El periodista e investigador Carlos Szwarcer, nos ha cedido gentilmente este artículo que fue publicado en la revista cultural Raíces Nº 62, Sefarad Editores, Madrid, España, correspondiente a marzo de 2005.
A continuación la segunda parte.
La calle Gurruchaga de ayer
Esta calle del corazón geográfico de Buenos Aires fue
denominada durante el último cuarto del siglo XIX: 46 A, Segurola, Segunda
Serrano y finalmente, por ordenanza del año 1887 y hasta la actualidad,
Gurruchaga; recibe su nombre en recuerdo de Francisco de Gurruchaga
(1766-1846), jurisconsulto, organizador de la primera escuadra argentina y
diputado.
Escenario de las transformaciones iniciales del barrio
y uno de sus ejes principales en el desarrollo del mismo, esta calle cumplió un
papel sustancial: como partícipe del núcleo fundacional –sobre ella y sus proximidades se instalaron la
Fábrica Nacional de Calzado (1888), la Iglesia San Bernardo, cuya primitiva
capilla fue habilitada en 1896, la curtiembre La Federal (1901), una plaza– y
en una segunda etapa, como hito de una gran diversidad cultural que devino en
una dinámica y respetuosa relación entre criollos e inmigrantes; entre estos
últimos los llegados del Mediterráneo Oriental le dieron al lugar
características particulares, convirtiéndolo en epicentro judeo-español.
Como hemos dicho, a los primeros pobladores se le
agregaron tempranamente los judíos
asquenazíes y a comienzos del siglo xx fueron apareciendo sus hermanos de religión, los sefaradíes: “El té con limón,
el cortado en vaso o la grapa se consumían a la espera de los ‘varenikes’ del
mediodía. La nostalgia de Varsovia quedaba así, un poco más disipada. Si
Corrientes (ex Triunvirato), era la calle que nucleaba a los ashkenazíes,
Gurruchaga se hizo famosa porque en ella asentó sus lares la inmigración
sefaradí de habla castellana...” quedando transformada “en un colorido sainete
de Vacarezza”(5).
En verdad, la armonía entre las distintas
colectividades fue un hecho común recordado por muchos testimonios que
confirman el buen trato entre ellas. Compartían algunos momentos del día en
comedores y patios, cumpleaños e inclusive fiestas religiosas; así los judíos
invitaban a sus mesas a vecinos cristianos y viceversa (6). No era extraña pues
la presencia de sefaradíes en casamientos, bautismos o comuniones ni la de
“gentiles” en los Berit-Milá, Bar-Mitzvá o durante la lectura de la Ketubá. Los
niños correteaban y jugaban por las veredas y los adolescentes se reunían y
compartían aventuras, sin importarles demasiado a los padres del vecindario la
condición social o la fe religiosa de los amigos de sus hijos. Reafirmando esta
relación amistosa un descendiente de un pionero sefaradí recuerda que su abuelo, conspicuo
integrante de dicha comunidad villacrespense, en los primeros años del siglo
pasado se acercaba periódicamente hasta
la Iglesia San Bernardo para encontrarse con el párroco, con el que cambiaban
opiniones sobre versículos del Antiguo Testamento, en un franco y ameno diálogo
entre diferentes credos.
A pesar de la gran cantidad de testimonios en sintonía
con la percepción de un pasado ideal, con sobrados visos de realidad, sería
absurdo suponer que las relaciones sociales se dieran en un permanente “lecho
de rosas”. De hecho, algunas actitudes de recelo, desconfianza, prejuicio o
discriminación aparecieron esporádicamente entre las distintas comunidades del
barrio; representaban resabios de substratos culturales apegados a diversos imaginarios
colectivos, pero esos casos aislados no llegaron a tener entidad suficiente
como para inquietar lo que pareció ser una regla general, moralmente aún más
elevada que la tolerancia: la aceptación del otro, del diferente.
Las primeras ceremonias religiosas sefaradíes se
realizaron en un incómodo altillo, hasta que en 1914 fundaron el primer templo
sefaradí del barrio en una sala del inquilinato de Gurruchaga Nº 421: el “Kahal
Kadosh y Talmud Torá La Hermandad Sefaradí”, lo que favoreció la concentración
de los nuevos contingentes de iguales tradiciones. Asimismo, a fines de esa
década, se compraron a pocos metros, sobre la calle transversal, Camargo,
terrenos que a posteriori servirían para la construcción del Gran Templo
Sefaradí y de un dispensario.
Movimiento, variedad, aromas, voces y melodías
convirtieron a Gurruchaga en un remedo pintoresco de una calleja de Esmirna.
