Mosén Mariano Valimaña y Abella nació en Calanda, Teruel, España, bautizado el 19 de octubre de 1784, y murió en Caspe, Zaragoza, España, el 6 de agosto de 1864. Compositor, escritor y sacerdote.
El sitio www.hispanidadcatolica.com
publicó este recordatorio firmado por José Antonio Bielsa.
Mosén Valimaña, historiador y talento de la música española
del siglo XIX
Por José Antonio Bielsa - 8 enero, 2019
Elogio del diletante español decimonónico: Mosén Mariano
Valimaña y Abella (1784-1864)
La figura del erudito local supone uno los elementos
característicos de la España intelectual de los tres últimos siglos,
acentuándose sobremanera durante el siglo XIX, es decir, en un momento de
acusada decadencia en el que la nación, lejanos ya los fastos de su glorioso
pasado, permanece relativamente aislada del resto del orbe. Tras los desastres
de la guerra napoleónica y la pérdida progresiva de sus colonias de ultramar,
tras el nefasto absolutismo de Fernando VII y la consiguiente guerra civil
desatada por la pervivencia de la Tradición, el país aparece sumido en un caos
que en la arena política se traduce en indiferencia, corrupción y anarquía,
fruto del enfermo caldo liberal vertido por la naciente masonería; no obstante,
este malestar infestará las restantes parcelas de la vida española,
contagiándose a los más diversos ámbitos.
Como para preservar de la dejadez y del olvido los frutos
granados de la cultura española, la figura solitaria del erudito local cobra
renovada significación. Al lado de los grandes polígrafos e intelectuales
decimonónicos -de los que el más sobresaliente y vigoroso de todos ellos,
recordémoslo, fue Marcelino Menéndez y Pelayo-, y de las grandes empresas
colectivas del siglo -como el monumental diccionario del inevitable Madoz-, los
eruditos locales de España, valiéndose de sus precarias herramientas y rodeados
de la apatía general, cumplen un papel discreto, más valioso: investigar
archivos, descifrar documentos, acopiar informaciones y conservar bibliotecas,
entre otros cometidos. Estos viejos eruditos, en su mayoría abades y notarios,
pero también curas de pueblo y diletantes, hicieron en su conjunto un esfuerzo
impagable: relatar, si no sistemáticamente, sí al menos con cierta pericia
artesana, el grueso de las historias locales -y personales- de los pueblos -y
las generaciones- del país. Gracias al esfuerzo de estos pequeños nietos de
Heródoto, una parte considerable de nuestro reciente pasado permanece más o
menos visible, testimoniado.
Procedente de una familia de noble alcurnia, Mariano
Valimaña y Abella nació en Calanda (Teruel) un día inconcreto de octubre de
1784, siendo bautizado el día 19 del mismo mes, tal y como acredita la partida
bautismal conservada en los libros parroquiales. La acomodada situación
familiar le permitirá marchar a Madrid para cursar con provecho estudios
eclesiásticos. Nombrado sacerdote, celebrará su primera misa en la capital
española. Hacia 1809, será enviado a Caspe; frisa entonces el calandino los 25
años de edad. Será con toda probabilidad esta población, a juicio del
investigador Alberto Serrano Dolader, “el primer y único destino de su carrera
sacerdotal” (1988). A partir de aquí, la biografía de Valimaña no presenta
grandes incidentes; su existencia, ejemplar y austera, se plegará al devenir
local, con ciertas incursiones en la vida espiritual de Caspe: Serrano Dolader
nos recuerda que en 1829 establecerá la práctica religiosa denominada “de la
agonía”, y al año siguiente fundará una cofradía, la de Santa Teresa de Jesús.
En cuanto al carácter de la persona, el escritor caspolino Luis Rais Gros lo
describe como hombre “afable, humilde, caritativo” (1909). Mayor interés para
con nuestra aproximación presenta el testimonio indirecto de Mosén Antonio del
Cacho y Tiestos, finado en 1955, quien lo describe en estos términos: “No
perdía nada de tiempo nunca; ni cazar; ni pescar; ni visitas; ni jugar;
solamente escribir y escribir sin cesar”. No cuesta entrever tras esta
asombrada información al humanista, al erudito, al prolífico y gris escritor
que fue Mosén Mariano. Pero, ¿qué queda en pie de todo este esfuerzo? Muy poco,
a decir verdad.
Puestos a clasificar los frutos de su trabajo, podemos
presentar el catálogo de Valimaña en tres secciones, a saber:
1) obra histórica;
2) obra pedagógica; y
3) obra musical.
A la primera sección corresponde el único título que
reivindica hoy el nombre de Mariano Valimaña: se trata de un texto histórico de
inestimable valor para la Ciudad del Compromiso: nos referimos a los Anales de
Caspe antiguos y modernos (interrumpida su redacción hacia 1851, tras dos
décadas de trabajo), que su autor dejó manuscritos en tres tomos, y que -como
en el caso de los Apuntes de Allanegui- no verían la luz hasta muchos años
después, concretamente en 1971.
No prometen gran interés las cuatro entregas de su obra
pedagógica, de limitadísima difusión, y con títulos tan reveladores de su
contenido como un Arte de escribir correctamente por reglas y principios,
editado en 1843.
Pero la sección más singular de su producción (y acaso
inesperada, mas no sorprendente: conviene recordar que Valimaña fue asimismo
director de coro) es sin duda su obra musical, circunscrita toda ella a la
música vocal religiosa; este hecho relaciona, inevitablemente, el nombre de
Mosén Mariano a los de dos calandinos que legaron a la música clásica obras
capitales y duraderas o, en su defecto, meramente estimables: nos referimos,
obviamente, a Gaspar Sanz y a Juan de Sesé. Pero el (re)conocimiento de la obra
musical de Valimaña se encuentra a años luz de la recepción lograda por los
opúsculos de estos dos creadores, pese a su diferente talla (Sanz, ingenio
mayor y conocido; Sesé, maestro menor y casi desconocido).
La razón es simple: la práctica totalidad de esta producción
(la de Valimaña, decimos), desgraciadamente permanece ignota, incluyendo su
catálogo media docena de misas -entre ellas una Misa de Réquiem y una Misa del
Señor-, novenas -su Novena a la Vera Cruz fue publicada en 1851-, letanías,
gozos, Ave Marías, villancicos, etc. Imposible, en consecuencia, emitir juicio
crítico alguno sobre su estética, sobre su entidad musical en una época de
grandes crisis en la que la llamada “música clásica” española -harto maltratada-
ha dado nombres, pese a ello, tan prominentes como los de Fernando Sor, Juan
Crisóstomo de Arriaga o Francisco Asenjo Barbieri, entre otros. Pese a ello, sí
podemos especular -acaso un tanto apresuradamente- a tenor de algunas notas
suscritas por el propio Valimaña, sobre su manera compositiva: en ellas se
puede leer entre líneas, sin mucho esfuerzo, su conservadurismo formal, sus
gustos trasnochados próximos al canto llano, sustentados en la “melodía
popular”, fácilmente asimilable para el pueblo y, por ello mismo, exenta en
principio de cualesquiera virtuosismo técnico que pudiera significar una música
de cierta envergadura. Empero, sencillez compositiva y facilidad melódica no
deberían traducirse necesariamente como mediocridad artística.
La industriosa existencia de Valimaña y Abella concluyó el 6
de agosto de 1864, a la edad de 79 años. Hacia la década de 1940, todavía se
cantaban en Caspe algunos de sus gozos.
José Antonio Bielsa Arbiol