Emiliana de Zubeldía e Inda nació en Salinas de Oro, Navarra, España, el 6 de diciembre de 1888, y murió en Hermosillo, México, el 26 de mayo de 1987. Pianista y compositora.
El sitio www.emilianadezubeldia.uson.mx publicó este
recordatorio.
EMILIANA DE ZUBELDÍA
APUNTES BIOGRÁFICOS RETOMADOS DEL LIBRO MAESTRA MAITEA DE
LETICIA VARELA
Rosa Elvira Silva
Emiliana de Zubeldía vio por primera vez la luz en una
pintoresca aldea de montaña frente al valle de Guazálaz, provincia de Navarra,
el día de San Nicolás en el año de 1888.
El repicar de las dos campanas de San Miguel, con un tono de
intervalo sonoro entre ambas, se fue deslizando por debajo de la piel de
Emiliana para aflorar años más tarde en la melodía de una de sus canciones.
Cuenta Leticia Varela que cuando fueron en representación de
todos los hijos mexicanos de Emiliana a conocer su pueblo, éste había
suspendido sus labores habituales para esperarlos porque iban a hablar de ella
y cantar sus canciones. A lo lejos se escuchaban las campanadas que hacían
recordar aquel poema de Ramón López Velarde que la maestra Emiliana
musicalizó…“dos péndulos distantes que oscilan paralelos en una misma bruma de
invierno”.
Emiliana, una jovencita de apenas 15 años, partió a Madrid
para solicitar exámenes a título de suficiencia del primero y cuarto grado de
piano. Dos años más tarde, realizaría una operación semejante para examinarse del
grado quinto a octavo. El 26 de septiembre de 1906 ingresó finalmente al
Conservatorio de Música y Declamación de Madrid, con ocho papeletas de examen
que ostentaban indistintamente el predicado de “sobresaliente”. A sus 17 años,
Emiliana estaba lista para vuelos de mayor altura.
A PARIS
El éxodo hacia París de los artistas españoles antecesores y
contemporáneos de Emiliana empezó a atraer poderosamente su atención y ella se
hallaba lista para ese gran salto. Viajó a París y se inscribió en el histórico
edificio de la Schola Cantorum de esa importante urbe, bajo la dirección del
connotado maestro fundador de la misma, Vincent d’Indy. Por la Schola
desfilaron las más grandes figuras del mundo musical: Albert Roussel, Erik Satie,
Isaac Albeniz, Deodato de Severac, Magnard, Vierne, Koechlin, Turina, Messiaen,
Milhaud.
Emiliana, reconocía orgullosa, haber tenido los mejores
maestros del mundo de esa época y humildemente decía: “Sin ellos no hubiera
sido… bueno, yo no soy una maravilla, de ninguna manera, pero hubiera sido una
bruta. Debo decirlo, yo les debo todo a ellos. Me tuvieron paciencia. Por
supuesto que yo también era una caprichosa y amiga de hacer mis ideas, y me
enseñaron a respetar las otras… y las respeto”.
En la Schola Cantorum la temeraria Emiliana envuelta en las
brumas sonoras de las imágenes, el mar, los nocturnos, rondas de primavera, el
martirio de San Sebastián y todas aquellas obras que iban brotando de la pluma
del maestro Debussy, abrieron las compuertas de su espíritu curioso,
inquisitivo, audaz y en ese lugar completó su formación musical con el estudio
del órgano, violín, el canto, la dirección coral y orquestal.
A través de las misivas que Emiliana enviaba a su familia
desde París, reseñaba sus actuaciones en los círculos artísticos más selectos
de esa urbe, como el Caméléon y la Revue Musicale, en los que confluían todas
las inquietudes modernas. Aludía también a sus composiciones más recientes: un
cuaderno de melodías españolas y vascas, otro de armonizaciones de melodías
populares japonesas, piezas para violoncello y piano. Con la inspiración a flor
de piel, resultaba improcedente cualquier exigencia familiar ajena a su
carrera, y la familia de nuevo quedó esperando su visita.
