El Diario Infobae, en su ediciób digital, publicó esre artículo firmado por Matías Bauso.
Sean Connery y la historia secreta de los
comienzos de James Bond: un casting fácil, el
mejor contrato y el año que enfrentó a otro 007
El gran actor escocés fue el primer Agente 007 de la
historia. Pero hasta que se calzó el smoking peleó cada renglón de su contrato.
Su reticencia a firmar por varias películas, la difícil relación con los
productores, su venganza con ellos y cómo el hombre que repartía leche arriba
de un camión se transformó en sinónimo de glamour con sólo seis palabras: “Mi
nombre es Bond, James Bond...”
Bond, James Bond. ¿Es una buena línea? ¿Es tan ingeniosa, tan contundente para conseguir fijarse en el imaginario colectivo de tantas generaciones? La clave no está en la frase, en esas tres palabras, en el apellido-nombre-apellido. Todo -la magia, el encanto- reside en cómo está dicha. La cadencia, la mirada, el tono exacto, seductor y lo necesariamente seguro. Y el humo azul del cigarrillo envolviéndolo todo. Lo dice sin esfuerzo, sin subrayados. Y eso es todo Connery. Cada vez que uno de los siguientes Bond repitió la frase, hizo un cover de Sean Connery. Ya nunca, después de él, pudo ser dicha ingenuamente. Roger Moore, Pierce Brosnan, Timothy Dalton o Daniel Craig sólo estaban remedando a su creador.
La frase se convirtió en un clásico instantáneo. Define a Bond, que a su vez define lo cool. ¿O acaso hubo alguna vez alguien con más onda que James Bond?
Esa es su presentación. Es El Satánico Dr. No. Todavía no sabemos quién es, ni en ese momento nadie (ni el más optimista) sabía que sería la primera aparición de 25 más. Antes sólo vimos sus manos con el sabot, deslizando las cartas por el paño con presteza. Está jugando al punto y banca (al Baccarat). La elegante mujer, la rival que apuesta en su contra y no para de perder, se presenta. Una distinguida cigarrera, el cigarrillo colgando en la esquina de los labios y la boca ligeramente torcida para decir su nombre: Bond, James Bond. (no quedan dudas que el director Terence Young sabía presentar personajes: la aparición de Ursula Andrews, surgiendo desde el agua con su belleza abrumadora es impactante).
James Bond logró un giro definitivo en el cine de acción. Connery se convirtió en el arquetipo del actor de acción. Controlado, glamoroso, feroz, seductor. El concepto de las películas de Bond se centra en unas pocos elementos: acción, elegancia, gadgets, autos lujosos, mujeres (su mirada de la mujer como objeto ornamental en los primeros films no pasaría el escrutinio de esta época: dicen que una de las novedades de la entrega 25 de la saga es un nuevo enfoque en sus personajes femeninos), espionaje, villanos desmesurados, paisajes exóticos, mordacidad. Pero sin Connery no hubiera existido la franquicia.
Un alto ejecutivo de un estudio preguntó antes del rodaje de la primera película: “¿Cómo un escocés que manejaba camiones como repartidor de leche va a interpretar a un inglés distinguido y sofisticado?”. Lo que no supo ver este hombre fue que Sean Connery y su pasado nada aristocrático le brindó al personaje todo lo que necesitaba: la seducción y el peligro. Fue como si a la solvencia que se supone que tiene el actor británico le hubiera incorporado la rudeza de los del cine negro. Más Robert Mitchum y menos Lawrence Olivier.
A partir de esa primera aparición en pantalla en El Satánico Dr. No, Sean Connery se convirtió en el parámetro de la onda en el mundo, en el imposible cénit de lo cool. Hay en su actuación un equilibrio que logra evitar la parodia, el abismo del ridículo y que lo creamos merecedor de las mujeres más hermosas, los mejores tragos, los mejores autos y las más apasionantes aventuras.
