| | | Juanito y su hija Juana Dolores, tercera de sus cinco retoños, durante su primera comunión en 1971. |
| | | En la cárcel de Carabanchel (Madrid), durante su actuación, en 1945, para los presos políticos. |
| | | El amor de su vida es Dolores Abril. En la foto posa con ella, en el Teatro Cervantes de Málaga. |
| | | En su gira por Melilla, en 1936, le acompañaron Alfonso “el Chozas” (dcha.) y Paco Flores (sentado). |
| | | Con sus amigos, el torero Curro Romero y el “cantaor” Pepe Marchena, en Sevilla. |
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LIBROAquella España de Juanito Valderrama Sinfonía de introducción: una copla para el Generalísimo El decano de los “cantaores” reconstruye, a través del ingenio de Antonio Burgos, el tiempo de esa España de la que fue protagonista y testigo en el libro “Juanito Valderrama: mi España querida”, que se publicará el próximo martes. El capítulo que reproducimos recoge el momento en el que Valderrama interpretó “El emigrante” ante Franco, en una época en la que, según rememora el “cantaor”, “no había emigrantes, sino exiliados”.
por Antonio Burgos
Yo me llamo Juan Valderrama Blanca y nací en 1916 en Torredelcampo, un pueblecito muy cerca de Jaén, donde de chico aprendí a cantar mientras cogía aceitunas en los hielos del invierno o cuando mi padre me llevaba al trato de las mulas que compraba y vendía a los gitanos por las ferias de los pueblos, con las calores del verano. Yo he cantado flamenco desde que tenía pantalón corto. Yo, que empecé impresionando mis cantes en placas de pizarra que se escuchaban en un gramófono al que había que darle cuerda con una manivela, que le decían “la maquinilla cantaora”, he grabado tres grandes antologías con la historia del flamenco que ahora se oyen en discos digitales. Mis cantes empezaron a sonar en radios de galena y ahora se oyen en la televisión por satélite. Conozco todos los estilos del flamenco, tengo grabados 700 cantes y he recorrido todos los teatros de España y del mundo durante más de 70 años de artista. He dedicado mi vida entera a cantar y a aprender de los grandes y creo que he conseguido en mi género lo máximo que se puede lograr.
Pero como soy un cantaor que el público ha conocido por sus canciones propias a orquesta, mi tarjeta de visita es El emigrante.
Con El emigrante yo fui el primer cantautor que hubo en España. El primero que llegó al gran público con una letra que había escrito él mismo y donde se recogían los sentimientos, las alegrías y las penas de todo un pueblo. Cómo será la fama de El emigrante, que de esa canción hasta Franco me pidió un bis.
Yo creo que he sido el único artista al que Franco, que era tan serio, le ha tocado las palmas y le ha pedido un bis.
Eso ocurrió en 1950, en una cacería de perdices en casa de don Francisco Aritio, en una finca cerca de Madrid. Don Francisco Aritio era uno de los más ricos de España, accionista de muchas empresas. Rico podrido, de aquellos capitales que se hicieron después de la guerra nuestra. Yo creo que medio Banco de España era suyo. Y cuando estábamos en el teatro Calderón de Madrid, en los ensayos de Pena y oro, un espectáculo teatral que me habían escrito Quintero, León y Quiroga, este Aritio organizó una fiesta en una finca con un caserío señorial que tenía por San Martín de Valdeiglesias. La fiesta era con motivo de una cacería de perdices que daba para Franco, a quien le gustaba mucho la escopeta y la caña de pescar.
Aquello era un palacio, con un salón que llegaba desde aquí a allí enfrente. El maestro Quiroga nos llamó para que fuéramos a esta fiesta, donde la parte de artistas la organizaba don Fernando Fuertes de Villavicencio, que era el jefe de la casa civil del Generalísimo y la mano derecha de Franco para estas cosas; el que llamaba también a los artistas para que fueran a actuar en los jardines del palacio de La Granja todos los años, en vísperas del 18 de julio, una recepción muy grande que daba allí el Caudillo a los diplomáticos y a todas las autoridades y donde siempre había actuaciones.