El París que vivió Emiliana en los años veinte recogía ya
los frutos del movimiento innovador de la primera década. Había muerto Debussy,
pero Ravel y Stravinski continuaban produciendo conciertos, óperas y obras para
los Ballets Rusos de Diaghilev, a los que se unió Emiliana como pianista de
ensayos.
En París, Emiliana se movía entre la Salle Pleyel –sita
desde 1839 en el 22-24 de la rue Rochechouart y reubicada en 1927 en su nuevo
edificio de la elegante rue de Fauborurg Saint-Honoré- y el Centro
Internationale de Musique, donde ofreció, en 1927, un concierto de música
española con la primera soprano del Teatro Real de Madrid, Pepita Sanz.
París fue realmente un torbellino hospitalario, que sin
cuestionamiento alguno acogió a Emiliana y la lanzó por los caminos de Bélgica,
Suiza, Alemania, Italia e Inglaterra. Igualmente respetó su derecho a no cruzar
otra vez los Pirineos de Roncesvalles. Del otro lado seguía latente el
infierno, al que no se atrevió Emiliana a regresar, ni al embestir la letal
meningitis a doña Asunción, su madre en 1927. Más aun, muerta su madre,
Pamplona entera se convirtió en un “potro de tormento” que laceraba con su
proximidad. Emiliana sintió cada vez con mayor fuerza, el impulso de escapar,
de alejarse infinitamente de aquella tierra ambivalente a la que amaba sin
tolerarla. ¡Tenía que huir! y buscó otra tierra. Al fin decidió su nueva vida
en el Nuevo Mundo, sepultando en los abismos del mar las hieles de todos sus
arcanos.
RUMBO A AMÉRICA
Las ráfagas calurosas de aire húmedo fueron llegando, como
presagio de una tierra hospitalaria, próxima a aparecer en la distancia,
embestida por la proa. A lo lejos se mecían cadenciosas las palmeras, saludando
con su melena suelta al navío que llegaba. Emiliana, fascinada, y absorta en
aquella mole tupida de bellezas verdes, detenidas por la arena antes de caer la
mar, selló pacto definitivo de amor con la naturaleza, sintió el arrullo de la
madre tierra y lo guardó como primicia de este encuentro. En Río de Janeiro, la
imagen imantada y el aroma marino de este impacto inaugural cobrarían forma
gráfica, sonora y tangible sobre las placas blancas y negras del teclado, bajo
el título de Berceuse de palmeras en el Brasil.
A principios de 1929, Emiliana se despidió de sus
colaboradores músicos Geper y Padua, del director del Conservatorio de Sao
Paulo, Mario de Andrade, del tenor Perfecto Pires do Rio y de todos sus amigos
paulistanos para continuar su camino hacia el sur, la esperaba Montevideo. Ahí
la recibió el maestro Alberto Pauyanne Etchart, director de la Escuela Superior
de Música, pianista formado, como ella, en París, bajo la guía del maestro
Loyonette.
En este país, primero de habla castellana que visitara
Emiliana, nació su afición por los poetas latinoamericanos, en los que fue
descubriendo rasgos de sí misma, modelos estéticos alimentados por vivencias
paralelas a las suyas, presentes en sus producciones literarias. Juana de
Ibarbourou (1895-1979) abrió su colección de musicalizaciones que Emiliana dedicó
a los “Poetas de América”, con su poema El buen día, convertido en canción para
soprano y piano.
También los músicos uruguayos retroalimentaron la
creatividad de Emiliana. Entre ellos Luis de la Maza, espléndido guitarrista y
entusiasta intérprete de la obra musical de la pianista vasca. Para él compuso
Emiliana, en abril de ese mismo año, un Capricho basko, para guitarra sola,
naturalmente, a ritmo de zortziko.
La afición de Emiliana a los poetas de América continuó
nutriéndose con el encuentro personal con muchos de ellos en su vida
itinerante. Buenos Aires le dio la oportunidad de entablar amistad con el poeta
mexicano Alfonso Reyes (1889-1959), a la sazón embajador de México en
Argentina, de quien musicalizó para voz y piano La amenaza de la flor, lo mismo
con Carlos López Rocha, poeta argentino. Rosario Sansores y Gabriela Mistral
conquistaron su afecto a través de sus poemas. La mistral le proporcionó
poesías infantiles inéditas para una Berceuse, La manca y el Papagayo.