Pocas sucesos en el mundo del espectáculo provocan tanto ansiedad y polémica como la elección de un nuevo Bond. Si cuando se habla de fútbol se suele decir que cada habitante es un potencial director técnico de la Selección de su país, algo similar ocurre con Bond: todos nos convertimos en directores de casting. Naturalmente, eso no sucedió en 1962 ante la filmación de la primera película. Pero a partir de ella, de El Satánico Dr. No, un actor que le preste el cuerpo a Bond tiene que tener de todo. La combinación perfecta de prestancia y calidez, elegancia, sensualidad y peligro; virilidad y onda; destreza física e impavidez; belleza, credibilidad y una pequeña e infaltable cuota de maldad. Ese estándar tan alto, casi imposible, lo estableció Sean Connery desde el inicio.
Alguna vez Pierce Brosnan dijo: “Son más los hombres que caminaron por la luna que los que interpretamos a James Bond”. La frase, además de su ingenio, demuestra la condición especial de ser Bond. Pero, sin el menor lugar a dudas, más allá de los valiosos aportes posteriores de Roger Moore a Daniel Craig, el imperio se fundó en Sean Connery.
A principios de la década del sesenta, Harry Saltzmann y Albert Broccoli, dos productores cinematográficos le propusieron a Ian Fleming, autor de una decena de novelas y otras tantas nouvelles protagonizadas por un agente secreto británico llamado James Bond, llevar el personaje al cine. Se pusieron de acuerdo bastante rápido. Lo que les costó fue decidir qué historia sería la primera que filmarían porque la idea de todos era crear algo que casi no existía en la época: una franquicia. A todos la mejor opción les pareció Thunderball pero se terminaron inclinado por El Satánico Dr. No porque era más barata de filmar. Consiguieron guionistas y a Terence Young como director. Pero les faltaba lo más importante, el actor, el que encarnaría a esa agente capaz de todo.
Ian Fleming, el autor de las novelas de Bond, prefería para el personaje a alguien como David Niven: 100 % flema británica. Pero pese a la elegancia de Niven, coincidieron que con eso no iba a alcanzar. 007 es británico pero también un hombre de acción. En algún momento circularon otros nombres que iban desde Richard Burton a Robert Shaw. Pero los productores decidieron finalmente que el protagonista fuera una cara nueva. Por un lado eso les aseguraría que el espectador sólo estuviera viendo a James Bond y no a otros personajes que interpretó ese actor; por el otro, además de las cuestiones presupuestarias, se imponía una razón de orden práctico, económico: un actor consagrado no aceptaría firmar contrato para varias películas. Tanto Broccoli como Saltzmann seguían con la idea de continuar al personaje. El material ya lo tenían: las novelas de Ian Fleming.
Luego de desechar varias opciones, se reunieron con Connery. Al verlo entrar a la oficina todos se dieron cuenta que así debía caminar James Bond. Al terminar la reunión, James Bond ya tenía cara. Aunque Fleming todavía no estaba conforme. “¿Es el actor ideal para Bond?”, preguntó. “Es lo mejor que pudimos encontrar”, le respondieron urgidos por los plazos de rodaje.
Sean Connery sólo se opuso a la cláusula que le exigía varios films pero al final debió ceder. Sus experiencias como actor contratado por un gran estudio durante la década del cincuenta habían sido malas. Se había sentido esclavizado y no deseaba repetir la experiencia. Pero el encanto del popular agente secreto lo convenció.
Sean Connery dejó su huella también en el Bond literario. Ian Fleming escribió sus últimas tres novelas luego del estreno de El Satánico Dr. No. Así que el James Bond de papel adoptó algunas características del cinematográfico. No sólo el sarcasmo, hasta le dio un origen escocés como un guiño al actor.
El escritor disfrutó poco del suceso de su personaje en pantalla grande. Murió en 1964.
Después llegaron de a una por año. De Rusia con amor (1963), Goldfinger (1964), Thunderball (1965). Una más exitosa que la otra. La recaudación se multiplicaba con cada estreno. Cada temporada los fans esperaban las aventuras de su personajes favorito que ya estaba asentado y que en cada aventura fijaba nuevas reglas para el cine de acción.