Cuando me dijo Quiroga que Fuertes de Villavicencio nos llamaba para ir a esta fiesta de la cacería de perdices yo estaba en los ensayos de Pena y oro, medio malo, recién operado de apendicitis, que no me habían ni quitado los puntos todavía, pero cualquiera se negaba a ir a una cosa de Franco, allí no se podía mandar parte facultativo. Llevaron también a aquella fiesta a Carmen Sevilla y a Luis Mariano, el cantante francés que estaban rodando en España aquellas películas de tanto éxito, El sueño de Andalucía y Violetas imperiales. Nos llevaron a ellos dos y a mí, que fui con el Niño Ricardo. Y como en España todavía había tanta carestía de tantas cosas, que todavía duraban los efectos de nuestra guerra, se comentaba por allí que el coche que traía Luis Mariano desde Francia, un Cadillac, era de un año más nuevo, de un modelo más moderno que el que usaba el propio Franco. Pero en voz baja, claro. Cualquiera era el guapo que se atrevía a comentar en voz alta que Luis Mariano tenía un coche mejor que el de Franco.
En aquella fiesta de la cacería de perdices nos tuvieron allí en un cuarto de segunda mesa, y cuando llegó la hora de cantar nos pasaron a aquel salón inmenso, muy lujoso, con muchos cuadros y muchos muebles muy buenos, con alfombras, con muchas lámparas, en el que habían montado una especie de escenario, con un piano abajo y un tablado arriba para los artistas. Y allí sentado en ese salón, Franco, con sus ministros, muchos uniformes de militares, muchos ayudantes con los cordones dorados por el hombro, y mucha gente desplegada por allí, por la carretera, por el camino y por los alrededores de la casa: la Guardia Mora y otros que iban vestidos de requetés con la boina colorada guardando aquello, con las metralletas en la mano y con los naranjeros. Como si fuera el palacio de El Pardo, pero en una cacería de perdices en San Martín de Valdeiglesias.
Y cuando llegó la hora de cantar, nos subimos arriba al escenario de aquel salón tan enorme el Niño Ricardo con la guitarra y yo. Y el maestro Quiroga abajo, al piano, que como estaba más acostumbrado a aquel plan del Caudillo nos daba confianza. Cada artista estaba cantando una canción solamente. Y yo, todo cortado delante de tantos uniformes y con Franco allí delante vestido de paisano, muy serio, mirándome muy fijo, le pregunté a Quiroga antes de subir:
–¿Qué cantamos, maestro?
Y aunque el maestro Quiroga no había escrito aquella canción, seguramente se la pediría Fuertes de Villavicencio de parte de Franco, porque me dijo:
–El emigrante, Juan, por supuesto que El emigrante...
Hizo Ricardo una introducción a la guitarra, con el fondo del piano del maestro Quiroga, y allí delante de Franco, por culpa de quien tantos españoles se habían tenido que ir de España y no podían volver y tenían que vivir lejos de su tierra, me puse a cantar la canción que precisamente hablaba de ellos, porque entonces no había todavía emigrantes a Alemania con la maleta amarrada con guita, sino exiliados de nuestra tragedia por todo el mundo:
Cuando salí de mi tierra/volví la cara llorando porque lo que más quería/atrás me lo iba dejando, llevaba por compañera/a mi Virgen de San Gil, un recuerdo y una pena/y un rosario de marfil. Adiós mi España querida,/dentro de mi alma te llevo metía,/y aunque soy un emigrante jamás en la vida/yo podré olvidarte.
Me tocaron las palmas los que estaban en el salón, los ministros, los militares, la gente de la grandeza del dinero que estaba allí en la cacería. Y hasta Franco vi que me tocaba las palmas como él las tocaba, con desgana, como por lo militar.
Y me bajé del tablado, y Fernando Fuertes de Villavicencio, que no se nos quitaba del lado, me dio un empujón para donde Franco estaba:
–Cumplimenta a Su Excelencia, Juanito, venga, cumplimenta a Su Excelencia.
“Cumplimenta a Su Excelencia” era que lo saludara al hombre. Y me acerqué al Caudillo, y Franco me tendió aquella mano que te ponía con tanta frialdad, la manita así medio cerrada, sin sentimiento, y me dijo con aquella vocecita chillona suya:
–Valderrama, muy bonita esa canción, es muy patriótica...
–Muchas gracias, Su Excelencia, muchas gracias.