NEW YORK, NEW YORK
Antes de dar inicio a la revuelta militar argentina de 1930,
y con el respaldo económico que le significaron los exitosos conciertos,
especialmente un Festival de Música Vasca en Buenos Aires, que ella dirigió,
Emiliana tuvo la suerte de ver hinchadas a tiempo las velas de su barca. La
proa apuntó siempre hacia el norte, hasta que la brújula topó con los
rascacielos neoyorquinos.
Recomendada por la comunidad vasca de Buenos Aires, Emiliana
acudió en Nueva York a los PP. Capuchinos que administraban la Euskal-Etxea y
se alojó en el Club de la American Women Association (AWA Club) que albergaba a
10,000 mujeres activas en los E.U., muchas de ellas extranjeras. Su registro se
hizo bajo el nombre de Miss Emiliana de Zubeldía y a partir de entonces
Emiliana sería para todos, incluso para los mexicanos de su futura patria de
adopción, “MISS ZUBELDIA”
Cuando Nueva York le abrió las puertas, ella se dejó
conducir por la mano del destino hacia el encuentro de ese otro mundo que tenía
que ser mucho más rico, el que había buscado larga y afanosamente, y que había
presentido desde siempre. La otra parte del camino la había andado ya Augusto
Novaro (México 1891-1960), buscando el genio creador, al complemento práctico
de su estética teórica. Se había convertido en investigador infatigable de los
principios acústicos que, a su juicio, debían constituir la base científica del
arte musical, de la armonía clásica, de la afinación y sonoridad de los
instrumentos musicales. Su tesis partía de la premisa de que no existía en la música
occidental una base satisfactoria y seria para formar los acordes.
Emiliana quedó arrobada por la facilidad con que el maestro
explicaba aquella tremenda complejidad de “sencilleces” aglomeradas en su
teoría, y se dedicó en cuerpo y alma a estudiarla a partir de ese momento.
Antes de finalizar un año ya había armonizado una serie de danzas vascas a dos
pianos aplicando la “Teoría de Novaro”.
EN EL CARIBE
Se abrió 1932 con una nueva gira de Emiliana y de nuevo,
sopló viento en popa guiando la nave hacia el Caribe. El Centro Vasco y la
sociedad Pro Arte Musical de la Habana recibieron a Emiliana en vísperas de
primavera, para iniciar los ensayos con el Orfeón Vasco.
La efervescencia literaria que Emiliana percibió en la isla
y su encuentro con algunos poetas cubanos y extranjeros, la llevó a preparar
una conferencia ilustrada con su propia música sobre “La asociación de la
poesía con la música”. Para ello seleccionó las canciones que había compuesto
con poesías de Carmelita Vizcarrondo (Puerto Rico 1906), Carmen Alicia Cadilla
(Chile 1889), José Martí (Cuba 1853-95), Alfonso Reyes (México 1884), embajador
de México en Cuba por aquellos días. Con ellas ejemplificó sus conceptos ante
la Sociedad Pro Arte Musical, en su Salón de Actos.
Emiliana ahora como directora de orquesta se dedicó a
ensayar con la Filarmónica de La Habana sus poemas sinfónicos para presentarlos
bajo su batuta en el gran Teatro Nacional. El éxito fue apoteósico. Con él
cerró Emiliana esta primera incursión en la isla grande del Caribe, no sin
antes dejar sentada la semilla de la curiosidad por los trabajos de su maestro
Augusto Novaro.
EN LA TIERRA DEL MAESTRO NOVARO
En el año de 1933, Novaro presentó su obra en México, y
logró que la Universidad Nacional Autónoma, con el apoyo del rector Ingeniero
Roberto Medellín y del director de la Facultad de Música, profesor Estanislao
Mejía, editara un folleto sobre sus Estudios Armónicos y Reglas de Afinación.