Los relatos de sus antiguos moradores la evocan como “peatonal, una feria, un
mercado persa” donde “la gente iba de aquí para allá”, “en paz, sin odios”. Fue
paso ineludible de los vendedores ambulantes que acaparaban sus veredas con sus “tavás” y
“pailones” (7) desbordantes de comidas típicas (baclavá, kadaif, reshas,
mulupitas, boios, burekitas, sham malí) (8), canastas con semillas de girasol o
zapallo, almendras saladas o los braseros para asar las castañas, todo ello
como parte de un exótico paisaje para quien fuera ajeno al barrio. El vendedor
de yogurt casero zigzagueaba con su bandejón entre el gentío camino a su
clientela de los inquilinatos, cruzándose con el zapatero remendón que cargaba
su caja de herramientas sobre la espalda. Los cuénteniks –vendedores
domiciliarios a plazos–llevaban medio encorvados sus mercancías (bultos de
ropa, sábanas, colchones y los más variados enseres) y los carros tirados por
caballos arrimaban sus ruedas de madera a los cordones para ofrecer sandías y
melones. Viejas y matronas seguían los movimientos desde las ventanas o
sentadas en sus pequeños banquitos en la vereda, escudriñaban a sus “hiyos” que
correteaban o jugaban al fútbol con una cáscara de mandarina reseca y enroscada. En Gurruchaga
se daba esta mezcolanza donde la exaltación de la vida adquiría su máxima
expresión (9).
Entre los cafés que florecieron a la vera de su
adoquinado se mencionan el Franco, el Oriente, el de Danón, pero el que dejó la
más profunda de las huellas en la memoria colectiva fue el mágico y mítico Café
y Bar Izmir, en el Nº 432. Este local abierto en los años ’30 fue el más
popular por su ambiente, comidas y festivas “nochadas” en los tiempos en que su
anfitrión fuera Don Rafael “Alejandro” Alboger, sefaradí, oriundo de Izmir,
quien lo regenteó durante su esplendor, desde 1940 hasta 1965, cuando fallece;
a partir de entonces permanecieron al frente del mismo sus yernos, hasta fines
de esa década.
Los habitués, varones sefaradíes-izmirlíes, en su
mayoría, se entretenían allí jugando a las cartas (loba o pastra), el table
(similar al backgamon), charlaban entre ellos y con griegos y armenios, tanto
en djudezmo como en turco (idioma en común dentro del Imperio Otomano), todos
ellos se solazaban en esta fascinante Babel –alquimia sorprendente vertida en las entrañas de
Buenos Aires– al ritmo de la orquesta oriental y ante las sinuosas curvas de
las odaliscas que danzaban al son de los chiftetellis (10), entre el humo del
tabaco y de los shishes (11), el mezé (12)
y el rakí (13).
Mientras, en los zaguanes, patios y habitaciones de los
inquilinatos existía otro universo: el familiar, en el que la imagen de Sefarad
se hacía más evidente. En sus cuartos, patios y cocinas reinaban las “muyeres”.
La doctora Eleonora Noga Alberti, musicóloga y estudiosa de la cultura
sefaradí, nos comenta al respecto: “... como contrapartida (las mujeres sefaradíes) se
reunían entre ellas y cantaban. Puede ser ese uno de los motivos por los que se
conservó tan bien gran parte de la tradición. Cantaban entre ellas, en la
cocina, al hacer las tareas hogareñas o para entretenerse... como los hombres
salían y ellas estaban con los hijos, la mujer estaba más relacionada con ‘el
romancero’; es la que mejor lo conservó, tanto las marroquíes, griegas o
turcas... todas las mujeres tenían, a pesar de la imagen que a veces se hace de
ellas, mucha vitalidad, una gran fuerza interior... En general el repertorio
está muy ligado al ciclo de la vida, desde la parición –hay cantos para la
mujer que ha dado a luz- hasta la muerte” (14).
Los dichos y refranes tan ligados también a Sefarad
eran repetidos casi como un ritual, y referidos a las cosas más sencillas y
cotidianas se conservaron con devoción. Pero no fue sencillo mantener el idioma
medieval, que ya había recibido, además del hebreo, los aportes lingüísticos de
cada región en la que estuvieron los sefaradíes. Por otra parte, el djudezmo,
la lengua madre, poco alejado del castellano moderno hablado por la sociedad
porteña, si bien tuvo inicialmente un importante carácter “integrador” con la
vecindad, dentro de un contexto que poco lugar daba al aislamiento, las nuevas
generaciones no lo fortalecieron, aunque no se perdería por completo.
Quien más quien menos mantuvo, al menos parcialmente, las voces de sus antepasados.
Quien más quien menos mantuvo, al menos parcialmente, las voces de sus antepasados.
