominó el atávico antisemitismo (no pocos judíos fuero asesinado por ellos por ser considerados bolcheviques) o la desconfianza. Por eso, cuando la ZOB les pidió armas, o respondían que “los judíos no luchan” o se las retaceaban. La ZOB apeló al soborno a integrantes de la corrupta Gestapo para conseguir algunas armas, con dinero “confiscado” a los judíos millonarios.
Los sobrevivientes escaparon del gueto por las alcantarillas; fueron duchos en su manejo: sólo unos 55.000 judíos sobrevivieron a la masacre, no pocos, protegidos por familias católicas o en conventos y casas de campo cristianas.
Mordechai Anielewicz se negó fugarse e ir, como lo sugirieron los polacos arios, a formar una guerrilla en los bosques: se suicidó luego de pelear como un gladiador y ser un ejemplo para los suyos.
Isaac, a quien la rebelión lo encontró en la zona aria, organizó a los dispersos combatientes, participó en el levantamiento de Varsovia con 150 mil muertos “elevando el número de muertos de la capital polaca a más de 700 mil desde el inicio de la guerra. Murieron más habitantes, tanto judíos como gentiles, a manos de los nazis que estadounidenses en la Guerra Civil”. Los soviéticos estaban a orillas del Vístula y se desentendieron de la masacre. Ya con el fin de la ocupación nazi, Isaac logró que miles de sobrevivientes fueran a Palestina.
Si el relato de Primo Levi sobre el martirio en Auschwitz sigue resonando con conmoción, este duro y doloroso relato sobre la ocupación nazi en Polonia, genera estremecimiento con el detalle de las matanzas sistemáticas de los no arios polacos, pero también del 20% de ellos. La recreación de la vida en el gueto exhibe todas las contradicciones de la comunidad y de sus fuerzas religiosas y políticas donde convivieron los justos con los dueños de 69 cabarets a disposición de nazis con judíos millonarios, ladrones, prostitución, amen de la “policía azul” formada por judíos para mantener a raya a los suyos o la Judenrat, la entidad de notables que servía de correa de transmisión de las leyes de los ocupantes. La guerrilla judía tomo represalia contra algunos de ellos.
Brzezinski narra la vida de los más de 600 mil judíos varsovianos antes de la llegada del invasor, sus cafés, librerías, músicos, intelectuales, en una vida en convivencia con el antisemitismo explícito del régimen Sanacja (salvación), nacionalista de derecha que siguió al gobierno de Józef Pilsudski, que frenó al Ejército Rojo de León Trotski en 1920. Ese antisemitismo fuertemente arraigado en masas populares, obligó a los judíos a formar grupos de autodefensa. Se destacaba antes del hitlerismo, el del Bund (socialistas no sionistas y anticomunistas) que se conformaba con jóvenes “fuertes, robustos, en la mayoría mozos de carga, transportistas y carboneros de la calle de los Pájaros, armados con palos y largas picas de sus carretillas” activos en episodios de renombre contra las bandas fascistas. También tenían sus grupos defensivos el sionista movimiento juvenil Beitar donde se inició Menajem Beguín.
Estos antecedentes de autodefensa no tuvieron expresión inmediata cuando se construyó el gueto y se obligó a todos los judíos (los hubo en cada ciudad) a residir en esa zona fortificada que tenía forma de “T” achatada. Su superficie era de 405 hectáreas cuadradas, del tamaño del neoyorquino Central Park. La mañana del 16 de noviembre de 1940 sus 400 mil habitantes descubrieron horrorizados que todas las puertas quedaban clausuradas.
Así las decenas de miles de personas formaron parte de una economía sumergida, sobreponiéndose una y otra vez a los intentos de la Gestapo de privarles de vida: llevaban a sus hijos a colegios secretos, imprimían y distribuían periódicos clandestinos y frustraban, hasta donde pudieron los esfuerzos nazis de matarlos de hambre creando un sistema de contrabando generalizado. Convivieron con redadas de millares e imágenes desgarradoras de esqueléticos supervivientes de tifus, cadáveres colgados de los faroles, cuerpos de muertos de hambre arrojados a las calles desnudos, harapientos refugiados sin hogar, etcétera, todos ellos caminando con paso vacilante arrastrando los pies, con la piel pálida y los huesos asomando a través de la rasgada ropa. “El gueto se convirtió en una ciudad fantasma”.
Mucho se ha discutido sobre la pasividad frente al avasallamiento. El interrogante: ¿por qué no pelearon cuando eran cientos de miles y lo harían cuando estaban diezmados? El texto no responde pero relata formas de resistencia y además las trabas de los religiosos o las diferencias entre distintas organizaciones juveniles sionistas y no sionistas que después de muchos debates y fracasos constituirán la Zydowska Organizacja Bojowa (Organización Judía de Combate) también conocida por su acrónimo ZOB donde talló Isaac Zuckerman. En poco tiempo se convertiría en la autoridad suprema del gueto. Incluyó a un abanico de tendencias sionistas y comunistas.