Emiliana viajó a México para ofrecer sus conciertos en el Teatro Hidalgo de la
ciudad capital
Emiliana entraba por primera vez a México y, aunque el país
no le causó de entrada el mismo impacto que Brasil o Cuba, era la tierra del
Maestro Novaro, motivo suficiente para hacerla inmigrar unos años más tarde.
De regreso en Nueva York inició transmisiones en vivo de
música de cámara y folklore vasco desde el MGM Radio City Musical Hall.
Por segunda vez avistó Emiliana el puerto mexicano de
Veracruz, pero en esta ocasión parecía gitana trashumante con su cargamento a
cuestas. En la estación de México esperaban impacientes los Novaro: don
Augusto, su esposa y sus hijos Rosa y Tito.
Emiliana era muy amiga de la familia del Maestro Novaro y
fue invitada por ésta para vivir en su casa. Cuenta su hija, Rosa Novaro, que
Emiliana era muy graciosa y amante del chiste y que el lenguaje no importaba
porque era española y así decía cada disparate y comenta: “En una ocasión
íbamos de día de campo con mi papá, por ‘La Marquesa’ que hay aquí –dijo
señalando el rumbo- se tiene que subir, y en esto se cae Emilianita y luego
dice: “¡Ay señor Novaro, ahí se quedó embarrado todo mi culito”. ¡Emilianita,
eso aquí no se dice!, -le respondió mi papá-. Pero si es la verdad, - contestó
ella-. Y nos hacía reír. En fin, de esas puntadas tenía”.
Un accidente automovilístico provocó en Emiliana de Zubeldía
una lesión que debió afectar algunos nervios o ligamentos que le entorpecieron
la moción digital. A pesar de la aparente recuperación del brazo, un dedo
fallaba sorpresivamente de cuando en vez, pero Emiliana seguía insistiendo. El
piano fue mudo testigo de las tremendas disciplinas que Emiliana se imponía. El
tiempo corría, amargándole hasta el silencio. Poco a poco, Emiliana fue encerrando
su atención en el mundo exclusivo de Novaro, del que extrajo su motivación para
continuar creando.
En cierta ocasión el Maestro Novaro le pidió a la Maestra
que trabajara sobre una fuga a cuatro voces. Emiliana tomó el papel y empezó a
formar la escala a partir de las notas del tema. Al cabo de tres horas presentó
la fuga al Maestro.
-Mmmm… veamos qué pasó con este tema… -susurró Novaro,
clavando su penetrante mirada en el escrito. Después de un rato exclamó:
- No me gusta este brinquito.
-¿Cuál brinquito señor Novaro?
-Aquí hay un brinquito que me está molestando -dijo
señalando una negra con puntillo, seguida de una corchea-.
-A mí me parece adecuado el carácter del tema -se defendió
Emiliana-.
El Maestro empezó a borrar el pasaje para intentar otras
soluciones. Borró nuevamente… movió a los lados la cabeza… sustituyó por otras
borró otra vez y dijo finalmente insatisfecho de su afán:
- Creo que siempre sí me gusta su brinquito, Emilianita,
vuélvalo a escribir.
Hecha una furia encarcelada en continente amable, Emiliana
aflojó un poco las quijadas para contestar:
- Señor Novaro, yo no tengo ningún inconveniente en que
usted me corrija y me proponga otras opciones; pero por favor escríbalas en
otra hoja para saber lo que yo he hecho anteriormente. Ahora tendré que
trabajar muy duro para recordar la frase que me ha borrado.
En 1939 muere su hermana Eladia y Emiliana compuso la
sinfonía Elegíaca a su memoria. Esta sinfonía habría de estrenarse en agosto de
1956 por la Orquesta Sinfónica de la Universidad Nacional Autónoma de México
bajo la dirección del maestro José Vázquez, obteniendo el Premio Nacional de
Composición del año.