Pero con el éxito llegaron los problemas. Connery veía que los productores se llenaban de dinero pero él no. Y el contrato de exclusividad lo tenía maniatado. Logró que le dieran permiso para actuar en Marnie de Alfred Hitchcock pero no mucho más. Sus exigencias cada vez eran mayores. Detrás de cámaras quería a Terence Young, el director de las primeras de la saga. Y más dinero. No podía entender como, por ejemplo, Dean Martin con Matt Helm, una copia desganada de Bond, hacia más dinero que él. Consiguió mejoras salariales pero a un costo alto: dos películas más de 007.
También exigía status de productor y poder de decisión en cuanto al guión, al director y a la integración del resto del elenco. Al fin y al cabo, James Bond era él. Pero Saltzmann y Broccoli no querían ceder parte del gran negocio que tenían entre manos. Sean Connery, aprovechó que la filmación de Sólo se vive dos veces (1967) había sido problemática (y sus resultados en taquilla habían decrecido por primera vez desde el comienzo de la serie de films) y anunció que se bajaba. Los mandó a buscar a otro James Bond. Si llegaban a encontrar uno.
La búsqueda fue larga e intensa pero desafortunada. George Lanzeby sólo filmó una película y sufrió el escarnio público. Parecía que la gran franquicia del cine moderno había muerto definitivamente. Quedaba una posibilidad: una vez más ir en busca de Connery.
Su carrera posterior a Bond no había sido tan exitosa como él había supuesto; sin embargo era un nombre importante en el mundo del cine. El solo hecho de ser llamado de nuevo, de que los productores desearan seducirlo pese a lo mal que había terminado la relación, modificaba el equilibrio de relaciones. Sean Connery lo aprovechó. Exigió la mayor paga que recibió un actor hasta el momento: 1.250.000 dólares. Pero anunció que los donaría en su totalidad para iniciar una fundación dedicada a la educación en Escocia, su país natal. Pero eso no fue todo. También se aseguró un porcentaje de las ganancias y voto en las decisiones principales de la película. Esta combinación lo convirtió en el actor mejor pago por varias décadas. Sin embargo, Sean Connery siguió exigiendo (y obteniendo lo que pedía). Arregló con United Artists que tendría control creativo total en sus dos siguientes proyectos; lo que le permitió conducir su carrera hacia donde él deseaba. Y para redondear la mejor negociación de la historia del mundo del espectáculo puso una condición final que no debía ser violada bajo pena de cancelación del proyecto: ni Broccoli ni Saltzmann podían dirigirle la palabra ni comunicarse con él de ningún modo. La venganza perfecta.
La película fue Los Diamantes son Eternos que tuvo buenas recaudaciones pero fría recepción crítica. Era hora de un nuevo Bond. Roger Moore llegaría para quedarse un buen tiempo.
La última vez que Connery se calzó el esmoquin de Bond fue en 1983, más de veinte años después de su debut. Fue un momento raro. Durante ese 1983 se produjo “La Batalla de los Bonds”. Por un lado se estrenó Octopussy, la sexta de Roger Moore como 007. Poco después lo hizo Nunca digas nunca jamás, un bond extraoficial (es decir no producido por Broccoli y Saltzmann) pero protagonizado por séptima vez por Sean Connery.
Las comparaciones fueron inevitables. Connery hacía un Bond más añoso y autoconsciente. Los dos hicieron negocio. Roger Moore amenazó con bajarse y así logró que le aumentaran el cachet. Hubiera sido un suicidio salir a buscar un nuevo Bond para enfrentarlo a Connery. Aunque Octopussy recaudó 20 millones más que su rival ambos superaron los 150 millones de dólares de recaudación.
Así, con esta última aparición, Sean Connery abandonó para siempre a James Bond. Ya había hecho con él todo lo que tenía que hacer. La franquicia seguiría su camino y se mantiene vigente hasta hoy en un extraordinario caso de longevidad y capacidad de adaptación .
El legado de Sean Connery permanece intacto porque los grandes actores, como los diamantes, son eternos.
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