Ha sido este proceso dramático en medio de la dureza de la narrativa de Brzezinski donde los macabeos del siglo XX debieron lidiar además con los soplones de la Gestapo. Por caso una reunión del Bund fue “cantada” y sus miembros fusilados en lo que se conoce como “la masacre del Sabath”.
La historia de la epopeya del gueto coloca a Mordechai Anielewicz, líder de las Juventudes sionistas marxistas como la figura más relevante del levantamiento entre el 19 de abril y el 16 de mayo de 1943. Sin disminuir su figura, cuando él se unió a la ZOB, se precipitaron las decisiones de enfrentar a la Gestapo, el libro sostiene que el liderazgo correspondió a Isaac, dirigente de las Juventudes Sionistas Socialistas primer impulsor de la ZOB.
Menos conocida fue la Unidad Militar Judía, sionista de derecha que había cavado túneles de acceso al gueto bajo los muros, además haber construido una red para sacar gente de Polonia ocupada y de tener una galería de tiro subterránea. Sus armeros fabricaban ametralladoras y contaron con un equipo de radio. La UMJ y la ZOB se cubrieron de gloria al enfrentar a la Gestapo y bandas de rusos blancos, ucranianos y lituanos anticomunistas.
El autor pudo escribir este texto porque encontró vivos a varios combatientes del gueto: Simha Rutheiser, Mark Edelman, Boruch Spiegel, Zivia Lubetkin, la mujer de mayor rango en la ZOB y novia de Isaac. Zuckerman dejó un libro de memorias “brutalmente sincero y detallado que se publicó a título póstumo. El texto está lleno de rabia y honestidad sin adornos ni veneración por los héroes”.
Las citas presentes en este libro han sido obtenidas en entrevistas, memorias, diarios inéditos y material de archivo. El número de víctimas y redadas, el recuento de ejecuciones y torturas, o las tasas de inanición, provienen de investigaciones llevadas a cabo en Polonia, Israel y EE.UU. No hay personajes ficticios en este relato donde no se soslayan las relaciones de los judíos, complejas, con los gentiles así como las dificultosas alianzas dentro del movimiento clandestino polaco en el devenir de la guerra, tanto las victorias como las derrotas, en los frentes oriental y occidental y las “cambiantes políticas de los nazis, las cínicas decisiones tomadas por Londres (el vínculo de la resistencia armada de los polacos “arios”) y Washington” o la intervención del Ejército Rojo días después de la invasión que dejó partido al país: la vida judía en la zona soviética fue diferente no exenta de conflictos pero todo acabó cuando la URSS fue invadida.
En 1940, los EE.UU. cerraron sus puertas a refugiados judíos basados en una legislación de 1926 que descalificaba a los que procedían de Europa Oriental; entre los que no pudieron recibir visado norteamericano estuvo la familia de Ana Frank. Había información de la tragedia. El 27 de junio de 1942, una pequeña columna del New York Times informaba: “700.000 judíos declarados muertos en Polonia”. Casi al mismo tiempo en las Islas Bermudas, Churchill y Roosevelt se declaraban impotentes para evitar el Holocausto. En la escasa cobertura extranjera The Times, de Londres, en una breve reseña escribía “dos millones de judíos han sido asesinados y otros cinco millones se enfrentan al exterminio”.
Brzezinki cuenta de los tiempos de la colaboración germano-soviética y cómo los partisanos que conformaron el Ejército Nacional Polaco, ligado al exilio de Londres y antisoviético, saboteaban los envíos de petróleo ruso a Alemania. El papel de este movimiento militar clandestino con los judíos fue complejo y a veces predominó el atávico antisemitismo (no pocos judíos fuero asesinado por ellos por ser considerados bolcheviques) o la desconfianza. Por eso, cuando la ZOB les pidió armas, o respondían que “los judíos no luchan” o se las retaceaban. La ZOB apeló al soborno a integrantes de la corrupta Gestapo para conseguir algunas armas, con dinero “confiscado” a los judíos millonarios.
Los sobrevivientes escaparon del gueto por las alcantarillas; fueron duchos en su manejo: sólo unos 55.000 judíos sobrevivieron a la masacre, no pocos, protegidos por familias católicas o en conventos y casas de campo cristianas.
Mordechai Anielewicz se negó fugarse e ir, como lo sugirieron los polacos arios, a formar una guerrilla en los bosques: se suicidó luego de pelear como un gladiador y ser un ejemplo para los suyos.
Isaac, a quien la rebelión lo encontró en la zona aria, organizó a los dispersos combatientes, participó en el levantamiento de Varsovia con 150 mil muertos “elevando el número de muertos de la capital polaca a más de 700 mil desde el inicio de la guerra. Murieron más habitantes, tanto judíos como gentiles, a manos de los nazis que estadounidenses en la Guerra Civil”. Los soviéticos estaban a orillas del Vístula y se desentendieron de la masacre. Ya con el fin de la ocupación nazi, Isaac logró que miles de sobrevivientes fueran a Palestina.