ATENDIENDO INVITACION SONORENSE
Corría el año de 1947, la Universidad de Sonora había sido
fundada cinco años antes. En septiembre de ese año llegó una misiva a manos de
la maestra Emiliana que venía de Hermosillo, firmada por el profesor Manuel
Quiróz Martínez, en funciones de rector de la máxima casa de estudios. Se
trataba de una invitación para trabajar por un año en la integración de coros
de estudiantes universitarios, normalistas y secundarianos de la joven Alma
Mater sonorense.
Fray Antonio (Julio) María Cubillas, uno de los primeros
alumnos que tuvo Emiliana la recordaba de esta manera: “Una mujer de porte
sencillo y noble que después de la presentación nos dirigió las primeras palabras;
pidió dedicación y nos prometió a cambio, darnos a conocer con su trabajo cosas
muy bellas y de gran importancia para nuestra formación. El grupo “C” estaba,
por primera vez, ante una mujer que había de traer un mensaje de entrega al
servicio de la belleza y del arte, para bien de sus discípulos, de la
Universidad y del estado de Sonora.
Así se vinieron las horas de estudio unidas a una continua y
profunda conversación, que llevaban al alumno a formarle el sentido de la
belleza, de los grandes valores, de los principios indelebles… Así fue que
aquella que fuera mi maestra en el arte, era al mismo tiempo, y Dios se valió
de ella, instrumento para que adentrase en mi vocación franciscana al servicio
de Dios y del prójimo”.
Emiliana platicaba a Leticia Varela, una de sus primeras
impresiones en tierra sonorense: “Una vez iba yo por la Serdán con Chapina
Soria, amiga y paisana y le decía que ya llevaba seis meses en Hermosillo y
todavía no lograba ver a un indio yaqui. Yo esperaba recrear en vivo aquella imagen
del libro de mi padre, aquel indio de trenzas gruesas y largas, pero el tiempo
pasaba…
-¡Mira, Emiliana –espetó de pronto Chapina-, ahí va uno!
-¿Un qué?
- Un yaqui. Mira –señaló con la punta de la nariz-, aquél
que lleva el cerdito.
-Fue una desilusión –continuaría Emiliana- ver a aquel
hombre grueso, de cabello corto y sombrero de palma, con pantalón y camisa,
llevando un cerdito bajo el brazo y caminando por la Serdán”.
Antonio Molina, compatriota y uno de los viejos amigos de
Emiliana recuerda con cariño: “La pobre Emiliana se cuidaba de no pisar
aquellos mochomos enormes que formaban unas filas interminables acarreando
hojitas de los árboles. Entonces yo me ponía a bailar un zapateado andaluz
sobre la fila para matarlos a todos. Emiliana la tomaba contra mí a gritos y
empujones, mientras yo disfrutaba de su angustia. ¡Pero qué va! Emiliana era
una de esas almas nobles totalmente fuera de época, incluso para aquel entonces”.
- “Yo la recordaré -agregaría Luis López, compatriota y
viejo amigo de Emiliana, y con un lenguaje siempre bien cuidado- no sentada al
piano o dirigiendo su coro, sino en medio de la calle Niños Héroes, en pleno
verano, con los brazos en alto, suplicando a José María Moreno, “el Jeringa”,
que deje de azotar el famélico caballo que arrastra el carro, en el que, como
auriga de tragedia, con el látigo en la mano, al viento su rasurada cabeza y
con un vozarrón de huracán, pregona la venta de carne de chivo. Y “el Jeringa”
le da un respiro a su caballo, lo que aprovecha Emiliana para traerle un balde
con agua que el jamelgo bebe a grandes tragos”.
La década de los sesenta representó para la Universidad de
Sonora un período de mucha actividad cultural, el Coro Universitario encabezado
por su directora, promovieron una serie de relevantes eventos: diversos
conciertos operísticos, de piano y espectáculos internacionales. En la
sincronía de la misma época cobraron ímpetu las giras tanto nacionales como
internacionales de las pianistas de Emiliana y del Coro Universitario. De esta
manera éste fue escalando su clímax expresivo y expansivo, al tiempo que
maduraban los pianistas y pululaban los cantantes.
