Ingeborg Simon, más conocida como Inge Borkh, nació en Mannheim, entonces República de Weimar, actual Alemania, el 26 de mayo de 1917 o 1921, y murió en Stuttgart, Alemania, el 26 de agosto de 2018. Soprano.
El sitio www.damiselasenapuros.com.ar
publicó este recordatorio firmado por Sebastián Spreng.
Inge Borkh, esa voz desgarrada y carnal
Por Sebastián Spreng
Murió a los 97 años -algunos sostienen que eran 101-, el 26
de agosto pasado, en una casa de retiro de Stuttgart. Lo cierto es que la
imponente Inge Borkh conservaba sus atributos, bella aún a sus 95, cuando fue
homenajeada en Múnich donde había inaugurado la reconstruida Ópera Nacional en
1963 con La mujer sin sombra, de Richard Strauss, junto a Ingrid Bjoner, Martha
Mödl, Dietrich Fischer Dieskau, Jess Thomas, Hans Hotter y la jovencita
Brigitte Fassbänder, una irrepetible reunión de gigantes bajo la batuta de
Joseph Keilberth.
Con ella se extingue una antorcha que encendía la tragedia
en su voz, la última de las grandes straussianas de su generación era eso: puro
fuego, lava, llamarada. La Salomé y la Elektra de su época, papeles implacables
que cantó durante un cuarto de siglo. Solo de la vengativa hija de Agamenón
hizo 300 representaciones, y téngase en cuenta que unas pocas pueden arruinar
para siempre una voz de acero.
Pero la suya no poseía el metal cortante de Astrid Varnay o
Birgit Nilsson, que la eclipsó en América, ni la belleza mediterránea de Renata
Tebaldi, mejor candidata a grabaciones que pudieron inmortalizarla. Su voz en
cambio tenía esa opacidad velada con fulgores intermitentes inherente a voces
teutónicas, era una voz desgarrada y carnal, tan humana como apocalíptica,
semejante a la incomparable Leonie Rysanek, a Martha Mödl, Christel Goltz, Erna
Schlüter, o a la americana Gladys Kuchta.
Esta rugiente leona era una experta en plasmar sus
personajes en grandes pinceladas salvajes; auxiliada por una estampa
avasalladora, única, esa figura no podía no ser la de una gran trágica. Y lo
fue, porque en el principio quiso ser solo actriz. Nacida en Mannheim, cuando
en 1933 la familia tuvo que emigrar a Austria porque su padre era judío, Ingeborg
Simon (su verdadero nombre) cursó estudios con Max Reinhardt en Viena debutando
en teatro en 1937 en Linz. Pero con el fatídico Anschluss de 1938, los Simon
terminaron en Suiza. De Ginebra y luego Basilea a estudiar canto en Milán para
debutar en 1940 en Lucerna con Millocker, Lehar y Mozart. La consagración llegó
en 1951 en el estreno alemán de El cónsul de Menotti: la fugada de los nazis
con conocimiento de causa componía una estremecedora, antológica Magda Sorel.
La década del cincuenta marcó su plenitud mediante un paso
demasiado breve por el Festival de Bayreuth, de Wieland Wagner, como Siglinda
en La Valquiria y Freia en El oro del Rhin; en 1952 dio paso al gran repertorio
de las jóvenes dramáticas o spinto: Senta, Aída, las Leonoras verdianas y la
beethoveniana, Amelia, Euryanthe, Clitemnestra (de la Ifigenia de Gluck),
Alceste, una sola Elsa, Agata, Santuzza, Maddalena de Chenier, Adriana, Tosca y
una importante Lady Macbeth que marcó su debut americano en San Francisco en
1955 llevándola hacia la de Ernest Bloch, más acorde a su temperamento y que
supo terminar con la de Shostakovich en la Scala de Milán.
Si Medea y Turandot (la cantó en el Colón porteño en 1958)
fueron polémicas, Borkh logró grabar su vibrante princesa de hielo, más cálida
y apasionada que otras; Salomé y Elektra (y luego Helena y la inolvidable
Tintorera de La mujer sin sombra) le aseguraron su lugar en la historia de la
ópera, tanto que llamó a su autobiografía No solo Elektra y Salomé. Su incisiva
princesa de Judea era la contracara de la paradigmática Ljuba Welitsch que se
“suicidó” vocalmente con Salomé. En el esencial disco de escenas de ambas
heroínas bajo Fritz Reiner se comprueba su entrega sin reservas, Borkh
encarnaba ambas princesas, a las que más tarde añadió la Antígona de Carl Orff.
En 1973, con treinta y tres años de carrera a cuestas, este
genuino animal escénico dijo adiós a sus feroces hermanas después de una
Elektra -otra más- en Palermo para reaparecer como actriz shakespeariana en la
madre de Coriolano, Hamburgo, 1977. Y otra vez impredecible, revelándose como
diseuse en Inge Borkh canta sus memorias con un timing perfecto, tomándose el
pelo y una voz que sobraba, una extraña mezcla de Lotte Lenya e Hildegard Knef.
A los ochenta y tantos, en 1999, grabó una Elektra recitada con acompañamiento
de piano que permanece inédita; quienes la escucharon aseguran es un testamento
de su histrionismo intacto.
Al morir su marido, el bajo barítono Alexander Welitsch
(1906-1991), siguió trabajando, escribiendo, enseñando, impulsando la carrera
del barítono Christian Gerhaher, entre otros intérpretes, y también nadando con
férrea disciplina cada día. Publicó otra autobiografía (El teatro no me deja) y
a sus noventa y cinco fue requerida con honores merecidísimos en la Ópera muniquesa,
“su casa”, rodeada de viejos adoradores y flamantes admiradores que recién la
descubrían. Aquella actriz que se expresaba con una voz torrencial de agonía y
éxtasis, que prefería a un Richard (Strauss) sobre otro (Wagner), vehemente,
decidida y vital como siempre, era el eslabón entre el turbulento pasado
germánico y el presente incierto. Sus ojos desmentían que estaba casi ciega y
su cara como un pergamino ajado era tanto o más bella que la que de joven se
transfiguraba en la de sus hermanas de la Antigüedad.
A continuación, la recordamos en el día de su nacimiento,
con dos momentos de su carrera. El dúo O Namenlose Freude, de la ópera Fidelio,
de Ludwig van Beethoven, con Jess Thomas, y el aria Vieni t´affretta, de la
ópera Macbeth, de Giuseppe Verdi, junto a la Orquesta Filarmónica de Viena,
dirigida por Herbert von Karajan.