Y Franco se queda callado un buen rato, sin pronunciar palabra, mirándome sin mover un músculo de la cara, y de pronto va y me suelta:
–Valderrama, ¿usted serían tan amable de cantarla otra vez?
Yo me quedé más cortado todavía de lo que estaba. Yo no sabía dónde meterme. Yo pensé, muerto de miedo: “Esto es para enterarse bien de lo que digo en El emigrante y meterme preso...”
Y Fuertes de Villavicencio, con muchas carreras y muchos aspavientos:
–Venga, Juanito, venga, y tú, Ricardo, arriba otra vez, que Su Excelencia quiere oír esa canción otra vez...
Y le tuve que hacer un bis a Franco. Subió Ricardo otra vez al escenario con la guitarra y se puso el maestro Quiroga otra vez al piano y canté otra vez El emigrante.
Creo que muy pocos artistas le han tenido que hacer un bis a Franco.
Mientras la cantaba por segunda vez no se me quitaba el mosqueo. Seguía pensando: “¿Qué va a pasar ahora como este tío se entere bien y ya no le parezca tan patriótica? ¿Pensará de buenas o pensará meterme en la cárcel?
Y en mi miedo y en mi extrañeza me acordé de la noche en que terminé de escribir El emigrante.
El estribillo se me había ocurrido en una gira por el norte, un día que estábamos actuando en un teatro de Ponferrada y el Niño Ricardo me hizo a la guitarra una falseta preciosa, acompañando unos versos que yo recitaba. Una falseta con una melodía que me dio casi escrito el estribillo de la canción, de sentimiento que tenía:
Adiós, mi España querida,/dentro de mi alma te llevo metía...
Pero la letra de la canción entera la terminé de escribir mucho después, y de un tirón, como si me la fuera dictando mi propio corazón, en la misma turné, después de aquella noche moruna tan española en que vi las lágrimas de los exiliados españoles en Tánger.
Tánger entonces era como un París en chiquetito, era internacional. Aquello ni era de España como Tetuán, ni era de Francia como Casablanca. Lo llevaban las grandes potencias que habían ganado la Guerra Mundial y allí se hablaban todos los idiomas y se practicaban todas las religiones; aparte de la católica y la mahometana estaban los judíos, estaban los indios, estaban los protestantes ingleses y americanos, y cada cual cerraba su comercio el día que en su religión se lo dedicaban a su Dios, unos el viernes, otros el sábado, otros el domingo.
Tánger no tenía nada que ver con las otras partes de Marruecos que yo había conocido desde la primera vez que fui con la Niña de la Puebla antes de la guerra. Tánger era completamente distinto a las ciudades españolas del protectorado, a Tetuán, a Larache, a Alcazarquivir. Los otros sitios eran como Andalucía, estaban tan atrasados como España, llenos de soldados, de cuarteles, de moros de Regulares. Y Tánger parecía por lo menos de Francia, o de Estados Unidos.
En Tánger se respiraba la libertad a cuarenta leguas.
Tánger era entonces un emporio, y completamente libre, con comerciantes de todas las naciones, con templos de todas las religiones, sin curas ni militares por las calles, con unas avenidas impresionantes. Ese bulevar Pasteur era como los Campos Elíseos o como la Quinta Avenida, los comercios con todos los adelantos de cosas de electricidad en los escaparates, el plástico, que aquí no se conocía, y que le decían el plexiglás, la Coca-Cola ya, relojes, las plumas Parker, todo lo que te pedían que trajeras porque aquí en España no había, ni piedras de mechero había aquí, aquellas piedras de los mecheros Ronson. Tánger era un paraíso de los contrabandistas. Y tabaco, de todos los países: los puros holandeses, los cuarterones de negro como los de Gibraltar, los cigarrillos egipcios de señorita. Y allí se conocía ya la penicilina y la estreptomicina, que había que traerla también de contrabando, porque en las boticas de España nada más que había sulfamidas. Y había en Tánger periódicos de todas las partes del mundo, diciendo lo que les daba la gana, y unos cafés con unas terrazas grandiosas donde te encontrabas sentadas en los veladores gentes de todas las razas hablando todos los idiomas. Todo eso, viniendo de una España donde todavía había cartillas de racionamiento hasta del tabaco, la cartilla de fumador, era un contraste tremendo.