La culminación llegó cuando el Coro de la Universidad de
Sonora bajo la dirección de Emiliana de Zubeldía, se presentó en el Palacio de
Bellas Artes el día 7 de agosto de 1968, en la Sala Manuel M. Ponce, donde se
estrenó una misa compuesta por la maestra.
En el año de 1963 el Doctor Moisés Canale, rector de la
Universidad de Sonora, galardona a Emiliana de Zubeldía al cumplir 15 años de docencia
en la Institución.
En septiembre de 1976 como una muestra de agradecimiento,
los ex-alumnos del coro realizaron un homenaje en honor a la Maestra Emiliana
de Zubeldía. Ella agradeció con humildad lo inmerecido del mismo. Igualmente
reconoció el esfuerzo de todos sus discípulos por tratar de dar lo mejor en el
arte de la música y externó su deseo de seguir trabajando con mucha más
tenacidad. Reconocía que aunque en ocasiones lo hacía en exceso esto no
importaba porque era su gusto y a ella nadie se lo mandaba y continuaba “Así
que no tengo que decir que a mi me exigen, porque nadie me exige nada, todo el
mundo se porta muy bien conmigo y yo estoy como pez en el agua”. Lo que para
ella resultaba ser peor puesto que en esa eterna búsqueda de la excelencia, se
convertía en su peor verdugo.
La Maestra Emiliana de Zubeldía no sólo se concretó a
enseñar su arte, sino que sensible con el avance de sus alumnos, hacía suyos
los logros que éstos obtenían y promovió en más de una ocasión la asignación de
becas para coadyuvar con su desarrollo profesional por lo que no era raro verla
haciendo antesala en las oficinas de diversos funcionarios para solicitarles su
apoyo económico y más cuando percibía el enorme potencial de algunos alumnos
destacados, cuyo pago más grande venía cuando éstos llegaban a pisar los
importantes escenarios tanto nacionales como internacionales brindando esto, a
la Maestra, el justo pago que ella tanto celebraba.
En el mes de julio de 1986 el gobernador del estado Ing.
Rodolfo Félix Valdez entregó una placa de reconocimiento a Emiliana de Zubeldía
durante el homenaje que el H. Ayuntamiento de Hermosillo le ofreció.
En el mes de agosto de 1986 Emiliana envió una emotiva carta
a los lectores de El Imparcial, en respuesta a la serie de homenajes que tanto
los ex-alumnos como poetas, amigos, periodistas, cabildo y en sí de toda la
sociedad sonorense le estaban ofreciendo. En ella expresaba su enorme
agradecimiento a una sociedad que tan cálidamente supo acogerla al igual que a
su arte, y donde reconocía de la misma manera la buena disposición,
sensibilidad y el enorme potencial de los sonorenses.
SE AUSENTA PERO NOS DEJA SU LEGADO
La Maestra Emiliana de Zubeldía ingresa al hospital durante
el mes de octubre de 1986 y mientras tanto en ese año el maestro David Camalich,
ex discípulo de la maestra dirige el Coro en las escalinatas del Palacio de
Gobierno, ante la imposibilidad física de la maestra después de su segunda
caída y fractura.
Luego, el 26 de mayo de 1987 a las 18:30 horas en una sala
de hospital dejaba de existir uno de los más sólidos pilares que conformaron a
la máxima casa de estudios.
La Maestra Emiliana de Zubeldía fue una mujer disciplinada
que luchó por sus ideales en una época difícil y logró destacar obteniendo
reconocimientos tanto nacionales como internacionales con una vasta herencia
musical, pero la herencia más importante de Emiliana de Zubeldía, la poseen los
millares de discípulos que recibieron, a través de sus lecciones de música el
influjo de su espíritu indomable, vigoroso, tenaz en la búsqueda de verdades y
valores eternos; de su fe en el trabajo, el esfuerzo, el crecimiento personal y
la generosidad; de su amor a la humanidad, a la naturaleza universal y, muy
particularmente, a la música, su inseparable compañera.
A continuación, la recordamos en el día de su nacimiento,
con la canción El alma nunca se muere, en la versión de Imelda Moya Camarena,
acompañada en piano por Rito Emilio Salazar.