domingo, 26 de mayo de 2024

Inge Borkh


Ingeborg Simon, más conocida como Inge Borkh, nació en Mannheim, entonces República de Weimar, actual Alemania, el 26 de mayo de 1917 o 1921, y murió en Stuttgart, Alemania, el 26 de agosto de 2018. Soprano.

El sitio www.damiselasenapuros.com.ar publicó este recordatorio firmado por Sebastián Spreng.

Inge Borkh, esa voz desgarrada y carnal

Por Sebastián Spreng

Murió a los 97 años -algunos sostienen que eran 101-, el 26 de agosto pasado, en una casa de retiro de Stuttgart. Lo cierto es que la imponente Inge Borkh conservaba sus atributos, bella aún a sus 95, cuando fue homenajeada en Múnich donde había inaugurado la reconstruida Ópera Nacional en 1963 con La mujer sin sombra, de Richard Strauss, junto a Ingrid Bjoner, Martha Mödl, Dietrich Fischer Dieskau, Jess Thomas, Hans Hotter y la jovencita Brigitte Fassbänder, una irrepetible reunión de gigantes bajo la batuta de Joseph Keilberth.

Con ella se extingue una antorcha que encendía la tragedia en su voz, la última de las grandes straussianas de su generación era eso: puro fuego, lava, llamarada. La Salomé y la Elektra de su época, papeles implacables que cantó durante un cuarto de siglo. Solo de la vengativa hija de Agamenón hizo 300 representaciones, y téngase en cuenta que unas pocas pueden arruinar para siempre una voz de acero.

Pero la suya no poseía el metal cortante de Astrid Varnay o Birgit Nilsson, que la eclipsó en América, ni la belleza mediterránea de Renata Tebaldi, mejor candidata a grabaciones que pudieron inmortalizarla. Su voz en cambio tenía esa opacidad velada con fulgores intermitentes inherente a voces teutónicas, era una voz desgarrada y carnal, tan humana como apocalíptica, semejante a la incomparable Leonie Rysanek, a Martha Mödl, Christel Goltz, Erna Schlüter, o a la americana Gladys Kuchta.

Esta rugiente leona era una experta en plasmar sus personajes en grandes pinceladas salvajes; auxiliada por una estampa avasalladora, única, esa figura no podía no ser la de una gran trágica. Y lo fue, porque en el principio quiso ser solo actriz. Nacida en Mannheim, cuando en 1933 la familia tuvo que emigrar a Austria porque su padre era judío, Ingeborg Simon (su verdadero nombre) cursó estudios con Max Reinhardt en Viena debutando en teatro en 1937 en Linz. Pero con el fatídico Anschluss de 1938, los Simon terminaron en Suiza. De Ginebra y luego Basilea a estudiar canto en Milán para debutar en 1940 en Lucerna con Millocker, Lehar y Mozart. La consagración llegó en 1951 en el estreno alemán de El cónsul de Menotti: la fugada de los nazis con conocimiento de causa componía una estremecedora, antológica Magda Sorel.

La década del cincuenta marcó su plenitud mediante un paso demasiado breve por el Festival de Bayreuth, de Wieland Wagner, como Siglinda en La Valquiria y Freia en El oro del Rhin; en 1952 dio paso al gran repertorio de las jóvenes dramáticas o spinto: Senta, Aída, las Leonoras verdianas y la beethoveniana, Amelia, Euryanthe, Clitemnestra (de la Ifigenia de Gluck), Alceste, una sola Elsa, Agata, Santuzza, Maddalena de Chenier, Adriana, Tosca y una importante Lady Macbeth que marcó su debut americano en San Francisco en 1955 llevándola hacia la de Ernest Bloch, más acorde a su temperamento y que supo terminar con la de Shostakovich en la Scala de Milán.

Si Medea y Turandot (la cantó en el Colón porteño en 1958) fueron polémicas, Borkh logró grabar su vibrante princesa de hielo, más cálida y apasionada que otras; Salomé y Elektra (y luego Helena y la inolvidable Tintorera de La mujer sin sombra) le aseguraron su lugar en la historia de la ópera, tanto que llamó a su autobiografía No solo Elektra y Salomé. Su incisiva princesa de Judea era la contracara de la paradigmática Ljuba Welitsch que se “suicidó” vocalmente con Salomé. En el esencial disco de escenas de ambas heroínas bajo Fritz Reiner se comprueba su entrega sin reservas, Borkh encarnaba ambas princesas, a las que más tarde añadió la Antígona de Carl Orff.

En 1973, con treinta y tres años de carrera a cuestas, este genuino animal escénico dijo adiós a sus feroces hermanas después de una Elektra -otra más- en Palermo para reaparecer como actriz shakespeariana en la madre de Coriolano, Hamburgo, 1977. Y otra vez impredecible, revelándose como diseuse en Inge Borkh canta sus memorias con un timing perfecto, tomándose el pelo y una voz que sobraba, una extraña mezcla de Lotte Lenya e Hildegard Knef. A los ochenta y tantos, en 1999, grabó una Elektra recitada con acompañamiento de piano que permanece inédita; quienes la escucharon aseguran es un testamento de su histrionismo intacto.

Al morir su marido, el bajo barítono Alexander Welitsch (1906-1991), siguió trabajando, escribiendo, enseñando, impulsando la carrera del barítono Christian Gerhaher, entre otros intérpretes, y también nadando con férrea disciplina cada día. Publicó otra autobiografía (El teatro no me deja) y a sus noventa y cinco fue requerida con honores merecidísimos en la Ópera muniquesa, “su casa”, rodeada de viejos adoradores y flamantes admiradores que recién la descubrían. Aquella actriz que se expresaba con una voz torrencial de agonía y éxtasis, que prefería a un Richard (Strauss) sobre otro (Wagner), vehemente, decidida y vital como siempre, era el eslabón entre el turbulento pasado germánico y el presente incierto. Sus ojos desmentían que estaba casi ciega y su cara como un pergamino ajado era tanto o más bella que la que de joven se transfiguraba en la de sus hermanas de la Antigüedad.

A continuación, la recordamos en el día de su nacimiento, con dos momentos de su carrera. El dúo O Namenlose Freude, de la ópera Fidelio, de Ludwig van Beethoven, con Jess Thomas, y el aria Vieni t´affretta, de la ópera Macbeth, de Giuseppe Verdi, junto a la Orquesta Filarmónica de Viena, dirigida por Herbert von Karajan.