Y allí a Tánger, buscando esta libertad y esta prosperidad, se fueron muchos españoles después de la guerra, huyendo de Franco, de la cárcel o del fusilamiento, y allí se buscaron la vida y se establecieron. Y éstos eran los que iban a verme al teatro, como iban a verme también algunos moros.
Todo el dinero del mundo estaba en Tánger, circulaba el dólar, el franco, la libra esterlina. Tánger era el emporio. El teatro se llenaba tarde y noche, el teatro Cervantes. Y mientras, los discos míos sonando todo el día en Radio Tánger, con Madre hermosa, y la foto mía puesta en el España de Tánger, que era el diario en Español que había allí, donde estaban trabajando muchos periodistas nuestros que se habían tenido que ir de Madrid cuando la guerra y que habían encontrado cobijo con Gregorio Corrochano, el famoso crítico de toros.
Y a mí me llegó muy hondo saber que allí en el teatro Cervantes donde íbamos a actuar se había acabado el papel porque Tánger estaba atestado de españoles que se habían tenido que ir después de la guerra. Yo los vi llorar allí en la puerta del teatro, agarrados a mí, rodeándome cuando entraba para los camerinos por la puerta de artistas:
–Juanito, que yo soy de Málaga, a ver si me dedicas un cante...
–Que yo te oí cantarle a mi batallón en Andújar...
Y uno de los que se acercó fue precisamente el que me salvó de morir en la batalla de Brunete, como tantos muchachos de mi pueblo movilizados, cuando me dio el carné de la CNT y me metió de soldado en Fortificaciones: Carlos Zimmerman. Este anarquista, que había sido el jefe de la CNT en Jaén, el que tanto me protegió, había podido escapar de España después de la guerra, si no, lo fusilan. Se había orientado allí en Tánger y trabajaba como perito electricista, que era su profesión. Nos vimos, nos abrazamos y nos hartamos de llorar los dos, porque los dos sabíamos que él no podía volver a España mientras viviera Franco.
A mí me pareció que media España estaba allí, refugiada en Tánger, en esa emigración forzosa, con esa emoción que vi luego en el teatro, todos en pie aplaudiendo los cantes de España, sin colores, sin bandos, con lágrimas en los ojos. Allí ni se decía nada en contra del régimen de Franco ni a favor de nadie. Nada más que llorar recordando nuestra tierra:
–¡España, España!
Y la guitarra, y el cante, y los oles. Aquello no era ni de Franco ni de la República. Aquellos hombres eran de España.
Eran España misma. Eran el recuerdo de la tierra que habían tenido que abandonar. Su España querida.
Y a mí aquello me llegó tan hondo y era una verdad tan dolorosa, que al llegar al hotel por la noche, después de pasar por aquellos sitios del Zoco Grande, por los cafetines del té moruno, todos oscuros, las calles tan estrechas, la otra parte de Tánger, la mora, no la internacional, cogí un papel y me puse a escribir toda la canción que me faltaba, porque hasta entonces el Niño Ricardo y yo nada más que teníamos compuesto el estribillo. La hice de un tirón.
Cuando la estaba escribiendo en el hotel, yo estaba viendo todavía a aquellos hombres llorar en la puerta del teatro Cervantes, y sus lágrimas, y sus lamentos:
–Mi España, Juan, y mis hijos, que se quedaron en Cartagena...
Aquello se me metió a mí tan dentro que hizo que brotara sola la canción:
Yo soy un pobre emigrante/y traigo a esta tierra extraña en mi pecho un estandarte/con los colores de España...
Y mientras en la fiesta de la cacería de perdices de aquel caserío tan señorial de San Martín de Valdeiglesias le estaba cantando el bis de El emigrante a Franco, las lágrimas de aquellos hombres exiliados no se me podían a mí quitar del pensamiento.
Aquellos hombres de Tánger que al oírme cantar se estaban dando cuenta con sus lágrimas que habían perdido para siempre nuestra España querida.
+ “Juanito Valderrama: mi España querida”, de Antonio Burgos, se publicó el 5 de febrero de 2002. Editorial La Esfera. 591 páginas. 19,75 e (3.286 pesetas). |