Es preciso señalar aquí que ancianos sefaradíes del
barrio y, lo que es más sugestivo, sus hijos y nietos, manifiestan una especial
atracción por España. Sin desconocer o negar hechos traumáticos como, por
ejemplo, los acaecidos en 1391 o 1492, la imagen idealizada de Sefarad,
recurrente en los informantes, aparece como una suerte de etapa dorada o
Paraíso Perdido en un tiempo remoto. El gusto por lo español se manifestó no
solamente en los estilos o modismos con reminiscencias medievales sino en la
atracción por el arte español contemporáneo. Numerosos sefaradíes escuchaban
junto a vecinos españoles programas radiales de esta colectividad, cantaban y
bailaban las canciones hispanas de moda, cantejondos, cuplés, etc. que traían
los artistas peninsulares llegados a Buenos Aires. El idioma, seguramente, es
una de las claves para entender la relación tan singular que une al sefaradí
con lo español, es decir, a aquellos judíos que llevan también en su ser el
habla de Cervantes. Ya el poeta Miguel de Unamuno aseguraba: “La sangre de mi
espíritu es mi lengua, y mi patria es allí donde resuene soberano su verbo...
”(15). Además, es significativo que descendientes de los sefaradíes confiesen
que al pisar por primera vez tierras españolas han sentido “algo difícil de
expresar”..., “llegar a España es como volver a casa”. Estas experiencias
tienen un fuerte contenido simbólico y de identidad. La idea del “retorno” a un
lugar donde en realidad nunca se estuvo es parte de la maravillosa riqueza del
patrimonio cultural intangible que nos ha llegado desde un tiempo tan lejano
gracias al resguardo sistemático de la tradición y su transferencia
generacional.
No cabe duda que a partir del exilio iniciado a fines
del siglo xv los sefaradíes guardaron en sus corazones enormes “fragmentos” del
espíritu español, atesorados como reliquias en sus nuevos hogares, y cada
generación les sacó lustre rememorando una España ya inexistente, como si la
hubieran conocido, como si hiciera un mes de la partida y no siglos. Pasaron
cientos y cientos de calendarios y esos “fragmentos”, parte del complejo
rompecabezas que constituye la esencia de esta comunidad, fueron protegidos,
aun inconscientemente, lo más que se pudo de todo tiempo y lugar. Y si el sefaradí
pudo vivir en condiciones favorables dentro del Imperio Otomano, establecerse
en forma permanente en sus ciudades, incorporar términos regionales en su
viejo castellano, agregar otras exquisitas
comidas a su cocina y sensuales músicas orientales en salones y bares, cinco
siglos después parece casi un milagro que también perduraran tantos matices
españoles –vía Mediterráneo Oriental– en las casas y habitaciones de los
inquilinatos de la calle Gurruchaga. De los peculiares ámbitos construidos por
los sefaradíes hispano-parlantes en
tantos lugares donde vivieron, es menester no olvidar que había una vez... (y
esto no es un cuento) una calle llamada Gurruchaga, la “sefaradí-izmirlí”,
donde un doble espejo reflejaba la imagen de Turquía, la del Karatash (16) de
Esmirna, y la de las aljamas españolas, lejano resplandor de la eterna Sefarad.
Notas
Notas
5 Kamenszain, Tamara. “Los Barrios Judíos”, Revista
Plural. Nº20-21-22. Buenos Aires. 1979.
6 Szwarcer, Carlos. “Hechizo Sefaradí”, Los Muestros Nº
54. Bruselas. Bélgica. 2004.
7 Recipientes (djudezmo).
8 Ver: Shaul, Moshe y otros. “El guizado sefardí”,
Rechetas de Komidas Sefardis. Ed. Iber Caja.1995.
9 Szwarcer, Carlos. “El Café Izmir”, Todo es Historia
Nº 422, Setiembre de 2002, Buenos Aires.
10 Música rítmica y sensual (bailada en el Mediterráneo
Oriental).
11 Trozos de hígado o carne de cordero, al plato o en
sándwich, asado al carbón.
12 Especie de aperitivo servido en pequeños platos:
huevo jaminado (duro), queso blanco de cabra, aceitunas, pescado frito, pepino,
etc.
13 Anís seco. A veces se le agregaban gotas de agua,
quedando de aspecto lechoso, o cenizas de
cigarros, para hacerlo de sabor más fuerte.
14 Fragmento de una entrevista del autor a la Dra.
Eleonora Noga Alberti. Buenos Aires. Enero de 2003.
15 Unamuno, Miguel de. Fragmento del poema “La Sangre
de mi Espíritu”.
16 Barrio judío de la ciudad de Esmirna.
Carlos Szwarcer
Publicado en: Raíces Nº 62. Año XIX. Marzo de 2005. Sefarad Editores. Madrid, España.
Publicado en: Raíces Nº 62. Año XIX. Marzo de 2005. Sefarad Editores. Madrid, España.